𝐋𝐄𝐀𝐕𝐈𝐍𝐆 𝐏𝐀𝐑𝐀𝐃𝐈𝐒...

By -itsrochelle

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Todos tenían un mal concepto de Afrodita y sus hijos: débiles y vanidosos. Eso le molestaba a Règine Tanaka... More

𝐋𝐄𝐀𝐕𝐈𝐍𝐆 𝐏𝐀𝐑𝐀𝐃𝐈𝐒𝐄
𝐆𝐑𝐀𝐏𝐇𝐈𝐂 𝐙𝐎𝐍𝐄
⠀⠀⠀⠀⠀⠀𝐓𝐇𝐄 𝐌𝐀𝐑𝐊 𝐎𝐅 𝐀𝐓𝐇𝐄𝐍𝐀
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⠀⠀⠀⠀⠀⠀𝐓𝐇𝐄 𝐇𝐎𝐔𝐒𝐄 𝐎𝐅 𝐇𝐀𝐃𝐄𝐒
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⠀⠀⠀⠀⠀⠀𝐓𝐇𝐄 𝐁𝐋𝐎𝐎𝐃 𝐎𝐅 𝐎𝐋𝐘𝐌𝐏𝐔𝐒
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⠀⠀⠀⠀⠀⠀𝐓𝐇𝐄 𝐂𝐇𝐀𝐋𝐈𝐂𝐄 𝐎𝐅 𝐓𝐇𝐄 𝐆𝐎𝐃𝐒
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By -itsrochelle

Percy.

Percy todavía no había muerto, pero estaba harto de ser un cadáver.

Mientras avanzaban penosamente hacia el corazón del Tártaro, no paraba de mirarse el cuerpo, preguntándose cómo era posible que fuera suyo. Sus brazos parecían palos cubiertos de cuero blanqueado. Sus piernas esqueléticas parecían deshacerse en humo a cada paso que daba. Había aprendido a moverse más o menos con normalidad dentro de la Niebla de la Muerte, pero la mortaja mágica todavía le hacía sentirse como si estuviera envuelto en un abrigo de helio.

Le preocupaba que la Niebla de la Muerte se pegara a él para siempre, aunque consiguieran sobrevivir al Tártaro. No quería pasar el resto de su vida con la pinta de un extra de The Walking Dead.

Percy trataba de concentrarse en otra cosa, pero no había ningún lugar seguro al que mirar. Bajo sus pies, el suelo emitía un brillo de un repugnante color morado, surcado de redes de venas palpitantes. A la tenue luz roja de las nubes de sangre, Règine, envuelta en la Niebla de la Muerte, parecía un zombi recién resucitado.

—Oye, Règine —llamó la atención de la asiática—. ¿Qué ibas a decirme en la Mansión de la Noche?

Règine se mostró un poco nerviosa ya que comenzó a juguetear con su cabello. Percy la analizó, apesar de que tenía la cara rasguñada y sucia, sus pantalones parecían que se hubiera revocado en un barro como cerdo y su cabello lacio estuviera grasoso. Para Percy, aún así, le parecía a sus ojos muy guapa. Nunca antes había conocido a alguien se viera tan atractiva estando desaliñada, que parecía que no se hubiera bañado en décadas, y que viviera en un basurero.

Règine lo miró a los ojos, cuando lo hice Percy se sintió en las nubes y como si su estómago tuviera electricidad.

—Te iba a preguntar: ¿Te gustaría salir conmigo algún día? Claramente, si salimos vivos de esta tortura.

Percy abrió los ojos a más no poder, nunca creyó que una chica tan linda como ella lo invitaría a salir. Percy intentó responderle pero las palabras no le salían de la boca. Règine, al ver que él no respondía, pareció entristecerse, nunca nadie antes le había rechazado.

—¿A dónde te gustaría ir? —preguntó Percy, con su característica sonrisa pícara, cosa que también contagió a Règine ya que sonrió pero enseguida se borró al regresar a la realidad.

Delante de ellos les esperaba la imagen más deprimente de todas. Un ejército de monstruos se extendía hasta el horizonte: bandadas de arai aladas, tribus de desmañados cíclopes, grupos de espíritus malvados flotantes.

Miles de malos, quizá decenas de miles, arremolinándose nerviosamente, empujándose unos a otros, gruñendo y peleándose por el sitio: como el vestuario de un instituto abarrotado entre clase y clase, en el que todos los alumnos fueran mutantes apestosos y atiborrados de esteroides.

Bob los llevó hacia el margen del ejército. No hizo el menor esfuerzo por esconderse, aunque tampoco le hubiera servido de mucho. Con una estatura de tres metros y el pelo de brillante color plateado, a Bob no se le daba muy bien el sigilo.

A unos treinta metros de los monstruos más cercanos, Bob se volvió para mirar a Percy.

—No hagáis ruido y quedaos detrás de mí —aconsejó—. No se fijarán en vosotros.

—Eso esperamos —murmuró Percy.

Sobre el hombro del titán, Bob el Pequeño despertó de la siesta. Emitió un ronroneo sísmico y arqueó la espalda antes de convertirse en esqueleto y luego otra vez en gato. Por lo menos, no parecía nervioso.

Règine examinó sus manos de zombi.

—Bob, si somos invisibles… ¿cómo es que tú puedes vernos? O sea, tú eres técnicamente, ya sabes…

—Sí —dijo Bob—. Pero somos amigos.

—Nix y sus hijos podían vernos —dijo Règine

Bob se encogió de hombros.

—Eso era en el reino de Nix. Era distinto.

—Ah… vale.

Règine no parecía convencida, pero ya estaban allí. No les quedaba más remedio que intentarlo.

Percy miró el enjambre de monstruos crueles.

—Bueno, por lo menos no tendremos que preocuparnos por si nos tropezamos con más amigos entre esa masa.

Bob sonrió.

—¡Sí, es una buena noticia! Venga, vamos. La muerte está cerca.

—Las Puertas de la Muerte están cerca —le corrigió Règine—. Hay que hablar con propiedad.

Se zambulleron en la multitud. Percy temblaba tanto que tenía miedo de que la Niebla de la Muerte se desprendiera de él. Había visto grandes grupos de monstruos antes. Había luchado contra un ejército de ellos durante la batalla de Manhattan. Pero eso era harina de otro costal.

Cada vez que luchaba contra monstruos en el mundo de los mortales, por lo menos sabía que estaba defendiendo su hogar. Eso le infundía valor, por muy escasas que fueran las probabilidades de sobrevivir. Allí Percy era el invasor. Su sitio no estaba entre esa multitud de monstruos del mismo modo que el sitio del minotauro no estaba en Penn Station en plena hora punta.

A escasa distancia, un grupo de empousai se lanzó sobre el cadáver de un grifo mientras otros grifos volaban alrededor de ellas, chillando indignados. Un Nacido de la Tierra con seis brazos y un ogro lestrigón se golpeaban con rocas, aunque Percy no estaba seguro de si estaban peleándose o simplemente haciendo el tonto. Una oscura voluta de humo —Percy supuso que debía de ser un eidolon — penetró en un cíclope e hizo que el monstruo se abofeteara, y luego se fue flotando a poseer otra víctima.

A un tiro de piedra de allí, un individuo vestido de vaquero hacía restallar un látigo contra unos caballos que escupían fuego. El vaquero llevaba un sombrero tejano en su cabeza grasosa, unos pantalones extragrandes y unas botas de cuero negras. De perfil, podría haber pasado por humano…, hasta que se volvió, y Percy vio que la parte superior de su cuerpo estaba dividida en tres pechos distintos, cada uno cubierto con una camisa del Oeste de un color diferente.

Sin duda era Gerión, quien había tratado de matar a Percy hacía dos años en Texas. Por lo visto el malvado ranchero estaba impaciente por domar una nueva manada. La idea de que esa criatura saliera de las Puertas de la Muerte hizo que a Percy le volvieran a doler los costados. Las costillas le daban punzadas en las zonas donde las arai habían desencadenado la maldición de Gerión en el bosque.

Tenía ganas de acercarse al ranchero con tres cuerpos, darle una bofetada y gritarle: « ¡Muchas gracias, tejano!» .

Lamentablemente, no podía.
¿Cuántos viejos enemigos más había en la multitud? Percy empezó a darse cuenta de que cada combate que había ganado no había sido más que una victoria temporal. Por muy fuerte o afortunado que fuera, por muchos monstruos que hubiera destruido, Percy acabaría perdiendo. Solo era un mortal. Se volvería demasiado mayor, demasiado débil o demasiado lento. Moriría. Y esos monstruos… eran eternos. Regresaban continuamente. Tal vez les llevara meses o años volver a formarse, tal vez incluso siglos, pero renacerían.
Al verlos reunidos en el Tártaro, Percy se sintió tan impotente como los espíritus del río Cocito. ¿Qué más daba que fuera un héroe? ¿Qué más daba que hiciera algo valeroso? El mal siempre estaba allí, regenerándose, bullendo bajo la superficie. Percy no era más que un estorbo sin importancia para esos seres inmortales. Ellos solo tenían que esperar pacientemente. Algún día, los hijos o las hijas de Percy podrían tener que enfrentarse a ellos otra vez.
« Hijos e hijas» .

La idea le sorprendió porque ni siquiera tenía novia como para comenzar a pensar sobre hijos.

Vale, tal vez los monstruos siguieran volviendo eternamente. Pero también los semidioses. Generación tras generación, el Campamento Mestizo había resistido.
Y el Campamento Júpiter. Los dos campamentos habían sobrevivido por separado. Ahora, si griegos y romanos se unían, serían aún más fuertes.

Todavía había esperanza. Él y Règine habían llegado hasta allí. Las Puertas de la Muerte estaban casi a su alcance.
« Hijos e hijas» . Una idea ridícula. Una idea fabulosa. Allí, en medio del Tártaro, Percy volvió a  sonreir.

—¿Qué pasa? —susurró Règine, frunciendo el ceño.

Con el disfraz de zombi que le proporcionaba la Niebla de la Muerte, debía de parecer que Percy estaba haciendo muecas de dolor.

—Nada —contestó—. Solo estaba…

En algún lugar delante de ellos, una voz grave rugió:

—¡JÁPETO!

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