Cerezas en la iglesia del pec...

By Ayram_fanfiction

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«Pucci estaba convencido de que enjaular la mente de Kakyoin había sido un grave error. DIO negaba el riesgo... More

01 | †

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By Ayram_fanfiction

Aunque sabía que algunos de los seguidores de DIO lo sospechaban, Pucci no se sentía celoso por el tiempo que había estado dedicándole su amigo a Kakyoin esas últimas semanas. Se había encaprichado con él desde que se lo encontraron paseando con sus padres cerca de la mansión, en las últimas horas de la tarde, cuando ya hacía rato que el sol se había perdido por el horizonte y era seguro para DIO estar en las calles. El joven pelirrojo parecía interesado en el arte y en la historia de cada gran monumento, y DIO lo había observado unos minutos con los ojos brillantes de satisfacción antes de pedirle a Pucci que encontrase la forma de guiarlo hasta el interior de su mansión. Kakyoin llevaba ya doce días entre sus aliados y, de esos doce, más de la mitad había sido llamado de madrugada al cuarto del vampiro. No era ningún secreto lo que hacían allí.

Tampoco le guardaba ningún rencor al chico. Por lo que le había contado DIO después de investigarlo con el seguido de preguntas usual, tenían prácticamente la misma edad y era un estudiante japonés que pausaba las clases cada cierto tiempo para viajar con su familia. Sus padres no tenían noticias de él desde que Pucci les sugirió mostrarle al joven un viejo palacio, actualmente deshabitado, mientras ellos acababan de tomarse el café en un bar cercano.

Habían conversado un poco durante el camino hacia la mansión. Kakyoin tenía una inmensa curiosidad por todo lo que lo rodeaba y contaba anécdotas de diferentes países, además de rebatirle algún argumento filosófico que Pucci había mencionado por encima, pero en cambio parecía decidido a evitar que aparecieran en el diálogo sus padres o amigos suyos de Japón. Era una persona muy capaz de dirigir la conversación por donde le interesaba y, con lo que había visto en lo que el recorrido permitía, podía hacerse muy bien una idea del porqué de su encanto.

Los ojos de Kakyoin contenían una ferocidad controlada, orgullosa. Se notaba que era un usuario de Stand con sólo acercársele un poco, pero, al contrario que tantos usuarios nativos con los que se había topado DIO desde que salió del mar, Kakyoin había sabido convertir esa unicidad en fortaleza. Por debajo de lo que realmente pronunciaba se escondía una mezcla de inteligencia y juicio punzantes, combativos, que habían forzado a Pucci a calcular sus respuestas antes de darlas.

En cierto modo se parecía a DIO. No lo llevaban en absoluto de la misma forma, pero su actitud ensayada le recordaba a los gestos que su amigo era capaz de adoptar para seducir y convencer a quien necesitaba. Su talento para apreciar la belleza, la forma en que se acercaba a la filosofía y al debate para discutir y la luz de sus ojos cuando le presentaba un reto también eran propios de DIO, y ambos destilaban el mismo deseo de perfección y libertad.

Por esto estaba convencido de que enjaular su mente había sido un grave error. Si su interpretación de las respuestas vagas del chico y de lo que no había querido revelar era correcta, se sentía distanciado de familia y compañeros, probablemente por un complejo de superioridad que el Stand sólo aumentaba. Ofrecerle un lugar en la mansión de DIO, gloriosa y llena de gente como él, tenía que resultar, por fuerza, una propuesta tentadora, y la suave manipulación de DIO habría acabado de hacerlo caer. Pero su amigo se había apresurado a convertirlo en un esclavo sin voluntad en el primer encuentro, y Pucci, que conocía bien el orgullo de DIO, no se quitaba de encima la sensación de que este error regresaría tarde o temprano para interponerse en sus planes.

En las dos semanas posteriores a insertarle el brote de carne, había preferido no mencionarlo. No era costumbre suya molestar a DIO con sospechas sin fundamento, a pesar de saber que su amigo apreciaba aquellas confesiones puntuales en las que Pucci sacaba sus miedos por el futuro y lo forzaba a hablar de lo que pasaría si cometían un error y perdían el Cielo. DIO no creía en esa posibilidad, pero lo complacía ver cuán importante se había vuelto para Pucci su sueño. Estas conversaciones nunca terminaban allí. Pasada la angustia inicial, DIO lo tomaba entre sus brazos y se inclinaba sobre su cuello para besarlo, suave, relajando los músculos tensos de su amante hasta que lo sentía suspirar. La sonrisa de DIO se encontraba muy cerca de sus labios cuando detenía las caricias para contemplarlo como si fuese un tesoro, pero nunca lo besaba, no sin él tomar la iniciativa. Por más que jugase a tentarlo, DIO era muy cuidadoso con su consentimiento; este era un código que se había impuesto de cuando todavía pretendía seguir alguna moral católica con DIO, como si no hubiese atravesado todos los límites al enamorarse de él, y todavía formaba parte de su trato romántico. A veces, si habían discutido, DIO se disculpaba un rato después de terminar, cuando, cansado, le pasaba una mano por la mejilla y Pucci sonreía y le quitaba importancia. Pero era consciente de que DIO no se disculparía con nadie más que él, y esto teñía cada "lo siento" suyo de una profunda calidez que se mantenía en su pecho por el resto del día.

DIO no los amaba de la misma manera, a él y a Kakyoin. Kakyoin era un capricho temporal que lo satisfacía en la cama y que le placía contemplar, una joya más en su colección de cuerpos hermosos. Lo conocía, y estaba seguro de que debía saborear los ojos desafiantes del joven mucho más que su voz modulada a la perfección y su cintura estrecha, porque lo había sometido, y amaba controlar la soberbia de sus mejores trofeos a voluntad.

Consigo siempre había sido diferente. Abandonaba la rudeza de trato que tantas veces le había visto emplear en la cama con Vanilla y reprimía las reacciones violentas que surgirían de su orgullo y narcisismo a la defensiva. No estaba seguro de qué lo volvía un compañero tan especial para él, pero DIO se había asegurado de hacerle sentir que lo era. En vez de imponerle misiones arriesgadas como a los demás prefería mantenerlo a su lado, la única persona con quien se sentía en calma, y abocar en Pucci sus alegrías y las esperanzas de un futuro que iba dibujándose más nítido a cada día que pasaba.

Pero apenas se habían visto en las últimas semanas y Pucci sentía que lo estaba eludiendo a propósito. Por esto, también, se había mantenido alejado de su cuarto, para respetar el espacio personal de su amigo y lo que fuese que se estuviese dedicando a hacer. DIO era, a grandes rasgos, su único compañero entre aquel séquito de mercenarios y mujeres lujuriosas, pero tampoco se quedaba sin ancla al alejarse de él: con Terence conversaban sin problemas, y la forma en que N'Doul comprendía y amaba la verdadera esencia de DIO, en vez de adorar ciegamente su cuerpo y crueldad, como ocurría con más seguidores de lo que le gustaría creer, le había permitido apreciarlo desde el principio.

Estas semanas, además, había pasado largos ratos con Kakyoin. En general evitaba a los manipulados por el brote de carne, pero la sutil inteligencia del chico, la obsesión que DIO parecía haber desarrollado por él y sus propios miedos al respecto lo empujaban a indagar más en su persona.

Había sido estando con él que se confirmaron sus sospechas. Ahora lo sabía: el brote no era infalible con determinadas personas, no cuando cada pedazo de su ser rechazaba ser controlado.

Pucci suspiró, avanzando a paso rápido hacia el dormitorio de DIO, que se encontraba en el ala opuesta de la mansión, y trató de imaginar el curso que tomaría el diálogo tras su advertencia. Su amigo negaría el riesgo, por supuesto. La enorme confianza de DIO en sus propias capacidades era también su mayor debilidad, y tener que lidiar con ella a menudo resultaba agotador. Terence había dejado de intentarlo hacía tiempo, pero Pucci se negaba a aceptar esta opción. Para el resto de seguidores, la derrota de DIO sería sólo esto: un ídolo caído y la pérdida de las comodidades que habían venido con él; para Pucci, en cambio, un futuro sin DIO era negro, vacío de sentido y de emoción. No estaba seguro de que le quedase nada más que su amigo.

Sabía, por los relatos fragmentarios que le había contado DIO de su juventud, que antes tendía a actuar con más cuidado y no daba por hecho que cualquier enemigo sería inferior a él, pero sobrevivir a Jonathan lo había vuelto arrogante. Esto dejaba a Pucci con el trabajo pesado de convencerlo para que se protegiera, aunque fuese mínimamente, cada vez que notaba alguna cosa fuera de lo normal.

Se detuvo frente a la puerta cerrada de su dormitorio, dudando entre llamar o pasar con la misma tranquilidad que si fuese su cuarto, como le había pedido DIO desde hacía tanto tiempo. En general Pucci se sentía cómodo con esta confianza, pero, tras días de no cruzar ninguna palabra, prefirió advertirle de su presencia antes de entrar. Dio tres golpes secos con los nudillos y esperó.

Lo había preocupado encontrarse con su amigo en medio de alguna de sus orgías o alimentándose de las mujeres que le suministraba Terence, pero estaba solo cuando le abrió la puerta. Que fuese así lo alivió: por más que se tratase de la misma persona y lo conociera lo suficiente para no dejarse engañar, siempre era más fácil hablar con DIO si no tenían cerca seguidores ante los que estuviera forzado a mantener la fachada.

Una chispa de reconocimiento iluminó sus ojos, dorados y profundos, hermosos, al ver que se trataba de él. Puesto frente aquella sonrisa afilada que los colmillos hacían relucir, suavizada por amor como no le había visto hacer con nadie más, Pucci sintió por primera vez en semanas una paz auténtica. Aun así, cuando le devolvió la sonrisa fue una cansada. Dejarse reconfortar por sus brazos y olvidar las complicaciones del futuro siempre resultaba tentador, pero estaba allí para tratar un tema serio del que su amigo querría desentenderse, y esto lo preocupaba.

—Disculpa que aparezca sin haber avisado antes —empezó. Su relación se había vuelto la más cercana que cualquiera de los dos hubiese tenido nunca, pero la formalidad en el diálogo se mantenía. Era incapaz de recordar una conversación suya iniciada de forma abrupta; a DIO le importaba cuidar el tono y seleccionar las palabras más adecuadas, y a él lo habían educado para ser respetuoso cuando hablaba—. Me he apresurado a acudir donde más probabilidades tenía de encontrarte.

Los ojos de oro fundido de DIO brillaron un poco más. Se apartó de la entrada para que acabase de entrar y cerró silenciosamente la puerta a su espalda. Sólo después de haber asegurado su intimidad regresó a la enorme cama que ocupaba el centro del cuarto, donde pasaba largas jornadas leyendo y teniendo sexo con sus seguidores y con quienes pronto serían su alimento, y se sentó. El colchón se hundió bajo su peso.

—Siempre eres bienvenido en mis aposentos. ¿Y pues, Enrico, qué te trae aquí después de tantos días?

Su ausencia se había debido más a la retracción de DIO que a sus propios deseos, pero Pucci se abstuvo de comentarlo. Su amigo ya lo sabía y estaba eligiendo a propósito detener las preguntas que pudiese querer hacerle al respecto antes de que fueran formuladas.

La verdad es que, aunque no hubiese sacado el tema, Pucci dudaba que se le hubiera ocurrido pedirle explicaciones. DIO siempre había sido muy libre en este sentido: a temporadas se distanciaba, asustado de repente por la cantidad de emociones que una conversación había despertado sobre las heridas no cerradas de su niñez, y después de un tiempo lo llamaba a su dormitorio y lo besaba con más suavidad que de costumbre para disculparse. En otras ocasiones se encerraba por paranoias súbitas que ni siquiera su amante era capaz de controlar. Pucci estaba seguro de ser la única persona en la mansión consciente de hasta qué punto DIO era frágil contra su pasado. Haber alcanzado el poder y las riquezas que ahora lo rodeaban no había reducido ni un poco su actitud de alerta constante ni sus barreras emocionales, que levantaba por miedo a volver a perder lo que le era preciado y que Pucci sospechaba que debía haber construido tras la muerte de su madre.

DIO se irritaba consigo mismo siempre que estas limitaciones aparecían en su relación con Pucci, pero Enrico había aprendido a aceptarlas como lo que eran, una prueba de que su amigo seguía cargado de humanidad por más que lo contrariara y que necesitaba, probablemente más que cualquier persona que hubiese conocido antes, no ser juzgado por él.

Con la esperanza de ganar tiempo mientras calculaba la mejor forma de plantearle el problema, echó un vistazo a su alrededor, fijándose en los detalles que habían cambiado esas últimas semanas. No era mucho: la maqueta de una pirámide de oro que debía tener el tamaño de su mano había sustituido el viejo pisapapeles, gris y sencillo, que aguantaba los escritos de DIO en la mesa de la izquierda. Su amigo se dedicaba especialmente a reflexiones filosóficas, pero también le había mostrado alguna crónica histórica sobre la sociedad de sus tiempos, que, por más que encontrase cerrada de mente y equivocada en prácticamente todos los campos, no se cansaba de analizar.

DIO esperaba en silencio, sin desviar ni por un segundo sus pupilas expectantes del curso que seguía la mirada Pucci por el dormitorio. Como era costumbre entre ellos, le dejaba su tiempo con la seguridad de que su amigo hablaría tarde o temprano, cuando lo creyese más oportuno. DIO nunca lo forzaba en esto, como en nada de lo demás.

Después de un rato de sentirse atravesado por la atención fija de su amigo, Pucci suspiró. No tenía derecho a postergar el conflicto eternamente después de haber irrumpido en su cuarto en horas que DIO usaría para escribir y planear sus siguientes movimientos.

—He tenido la sensación que cometías un error desde que me comunicaron que habías usado el brote de carne en Kakyoin, para forzarlo a unirse a tus filas —pronunció, lentamente, atento a la reacción de DIO. Fue evidente de inmediato que su amigo encontraba más divertido que preocupante el tema, pero no lo interrumpió—. Es orgulloso. Posee un autocontrol y una inteligencia superiores a los de cualquier persona con quien lo hayas probado antes.

—Valoras a este chico —inquirió DIO, levantando las cejas.

Pucci no se lo había planteado hasta aquel momento. Le tenía cierto respeto por la forma en que sus ojos mantenían el fuego rabioso bajo el control del brote de carne y por su capacidad de transformar la ideología de DIO, que había penetrado en su mente con las células del brote, en una versión propia, consistente, que retorcía la moral para justificar sus actos, pero parte de él sospechaba que todo esto se debía únicamente a su parecido con DIO.

—No lo sé —replicó, pasados unos segundos. Prefería satisfacer el interés de DIO deprisa y enfocarse en lo que realmente lo preocupaba—. Es posible. Pero no estoy aquí porque admire su fortaleza mental, sino porque me asusta. El brote de carne...

—Permites que inseguridades sin sentido te quiten el sueño, Enrico.

—No es este el caso. —Tuvo que cerrar los ojos un instante y contar hasta tres para que la fatiga no se notara en su voz. Había oído a otros seguidores quejarse de lo agotadora que llegaba a ser la personalidad de DIO cuando querían aconsejarlo, pero hoy lo estaba afectando aún más la imposibilidad de convencerlo de un riesgo que ya se había evidenciado—. Escúchame, por favor.

—Siempre lo hago. —DIO se recostó un poco sobre la cama sin quitarle los ojos de encima. Sus mechones dorados caían como una cascada de oro y fuego, teñidos de oscuridad, por sus hombros y frente. Destilaba belleza, el aura antinatural de dos seres, diabólico y divino, que se habían entrelazado—. Eres la única persona a quien escucho incluso cuando no tiene razón.

—Si no fuese porque la tengo. Tú lo has visto dominado y sencillo de usar porque es lo que parece cuando te encuentras cerca, pero el control se debilita tan pronto como desapareces de su campo de acción. Durante los primeros días asumí que simplemente poseía la entereza suficiente para encargarse de sí mismo si no recibía órdenes directas, pero hoy me he acercado a escuchar la conversación que estaba teniendo con Hol Horse. —Frunció levemente el ceño—. Es la primera vez que veo a uno de los sometidos criticarte abiertamente.

Los labios de DIO se curvaron en una sonrisa, de buen humor, y los colmillos le brillaron a la luz de las velas.

—¿Y qué opinas tú, Enrico? ¿Cómo de justas eran estas críticas?

Estaba flirteando. Esperaba que olvidase el tema y lo halagara para sustituir la furia mencionada de Kakyoin, y que luego se metiese en la cama con él. A Pucci le costaba entender que siguiera tan tranquilo después de que le señalase una abertura marcada y evidente en sus defensas, que todavía no tenían asegurada ni entendían por completo. Los brotes de carne estaban diseñados para borrar cualquier rasgo de voluntad personal de los individuos; el mismo Pucci solía evitar relacionarse con esos seguidores porque su falta de criterio, deseos y sentimientos los hacía parecer cadáveres esclavizados más que personas y prefería la crueldad apenas reprimida de los sicarios a esta cáscara vacía de ser humano.

Pero Kakyoin estaba más vivo que muchos de los seguidores libres de control, lo suficiente para burlarse de la actitud narcisista de DIO y bromear como si no fuese nada sobre traicionarlo, cosa que Pucci había obviado, sin estar muy seguro de por qué lo protegía, esperando reducir así las consecuencias contra el joven.

Quizás se sentía identificado con él tanto como notaba su parecido con DIO. Su amigo había apreciado su inteligencia, su conocimiento sobre arte y filosofía y había llegado a disfrutar y enamorarse de su personalidad sólo porque le concedió el tiempo necesario para mostrársela. Su situación sería muy diferente si lo hubiese sometido al brote de carne desde su primer encuentro.

—¿No te preocupa que consiga liberarse de tu influencia, si en dos semanas ya es capaz de oponerse al brote lo suficiente para...? —Eran tantas las cosas que Kakyoin había estado haciendo y que deberían resultarle imposibles. Lo había visto vigilante, como si analizara por dónde se movían las piezas más importantes de la mansión y qué relación tenía cada aliado con DIO. Tenía la certeza de que su conversación con Hol Horse no había sido casualidad: sus bromas de traición apuntaban a quien menos lealtad le tenía a DIO, y esto las empañaba con un tono de autenticidad alarmante. Pero ninguna de estas cosas alcanzaría jamás a DIO, así que dijo, en su lugar—: ¿...para tratar de ridiculizarte ante los demás?

La sonrisa afilada de su amigo no sufrió la más mínima reacción; sólo sus ojos brillaron, burlones, y Pucci supo que su intención poco noble de atacar el ego de DIO no había pasado desapercibida. Suspiró. Ya no se le ocurría cómo más empujar la conversación en la dirección que deseaba.

—Está bien. Es posible que le esté dando más importancia de la que merece —aceptó, resignado, pero sin querer irse antes de haber confirmado la gravedad del asunto. DIO tenía la última palabra en cuanto a Kakyoin; esto era un hecho, y no le costaba demasiado sentirse cómodo con ello. No guardaba ningún deseo de ver al chico despedazado por las garras de su amigo o por su Stand.

En lo que respectaba a la seguridad de DIO, en cambio, se encargaría él de preservarla como fuera, y para esto necesitaba una última confirmación.

—Pero antes de aparcar el tema por completo respóndeme a esto. —Endureció la mirada, todavía serio, con la esperanza de que su amigo entendiera que le importaba esta respuesta y se la diera sin jugar. DIO captó el gesto de inmediato. Se incorporó un poco y entornó sus ojos de gato, expectante—. ¿Qué cosas has hecho con él? ¿Hasta qué punto lo has... usado?

No estaba seguro de cuál era la palabra para definirlo. Había visto a DIO mutilar a sus juguetes humanos, ordenar que se mutilaran, para poner a prueba el poder de sus brotes de carne y seducción. Si bien el cuerpo de Kakyoin no mostraba ningún desperfecto, sus largas jornadas en el dormitorio de DIO sin que su amigo se aburriera no podían augurar nada bueno.

Quería saber cuánto deseo de venganza habría acumulado el joven si acababa resultando que tenía razón. Era consciente de que a DIO le molestaba que siguiera insistiendo en sus sospechas, pero en aquel momento priorizaba protegerlo por encima del diálogo agradable que le hubiese gustado mantener. Si algo tenía claro Pucci es que siempre sería mejor soportar un DIO punzante y a la defensiva por unos días que perder para siempre su compañía por haber ido demasiado confiados cuando tocaba vigilar.

Al contrario de lo que esperaba, una sonrisa suave se extendió por los labios oscurecidos de sombras del vampiro, más genuina que las anteriores, como si sólo entonces se diese cuenta de que su amante no pretendía poner en duda su fuerza y capacidad de terminar a los enemigos, sino cuidarlo, más allá de la necesidad y el deber. Con esta nueva percepción calmando el fuego de sus ojos, que hasta entonces había reprimido por respeto pero que se encontraba allí, empujando desde dentro y colmándole la paciencia, se levantó de la cama. Las velas hacían relucir los dorados de su cuerpo; el resto quedaba en la más profunda oscuridad. Atravesó la habitación con calma y se detuvo enfrente de Pucci, que había levantado los ojos para compensar la diferencia de altura.

Su alzada solía impresionar a los nuevos como un factor del miedo que les infligía DIO, pero Pucci se sentía seguro y protegido teniéndolo cerca. Amaba su cuerpo, enorme y musculoso, todavía tostado por los ratos que debía haber pasado Jonathan bajo el sol antes de que se lo robara y lo sumiera en la noche eterna, y el modo en que se movía, como un animal salvaje, siempre majestuoso y vigilante, lo seducía de una forma que no sería capaz de explicar. Cada gesto suyo contaba.

Por esto, cuando DIO puso una mano sobre su frente y se la acarició suavemente con el pulgar, todo su cuerpo se estremeció al contacto. Lo había tocado cientos de veces, pero nunca acababa de acostumbrarse al frío de su piel ni a la delicadeza con que lo trataba, a él, sólo a él, siempre, preocupado por la posibilidad de lastimarlo. Se separó un segundo para observarlo, sonriendo, y sus ojos de oro chispearon contra la luz de las llamas esparcidas en candeleros por el cuarto. Entonces, con la misma ternura, apoyó la otra mano en su mejilla y depositó un beso, significativo y casto, sobre sus labios entreabiertos.

—Ha compartido la cama conmigo —respondió finalmente al separarse, sin querer dar más detalles. Sus ojos indagaron por un instante en la expresión de su amigo antes de dar un paso atrás y añadir—: Pero esto no es lo importante, Enrico. Quiero que vuelvas a casa.

El sabor agradable del beso se secó de repente en su garganta. Entonces de eso se trataba. Si pensaba en las últimas semanas, ciertamente, era la única explicación que había tenido sentido desde el principio, pero necesitaba tanto descartarla que no la había considerado una segunda vez. Prefería convencerse de que DIO lo mantendría a su lado pasara lo que pasara, aunque fuese una situación de riesgo. Sobre todo porque era una situación de riesgo. Por más que fuese su forma de protegerlo, Pucci sintió una opresión angustiosa en el pecho. Era la primera vez que los actos de DIO lo hacían sentirse traicionado.

Su amigo seguía inmóvil enfrente de él, a la espera de una respuesta. Pucci respiró hondo y cerró los ojos para calmarse. Su indignación no era justa. Hasta entonces cada decisión de DIO había sido por el bien de los dos; le había ofrecido un lugar a donde ir cuando el ambiente en su familia se volvía demasiado asfixiante y le había asegurado el respeto de los cincuenta asesinos que vivían en la mansión para que ninguno se atreviera a hacerle daño. Si al principio alguien había tenido la insensatez necesaria para ponerle una mano encima, ya estaba muerto de hacía meses.

Sabía que, sin su respaldo y la furia con que se enfrentaba a cualquiera que pusiera en duda el valor de Enrico, lo hubiese tenido difícil para sobrevivir en aquel mundo de sicarios más allá de unas semanas. Ahora, de nuevo, estaba alejándolo del peligro.

—¿Es por esto que ya no me llamas? —replicó. A pesar de sus esfuerzos, las palabras escaparon de sus labios con una violencia que le costaba reconocer como suya. Debería estar buscando en su interior la paz a la que recurría, un año y medio antes, para sus oficios de sacerdote, pero se sentía demasiado dolido para mantener por completo la compostura.

Sería diferente si DIO por lo menos le hubiera contado los planes que trazaban con Terence y N'Doul y Enyaba y hubiese pedido su opinión, como pasaba en los primeros tiempos, o si hubiese dedicado esas últimas semanas a estar con él en vez de pasarlas encerrado en su dormitorio, en la cama, con Kakyoin. Si hubiera elegido sus charlas sobre filosofía y arte, sobre el pasado de Pucci y el futuro de los dos por encima del sexo con su marioneta, probablemente no sería tan fuerte la sensación de abandono.

Pero no le había comentado nada, y ahora lo mandaba de vuelta a casa. A la casa vacía, por siempre más silenciosa, donde sus padres arrastraban la existencia bajo el peso de un fantasma y se hundían, y trataban de hundirlo, en el pantano de su desconsuelo.

Los labios de DIO parecían más mortíferos que de costumbre, afilados y casi negros, cuando ahora lo encaró. Una sombra penetrante había sustituido la chispa divertida que usualmente bailaba en sus ojos, y, por primera vez, Pucci se planteó la posibilidad de que el futuro no tuviese nada que ver con lo que habían estado planeando, horas y meses y un año entero, entre las cobijas moradas de su cama después del sexo.

—Por esto y porque no quiero mezclarte con el trabajo sucio, sí.

Había un punto de nostalgia en su tono, tan camuflada y distante que en cualquier otra situación le hubiese pasado desapercibida, pero Pucci conocía a su amigo mejor que nadie y ya había notado antes cómo se le ensombrecía el semblante ante la mención, aunque sólo fuese insinuada, de esa batalla. Por esto supo que la mezcla de temor y añoranza de un hombre que sólo alcanzaba a imaginar estaban allí.

—¿Realmente tienes que pelear con los Joestar? —inquirió. Era una pregunta directa y destinada a golpear, por más que deseara evitarlo, en las heridas abiertas de su amigo, pero Pucci se había cansado de nunca obtener respuestas cuando sacaba sutilmente el tema o trataba de descifrarlo por su cuenta. Resultaba evidente que para DIO aquel lazo de sangre era especial y necesitaba entender por qué.

DIO y él apenas se escondían secretos. Algún viaje del vampiro cuya motivación no había llegado a saber y un par de escenas de su infancia con Perla, demasiado privadas incluso para quererlas compartir con la persona más magnífica que conocería jamás; eso era todo lo que se le ocurría, y en la mayoría de casos había sido simplemente porque ninguno de los dos encontró la ocasión para preguntarlo.

En cambio, Pucci sí había abierto más de una vez la puerta para que su amigo narrara lo ocurrido con Jonathan tantos años atrás y todo lo que había obtenido eran respuestas vagas y vacías, completamente distintas del DIO complejo y cautivador que había transformado su visión del mundo en menos de un año. Conocía por encima la historia de su batalla y de cómo se hizo con su cuerpo, pero en cambio nunca mencionaba su tiempo juntos antes de ponerse la máscara de piedra.

Si lo forzaba a hablar de cómo era Jonathan, más allá de su historia, para entender a qué clase de persona se había tenido que enfrentar, DIO insultaba la ingenuidad de su enemigo y se irritaba por lo mucho que Jonathan había tendido a confiar ciegamente en los demás. Siempre que lo hacía resonaba en su voz un pesar profundo, y era esta la piedra incomprensible que intrigaba a Pucci y que no había logrado olvidar desde la primera vez que apareció. Estaba seguro de que en algún momento Jonathan se había encontrado entre las personas importantes para su amigo. Tampoco le había pasado desapercibido que su amigo aún guardaba la calavera de su hermanastro en uno de los cofres del sótano.

Pero aun así había terminado con su vida, y ahora estaba dispuesto a eliminar a sus descendientes hasta que no quedase en el mundo más señal de su existencia que el cuerpo robado, profanado de cien formas diferentes. Pucci se había vuelto bueno en aceptar que no siempre podría entender las decisiones de DIO, pero si iba a ser mandado a aquella casa sofocante de nuevo quería por lo menos irse conociendo la razón detrás de tanto secretismo.

Con el ceño fruncido y los labios tensos, DIO regresó a la cama para recoger un libro inmenso que debía haber quedado abandonado allí a causa de su llegada. Acarició su cubierta pausadamente, con dedos largos que amaban el arte y sabían apreciar el trabajo artesanal de aquellas páginas, amarilladas por el tiempo y las largas lecturas, y después de un momento fue a dejarlo en la estantería correspondiente. Pucci esperaba, firme, una justificación que lo satisficiera. Esta vez no permitiría que desviara el tema y su amante lo sabía.

—Enfrentarlos o quedarme aquí, contigo —murmuró DIO al cabo de un rato. Entre las sombras del cuarto, sus ojos de oro y fuego y pasión y muerte brillaron como estrellas cuando le devolvió la mirada—. No es una decisión que se encuentre en mis manos. Los Joestar están atados como marionetas al destino, y yo con ellos. Hasta que no termine con esto, no voy a obtener mi libertad.

Fuera del dormitorio, sonaron las primeras notas de un piano. Midler debía estar ensayando; últimamente lo hacía más seguido, desde que Dan le descubrió que a N'Doul le gustaba suavizar las largas horas de oscuridad con su música. En las ocasiones en que tocaba, que no dejaban de ser puntuales, Pucci había adquirido la costumbre de ir a encontrarse con ellos para disfrutar del extraño regalo que era una música harmoniosa y delicada en aquel lugar.

Ahora la melodía irrumpió en el cuarto como una flecha, destrozando el silencio que había envuelto las palabras su amigo y forzando a Pucci a reaccionar. Tuvo un instante de duda, a pesar de saber lo que quería decir. El vampiro había hablado con una seriedad que lo asustaba, como si el peso de un juicio superior a ellos dos ya se hubiera depositado sobre sus cabezas y DIO lo supiera, o lo adivinase, pero se negara a condenarlo con este conocimiento todavía.

El frío que empezaba a estremecer su cuerpo no tenía nada que ver con la oscuridad del dormitorio ni con los anchos muros de piedra de la mansión. Una sensación helada de futuro penetraba en sus huesos y le estreñía un nudo en la garganta.

Pucci tragó con fuerza.

—Entonces permite que me quede aquí.

Permanecer junto a DIO significaría poder ayudarlo a mantenerse protegido de lo que fuese que lo estaba esperando y que de repente había cubierto la habitación con su manto de terror frío. Su Stand no se comparaba al del vampiro, y era muy consciente de que su cuerpo humano, sin las habilidades regenerativas de su amante, lo entorpecería si resultaba herido, pero necesitaba estar allí. Necesitaba ser capaz de hacer algo.

El rictus tenso de DIO se suavizó y entornó los ojos con el amor y el afecto más profundos que Pucci le hubiese visto mostrar por nadie. Tampoco él había recibido antes esta expresión: DIO no era capaz de abandonar sus defensas a voluntad, y por esto había tenido que acostumbrarse a que en las sonrisas más cariñosas permanecieran siempre huellas de su crueldad y burla punzante.

La sonrisa que le dirigió ahora, en cambio, era absolutamente serena, como si se hubiese deshecho de su mitad diabólica y sólo sus rasgos angelicales quedaran para él. El fuego eterno de sus ojos se había apaciguado y se posaban sobre Enrico con la calidez de unas llamas de hogar, reconfortantes, propias, seguras como ningún otro lugar lo volvería a ser.

Pucci contuvo el aliento. Hubiese tratado de hablar, añadir cualquier cosa a sus palabras, que de repente le sonaban pequeñas e insuficientes en la profundidad de la habitación, pero la mirada de DIO invadía su interior; se había adueñado de él y tenía su cuerpo sometido al encanto ámbar y líquido de su cabello y ojos, a las sombras de su piel. DIO nunca había usado su carisma de vampiro en él, y sospechaba que ahora tampoco lo estaba haciendo a propósito.

Estaba tan enfocado en Pucci que el poder surgía incontrolable de su piel.

—Por más que vaya a buscarlos con la intención de ganar, desconozco qué tiene orquestado el destino para esta batalla —replicó con la mayor suavidad. Sus palabras se amortiguaban contra los labios sólo entreabiertos del vampiro, escapaban de su boca como un murmullo grave y seductor, bajo como el ronroneo de un gato. Se había acercado a su amante, que esperaba mudo y tenso aun conociendo ya cómo terminaría la sentencia—. Pero no permitiré que me arrebaten lo más preciado que tengo. Enrico...

Repasó con el índice el contorno de sus labios y se acercó a su rostro hasta que Pucci alcanzaba a sentir contra su piel el temblor de cada aliento. Hacía más de cien años que su amigo no necesitaba respirar, pero la calidez de ese aire lo volvía íntimo y personal, y DIO sólo recuperaba los gestos humanos a su lado. Se dejó abrazar por sus exhalaciones regulares, por la sensación de ese dedo que seguía sobre sus labios, trazando círculos imperceptibles, y el fuego hogareño de los ojos del vampiro.

DIO lo amaba. La certeza súbita de que su amigo —su amante— sería capaz de ponerlo por delante de cualquier otra persona, de sí mismo y del plan para ganar el Cielo lo sacudió con la fuerza de un puñetazo.

Era amado. Era la persona más especial del universo, ante aquellos ojos, en aquella mansión. Lo sabía. Lo había sabido desde mucho antes. Pero esta vez la revelación venía empañada por la nostalgia de un adiós, profunda y trágica como nunca debería haberlo sido su relación con DIO.

El vampiro le acarició la mejilla con un pulgar protector.

—Que te mataran a ti sería la verdadera derrota.

—¿Y qué haré yo si te vencen...? —susurró Pucci, presionando el rostro contra la mano enorme y helada que lo acogía. Su piel cadavérica siempre estaba fría cuando se tocaban, pero le proporcionaba calidez y confianza y la certeza de que su presencia en el mundo tenía un valor, porque la persona más magnífica que existiría lo amaba.

Pucci había construido quien era alrededor de la figura espléndida de su amante, disimulando apenas la satisfacción que le producía sacarle esas risas roncas con comentarios ingeniosos y buscando siempre de hacerlo reír más para sentirse validado. Estaba seguro de su inteligencia porque había sabido formular las preguntas correctas que complacían a DIO y había sido el único en desarrollar con él una relación de largos debates en vez de sexo y dinero vacíos, como cualquiera de los demás. Mientras el resto de seguidores agachaban la cabeza, sumidos y despreciados, él se había apoyado en el pecho de su amigo y había sentido cómo introducía los dedos entre su cuero cabelludo y lo acariciaba, relajado, y se había sentido único y superior porque para DIO lo era.

Si desaparecía de su mundo, no sólo estaba el terror de la ausencia. Se quedaría sin tierra firme. Se ahogaría. Había conocido a la única persona en el universo capaz de satisfacerlo, de ofrecerle respuestas, a la más compleja y profunda y capacitada, y ahora se abría la posibilidad de perderlo.

—No pasará —replicó DIO con firmeza, cortando sus pensamientos antes de que le hicieran perder por completo la compostura. Pucci levantó la cabeza. Una chispa de la persona que estaba acostumbrado a ver centelleaba en los ojos de su amigo, orgullosa y cargada de vigor, y Pucci pensó por un segundo que quizás era cierto, que no existía fuerza en el mundo capaz de detener la mente brillante de aquel hombre.

Entonces sonrió e inclinó un poco el rostro, concediéndole la posibilidad:

—Pero, si pasase, sólo tienes que seguir adelante. Incluso si descubrieran que existes y lo que has sido para mí... —Su tono se había vuelto bajo y apremiante. El fuego seguía bailando en sus ojos, infernal e indomable, apenas reprimido por la suavidad con que pronunciaba cada palabra. Y entonces dijo lo que Pucci jamás había esperado escuchar—: Miente. Reniega de mí. No eres más que otro chico demasiado joven al que he manipulado.

Una oleada de rabia, tan profunda y arraigada a su carne que le impedía pensar, se extendió por su pecho al ritmo vertiginoso de un incendio en la choza de madera donde alguien ha tenido la ingenuidad de guardar sus tesoros. Si le arrebataban a DIO, si el universo era capaz de una injusticia así, su única razón para seguir avanzando sería la venganza. Si la misma gravedad que los había unido dividía sus caminos...

Abrió los labios para protestar, ya sin esforzarse en aparentar una calma que no sentía. Le ardían los ojos y el cuello, y la desesperación le hubiera salido a borbotones, mal expresada y egoísta, pero DIO negó imperceptiblemente con la cabeza. Con un gesto mínimo, transformó sus emociones desbocadas en tristeza sin palabras.

—Enrico —murmuró—, ¿cuál es el sentido de arriesgar el futuro por un cadáver?

No obtuvo respuesta. Tampoco la esperaba. Pasados unos segundos, sus ojos dorados parecieron recuperar la textura candente de siempre y, apoyando una mano en su hombro, acabó de acortar la distancia que los separaba para besarle cariñosamente el cuello. Se quedó allí un instante más de lo necesario, sólo absorbiendo su calor. Pucci se sentía mareado. Acarició la espalda de DIO con una mano, varias veces, a tientas, y acabó reposándola entre los rizos ensombrecidos de su amigo.

—Por esto quiero que regreses a casa hoy mismo. —Con un último beso casto en la comisura de sus labios, DIO se separó de él y devolvió su atención a los alrededores como si el diálogo no se hubiese salido en absoluto de lo acostumbrado—. Te mandaré una carta cuando sea seguro estar aquí.

✦ ✦ ✦

Pucci nunca había sido un chico que perdiera de vista el panorama general y antepusiera sus deseos y emociones a la razón; era esto lo que había gustado a DIO desde el inicio. Tan pronto como estuvo fuera de su cuarto, cerró los ojos, se masajeó la sien y contó números primos hasta que los latidos acelerados de su corazón hubieron regresado al ritmo que reconocía como propio.

DIO no había muerto y no había razón para que fuera a ocurrir. La emoción que se había apoderado de él en el dormitorio era sólo una prueba del poco control que todavía tenía sobre sí mismo, aun después de entrenar su fuerza de voluntad durante años para servir como cura y de haber hablado sobre eso con DIO en numerosas ocasiones. Los sentimientos lo traicionaban.

Sabiendo que si se quedaba allí no tardarían en aparecer Terence o Vanilla, que patrullaba cerca de los aposentos de su amo, se aseguró de que su respiración fuera estable y su expresión no dejase entrever hasta qué punto había perdido la compostura unos minutos atrás y se encaminó hacia el salón, donde debían estar sirviendo ya la cena.

Se le había hecho más tarde de lo que esperaba; cuando llegó, la mitad de platos ya estaban vacíos y Hol Horse recogía algunas bandejas para que cupieran las copas del postre. Tomó con cuidado la más cercana, sin molestarse en pedir el plato principal para no llamar la atención sobre su ausencia, y retiró con cuidado la cereza que sobresalía, a modo de decoración, del helado bañado en alcohol.

—¿Te gusta? —Sorprendido por la pregunta se volvió hacia Kakyoin, que enarcó las cejas y señaló la cereza que sostenía entre sus dedos. En el plato de porcelana de Kakyoin ya reposaban tres huesos de la fruta y tenía un par más esperando cerca de la copa. Pucci asintió y el joven ensanchó la sonrisa—. DIO sabe encargar la mejor comida, aunque sus fiestas no sean de la clase que preferiría celebrar. ¿Has probado algún truco con ellas?

No era sólo la violencia contenida de sus ojos, lo que asemejaba ese adolescente controlado por un brote de carne a DIO, ni el modo en que se forzaba a pronunciar el nombre de su dueño con impertinencia y descuido a pesar de estar teniendo que luchar contra el dominio de las células del vampiro para conseguir cada mínimo paso hacia su libertad. Pucci no se había dado cuenta hasta entonces.

DIO y Kakyoin eran la misma clase de persona; demasiado especial para permanecer sobre el mundo mucho tiempo, porque lo mismo que los volvía admirables tenía que ser su condena.

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