La Biblia de los Caídos

By FernandoTrujilloSanz

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El mundo cuenta con un lado oculto, una cara sobrenatural que nos susurra, que se intuye, pero que muy pocos... More

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Versículo 37
FIN

Versículo 24

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By FernandoTrujilloSanz

VERSÍCULO 24

Estaban en una especie de salón de juegos. Había una diana colgada de la pared, una mesa con un tablero de ajedrez pintado, y una barra de bar recorriendo una de las paredes.

Habían llegado allí buscando un lugar en el que refugiarse temporalmente. El niño les guió a esa sala argumentando que estaba bien protegida por runas. Se aseguró de recalcar que se había tirado toda la noche pintando símbolos por la casa, que podían sentirse tranquilos gracias a él.

Álex había desaparecido, y lo mismo había sucedido con Mario y su mujer. Sara no había visto a ninguno de ellos desde que fracasara el exorcismo por segunda vez, y en aquel momento no le importaba dónde se pudieran haber metido. Toda su atención estaba centrada en el Gris, en el grave estado en que había quedado tras la pelea.

La centinela dejó al Gris en una mesa de billar, en el centro. Luego observó su chaqueta de cuero, que estaba cubierta de sangre.

—¡Imbécil! —le dijo examinando su cuerpo. Estaba furiosa—. Eso te pasa por dejarme al margen. Nunca me escuchas, Gris. Debería alegrarme, así aprenderías. —Volvió la cabeza hacia Diego—. ¿Qué pasó? ¿El demonio llegó a entrar en ella? —preguntó señalando a la rastreadora.

El niño, que había terminado con la puerta, se acercó a la mesa de billar.

—No. La niña se rio del exorcismo, la muy puta. Ni siquiera le hicimos cosquillas. No lo entiendo, tía, de verdad. Debería de haber abandonado el cuerpo.

—Aficionados...

El Gris gimió, se llevó la mano a la tripa.

—Niño —susurró—. ¿Te importaría?

—Voy —dijo Diego—. Aparta, rubia, luego nos das la brasa con tus sermones. Aquí estoy, pichón, no te preocupes. Vamos allá.

El niño cogió las manos del Gris y cerró los ojos. Permanecieron así unos segundos. Sara no sabía qué estaban haciendo. El cuerpo del Gris resplandeció, envuelto en una luz dorada y tenue que confirió un tono cálido a su piel descolorida. Sus cabellos plateados parecieron rubios y sus labios rosados. Las severas facciones del Gris se relajaron en una mueca de paz y calma. La rastreadora le contempló embelesada. Su rostro era hermoso, lleno de vida. Se preguntó si ese sería su aspecto cuando tenía alma.

Diego soltó una carcajada torpe, se revolvió y dio un pequeño bote.

—Es el cosquilleo —explicó con una sonrisa estúpida.

La luz dorada se extinguió en cuanto sus manos se soltaron. El Gris se incorporó hasta quedar sentado sobre la mesa de billar. Ya había recobrado su aspecto habitual.

—¿Le has...? —A Sara le costaba asimilar lo que acababa de ver.

—Curado —terminó Diego—. Sí, eso he hecho. ¿Qué tal, tío? —Le dio una palmada al Gris—. No está nada mal, ¿eh? —De repente se quedó quieto. Su expresión cambió, parecía asustado—. ¿Cómo estoy, Gris? ¿He cambiado?

—Estás igual, niño.

—No me mientas, tío, que ya soy mayorcito. ¿Me han salido canas? —Se estiró el flequillo intentando verlo, pero era demasiado corto—. Miriam. ¿Cómo estoy? Sé sincera. Podía haber un espejo en esta habitación, joder.

—No has cambiado —le tranquilizó la centinela—. No empieces con tus agonías.

Diego bufó, pateó el suelo. Abrió la boca para decir algo, pero una sacudida tremenda retumbó y le interrumpió.

—Me parece que la nena quiere salir a dar una vuelta.

Sara le ignoró, no tenía tiempo para las locuras del niño. Ya habría otra ocasión para preguntarle por ese don que tenía para la curación.

—Gris, ¿estás bien? Hace un momento sangrabas...

—Está perfectamente —la interrumpió Miriam de mala manera—. No te pongas melodramática, santurrona. Dedícate a rastrear, que es lo tuyo.

Sara no entendió a qué venía esa actitud. Antes, Miriam había intentado evitar el exorcismo para protegerla y ahora la trataba con desprecio. La centinela ni siquiera la miraba, sino que se plantó delante del Gris, con los puños apoyados sobre las caderas:

—Eres un maldito estúpido. Sé que eres temerario, Gris, pero esto es demasiado, incluso para tu falta de sentido común. Nadie ha cometido una idiotez más grande en la vida.

La rabia impregnaba las palabras de Miriam, las convertía en ácido. A Sara le pareció una reacción exagerada, ya que después de todo, se suponía que ella le iba a entregar a los ángeles. ¿A qué venía tanta preocupación?

—No empieces, Miriam —dijo el Gris—. Tenía que hacerlo. ¡Es mi trabajo, maldita sea! Tú solo tienes que obedecer órdenes, para ti el camino siempre es claro, tienes esa suerte. Y para los problemas que pudieran surgir, tienes tu código. Así, no tienes dudas, no sabes lo que es tomar decisiones ni arriesgarse. —Su tono de voz se agravaba, reflejando su frustración y su furia. Sara se sintió ante un enfrentamiento entre titanes. Ninguno de los dos parecía dispuesto a dar su brazo a torcer—. Tú siempre sabes o crees saber qué es lo correcto, Miriam, pero ese no es mi caso. A mí me toca intervenir cuando todos vuestros códigos y normas han fracasado, cuando nadie sabe cuál es el camino. ¡Así que no me digas lo que tengo que hacer! Intentaba expulsar al demonio del cuerpo de esa niña...

—¡No hablaba de eso! —le cortó la centinela. El Gris se sorprendió y frunció el ceño—. Olvida el exorcismo. Tienes problemas mucho peores. Oí lo que dijo Silvia. Antes no lo creía, pensaba que no lo habías hecho. ¿Cómo pudiste matar a Samael? ¿Cómo pudiste descuartizarle? Tienes que estar completamente loco, Gris. Es la única razón que se me ocurre.

Diego y Sara le observaron con expectación.

—No puedo hablar de eso —dijo el Gris apartando la vista—. Es por vuestro bien.

Otro golpe retumbó, en el otro lado de la casa, el opuesto a donde había sonado el primero.

—Está buscando una salida —dijo el niño—. Espero que la encuentre y se largue de aquí.

—Eso no debería ser posible si hiciste bien tu trabajo —le recordó el Gris.

—¿Ya estamos otra vez, tío? ¿Dudando de mí? Me recuerdas a Álex, macho, siempre gruñendo. Por cierto, ¿ese dónde se ha metido? Estará escondido por ahí, menudo pájaro, y luego el cobarde soy yo. Bueno, es igual. Las runas están bien grabadas, me lo he currado que no veas.

—¿Y no podrá romperlas? —preguntó Sara—. Me refiero a que logró escapar de la bañera y romper las cadenas. Y derribó al Gris dos veces. Es muy fuerte. Nunca hubiera creído que el cuerpo de una niña tan flacucha pudiera hacer algo semejante.

—De nuevo metiste la pata, ¿no? —le reprochó la centinela—. El demonio no acabó contigo de milagro.

—No estuve muy fino —reconoció el Gris—. Pero en esta ocasión, aprovechó bien su ventaja. Me confesó que tiene un hermano y me distraje al querer confirmarlo. Solo fue un instante, pero me cogió por sorpresa. La culpa es de Mario. Si no nos lo hubiera ocultado...

—No culpes a los demás —señaló con dureza Miriam—. El demonio es tu responsabilidad, deberías haberlo mantenido bajo estrecha vigilancia en todo momento. Que no eres ningún novato. Te confiaste...

—Joder, qué tía —dijo Diego—. Como para olvidar su cumpleaños. ¿Quieres relajarte un poco, rubia? Menos mal que los centinelas no os podéis casar, en serio. Amargarías al más paciente...

—El niño tiene razón —dijo el Gris—. No arreglaremos nada discutiendo sobre lo que debería haber hecho.

—Está bien. —La centinela se mordió el labio inferior—. Un hermano has dicho... Eso cambia un poco las cosas.

Sara ardía en deseos de preguntar por qué ese dato era tan importante, pero no se atrevía a hacerlo. Sería como sacar a relucir una vez más su inexperiencia y estaba cansada de que la trataran como a una ignorante.

—Tenemos que encontrar a Mario y preguntarle por ese otro hijo suyo —dijo el Gris—. ¿Quién sabe? Igual tiene más de uno. Ya no me fío de nada.

—¿Por qué no nos ataca la niña? —preguntó Sara—. Ya no se oyen más golpes.

—A lo mejor ya se ha ido —dijo Diego, esperanzado.

—No —le contradijo el Gris—. Está aquí, en la casa.

—¿Cómo estás tan seguro? —preguntó Miriam.

—Porque está buscando la página de la Biblia de los Caídos —repuso el Gris—. Estoy convencido. Y si la encuentra, no podremos retenerla. No quiero ni imaginar qué podrá hacer un demonio con esas runas. Creo que ese es el motivo por el que poseyó a la niña. Nos equivocamos al seguir la pista de la empresa de Mario. Debí haberlo intuido, es por mi culpa.

La centinela cambió el peso del cuerpo de una pierna a la otra.

—No lo es —dijo—. Porque esa página no está aquí. Ya te lo dije.

—Te equivocaste. Es largo de contar, pero te aseguro que sí está. Tenemos que encontrarla. El niño ha sido incapaz.

—¡Y dale! Otra vez con el niño —protestó Diego—. He estado dibujando por toda la casa y te digo que no está. Me da un poco de asco darle la razón a un secuaz de los ángeles, pero estoy de acuerdo con la rubia. La página esa no está en la casa. El chupasangres te ha informado mal, Gris. Y seguro que te sacó algo a cambio del soplo. Si es que eres un primo, macho, no tienes picardía. La próxima vez, déjame a mí, que yo soy más avispado. Claro que quedamos de día, ¿eh? Que yo de noche no me arrimo a un vampiro ni de coña.

—¿Un vampiro? —intervino Sara—. Plata andaba buscando uno para preguntarle no sé qué.

El niño sacudió la mano con despreocupación.

—Plata está como una cabra. Mira que me cae bien el tío, es un cachondo, no como el Gris o el estirado de Álex, pero no rige del todo bien. Con tanto cambiar de cuerpo, se le va la pelota al pobre. —Diego se dio unos toquecitos en la cabeza con el dedo índice—. Y de todos modos, ¿seguro que buscaba un vampiro? Me extraña que no fuera un dragón. Una vez se pasó dos días vigilando una pared de piedra en un parque porque había visto una lagartija y estaba convencido de que era una cría de dragón...

—Plata es mucho más inteligente que tú, niño —aseguró el Gris. Se volvió hacia la rastreadora—. ¿Estás segura, Sara? ¿Plata habló de un vampiro?

—S-Sí, sí —balbuceó Sara abrumada por la repentina importancia de su comentario. Revisó sus recuerdos, para asegurarse—. Fue cuando estaba en el cuerpo del hombre alto, el de los rizos. Suena un poco estúpido, pero dijo que quería preguntarle a un vampiro algo sobre cómo se peinaban. También habló de unas vírgenes. Te juro que fue algo así.

—Te creo —aseguró el Gris.

—¿Significa algo?

El niño suspiró.

—Sí, significa que Plata necesita saltar al cuerpo de un psiquiatra y aprovechar para analizarse la cabeza.

—Calla, niño. —El Gris sacudió la cabeza—. Tengo que reflexionar. Con Plata nunca es evidente, pero siempre hay algo más. Sara, piensa, dime qué hacíais cuando te habló de los vampiros.

Sara se concentró, repasó su memoria.

—Estaba contándome algo de Rembrandt. Decía que era un idiota y que en sus retratos dibujaba vampiros porque como no pueden reflejarse en el espejo, con la pintura podían verse a sí mismos.

Diego no pudo contener una carcajada.

—¿Lo veis? Por eso le quiero. ¿A quién se le ocurriría algo así, salvo a Plata?

El Gris le fulminó con la mirada.

—Continúa, Sara. ¿Qué más?

—No dijo nada más, que yo recuerde.

Consideró mencionar que justo después fue cuando se cayó al suelo y le apareció aquella extraña cicatriz en la espalda, para luego desvanecerse como si nada, pero no la creerían y prefirió callar. Además, aquello no guardaba relación con los vampiros.

—¡Maldición! —El Gris dio un puñetazo en la mesa de billar—. No le encuentro ningún sentido.

Esta vez fue Miriam quien se interesó por Plata.

—¿Por qué hablabais de Rembrandt? No es un tema muy corriente que digamos.

—Vimos un cuadro —explicó la rastreadora—. A Plata le llamó la atención. De ahí vino la conversación.

El Gris alzó la cabeza, la miró con intensidad, con toda la fuerza de sus ojos color ceniza.

—¿Plata se fijó en un cuadro de Rembrandt?

—Uhmmm... Sí, recuerdo que no le gustó nada. ¿Qué pasa?

Diego y el Gris se estaban mirando el uno al otro.

—¿Cómo iba yo a saberlo? —dijo el niño a la defensiva.

—¿Qué pasa? —repitió Sara.

—El cuadro —dijo el Gris—. El cuadro es la página que andamos buscando.

Por lo visto, las cosas raras no terminarían nunca. A Sara le asaltó una ola de frustración. Estaba a años luz de comprender cómo había llegado el Gris a esa conclusión. Si se hallara en otro planeta, escuchando a unos alienígenas hablar en un idioma desconocido, no estaría más confundida que ahora.

—Un poco cogido por los pelos, ¿no? —dijo Miriam poco convencida—. No puedes estar seguro de que sea la página, Gris. Admito que es raro, y que Plata...

—Es la mejor pista que tenemos —atajó el Gris—. Tengo que comprobarlo.

Se separó de la mesa de billar.

—Espera un momento. —La centinela puso una mano sobre el pecho del Gris—. Ya vas a cometer otra de tus locuras. ¿Es que nunca aprendes?

—No podemos quedarnos aquí encerrados, esperando a que esa niña-demonio decida venir a por nosotros. Y menos aún permitir que encuentre la página. —Miriam retiró la mano. El Gris se expresaba con mucha confianza. Sara se sintió más segura al ver su actitud—. Niño, tú y Sara vais a ir a buscar a Mario. Quiero tener una charla con él sobre su familia.

—¿Ahí fuera? ¿Quieres que salgamos de esta habitación? —A Diego le temblaba el labio, apenas podía dominarse—. ¡Y una mierda! Mientras esté esa niña diabólica por ahí suelta yo no me muevo.

—No quiero discutir —dijo el Gris respirando hondo—. Tú conoces bien la protección de la casa. Si la niña os ataca puedes sellar cualquier habitación. Yo no tardaré en reunirme con vosotros.

—Yo voy contigo, Gris —dijo la centinela.

—¡Toma y yo! —dijo Diego—. ¿Por qué no vamos todos juntos?

—Porque no tenemos tiempo —repuso el Gris—. Sara te ayudará a encontrar a Mario, puede rastrear su posición. La niña no os está buscando, va tras la página. Y ya está bien. Si no lo haces, no volverás a curarme, niño.

Diego soltó todo el aire de sus pulmones, se deshinchó como un globo.

—De acuerdo —murmuró por lo bajo—. La niña va tras la página —dijo parodiando la voz del Gris—. Siempre me enchufan lo más chungo, no hay derecho. —Le dio una patada a una silla—. Y siempre acabo pringando, no sé cómo me lo monto tan mal. Con esta suerte, seguro que nos topamos con la hija de Satán en cuanto doblemos una esquina. Como si lo estuviera viendo. Y luego me dirán que...

La rastreadora se apartó de su camino. ¿Desde cuándo era un castigo no sanar a alguien? A ella le parecía que, en todo caso, se podría amenazar con no ser curado, pero el Gris había dicho justo lo contrario. De lo que no había duda era de que había surtido efecto. Al niño le preocupaba no poder curar al Gris. Y lo peor de todo era que ella estaba convencida de que esa advertencia estaba respaldada por la lógica, aunque fuera incapaz de verla.

—Dale un minuto —le dijo el Gris a Sara. La rastreadora vio a Diego apoyar la oreja sobre la puerta y escuchar, seguía hablando consigo mismo, maldiciendo y protestando—. Siempre se pone así cuando tiene miedo, pero es un buen chico. No te preocupes. Encontrad a Mario y encerraos en una habitación que esté protegida.

—Tranquilo, le encontraremos. —La rastreadora se sorprendió de su propia serenidad.

—Antes te vi en el exorcismo, Sara. Me fijé en que tenías miedo. Te temblaban las manos, estabas pálida y apenas hablaste, tenías la boca seca. ¡No, no te estoy reprochando nada! Al contrario. Eres la más inexperta y aun así te arriesgaste.

—Eres tú el que se enfrentó al demonio. Yo solo tenía que estar allí. No era tan complicado.

—Lo era. Lo difícil no es enfrentarse a un demonio o a un vampiro, lo difícil, lo que de verdad es digno de admiración es enfrentarse a tu propio miedo y superarlo. Como has hecho tú, Sara.

—Pero tú...

—Yo no siento miedo, Sara, no puedo. Créeme, me encantaría poder sentirlo. Para mí, ponerme delante de un demonio o de un gatito me supone el mismo esfuerzo. No tiene ningún mérito ser así. Ni siquiera puedo sentir admiración por ti, solo sé que debería sentirla. No, no digas nada. El niño te necesita. Él no lo sabe pero le vendrá bien estar contigo y aprender de tu valor. ¿Le acompañarás? ¿Irás con él a buscar a Mario?

Sara asintió tragando saliva. Hubiera acompañado al niño al infierno si se lo hubieran pedido esos ojos grises que la estaban...

—¿Nos largamos ya? —ladró Diego de mala gana—. Creo que la niña está soltando coces en el otro lado de la casa. Salimos ahora o yo paso.

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