Oculto en Saturno

By BlendPekoe

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La vida de Ezequiel se vuelve perfecta desde el momento en que conoce a Matías, los sueños y todos los imposi... More

Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 35
Capítulo 36
Epílogo

Capítulo 34

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By BlendPekoe

Después de terminar de pintar la reja, decidí pintar las puertas y ventanas de la casa. Comencé a dedicar los fines de semanas a la tarea para que no se dilatara tanto. Me encontraba pintando la ventana de la cocina, la última, con mucho cuidado porque al día siguiente vendrían mis suegros a separar las cosas de Matías y quería tenerla terminada. Después de mucho pensar me pareció conveniente preguntarle a ellos qué era lo mejor, además porque también era lo justo. Mi suegra se encargó de tomar la decisión más difícil que el resto no podíamos plantear: la ropa se donaría, si aún estaba en condiciones. Y por las cosas, acordamos que cada uno se quedaría con lo que deseaba conservar y el resto tendría el mismo destino que las prendas. Me sentía muy ansioso por la llegada de ese momento. Pero no podía reflexionar mucho al respecto, detrás de mí Vicente se sentaba en un banco comiendo masas dulces, criticando todo lo que yo hacía desde la comodidad de su visita.

—Yo hubiera puesto una pequeña piscina en este lugar.

—No me gustan.

—Que antipático. Me sorprende que tengas novio. ¿Y cuándo vas a presentarlo?

—Te escucho hablar y se me van las ganas de presentártelo.

Mi comentario solo lo hizo reír.

—¿Estás arreglando la casa para él? —preguntó divertido.

Me giré para verlo, indolente a sus bromas.

—¿Te vas a sentar ahí toda la tarde sin hacer nada?

—¿Alguna vez me viste hacer algo como eso? —replicó señalando la casa.

Volví al marco de la ventana.

—Ni un vaso de agua me trajiste. Ni un café.

Al terminar de decir eso escuché el ruido del portón que se abría y cerraba, después apareció Lautaro.

—Llegaste justo para el café —informó Vicente.

Se sonrió al encontrarnos en el patio y se ofreció a preparar la susodicha bebida.

Seguí pintando mientras ellos dos hablaban, se reían y, de vez en cuando, me dedicaban alguna broma. Aun así, la compañía me hacía más liviano el trabajo. Hice la pausa para la merienda que tomamos allí en al aire libre.

—Los bebés son lindos hasta que lloran por la noche —compartía Vicente con el futuro padre.

—Varias personas me dijeron que me olvide de dormir toda una noche completa —lamentó.

—Va a ser mi ahijada —conté con inevitable orgullo a Vicente.

Se inclinó un poco hacia Lautaro.

—Te la va a robar.

Nuestra merienda se extendió con charlas de bebés y Lautaro no se mostró desanimado con la temática de la conversación. Desde mi lugar miré la casa lamentando que Matías no llegara a ver a su sobrina, pero esa idea más que entristecerme me daba la determinación y el empuje para apoyar a su hermano. Tenía la certeza de que estaría más tranquilo y feliz si yo me ocupaba de las cosas que él ya no podía hacer.

—¿Qué vas a hacer con ese espacio?

Lautaro me sacó de mis pensamientos, señalaba el lugar que fue la huerta.

—Creo que sería un buen lugar para juegos y un arenero.

Vicente comenzó a reír al oír mi respuesta.

***

Debía admitir que mi suegra era admirable. Tenía más fortaleza y coraje que todos los miembros de su familia juntos, al menos esa era la sensación que me generaba al verla abrir las cajas donde se guardaba la ropa de su hijo mayor.

Mis suegros llegaron junto con Lautaro para almorzar. Era la primera vez en más de dos años que ocurría semejante evento en mi casa. Mi suegro no podía con su genio y preguntaba mucho por el patio, las tareas del jardinero, el trabajo de pintura que estuve haciendo, sobre el ruido que descubrió que hacía la puerta del baño y cualquier cosa que pudiera necesitar mantenimiento. Observaba todo y me ponía un poco nervioso. Sus cuestionamientos eran un reclamo por no pedirle ayuda.

—¿Lijaste la puerta antes de pintarla?

Desde la mesa, miraba la puerta trasera con fundada sospecha; yo no la había lijado. Lautaro le dedicó una mirada a su madre para que lo controlara, él evitaba darle consejos o indicaciones porque terminaban en pelea.

—Otro día te ocupas de eso —le pidió mi suegra.

Desistió de la puerta pero estaba lejos de calmarse.

—Afuera —me dijo preocupado— las raíces de los árboles están por romper la vereda, ya se nota un quiebre.

—No me di cuenta —mentí.

Mi suegro era un hombre que transmitía lo que sentía mostrando interés en ese tipo de cosas. El resto del almuerzo fue más o menos así, en la dinámica faltaba el carácter de Matías que dominaba a sus padres, calmaba a su hermano y me protegía de la abrumadora atención. Había que acostumbrarse.

Cuando terminamos de comer, levantar la mesa y limpiar, mi suegra anunció que debíamos empezar con el tema de las cajas. Su esposo desapareció con la excusa de querer revisar las plantas de jardín, Lautaro se quedó rezagado en la cocina y yo, incómodo, la miraba tomar una de las cajas para ponerla sobre la mesa grande del comedor. La inspección fue indecorosamente rápida, ella no se detenía a contemplar nada, solo dedicaba la mirada necesaria para separar lo que servía de lo que no.

—Si no estás de acuerdo con algo —decía refiriéndose a su juicio— o quieres quedarte con algo, me avisas.

Pero no dije nada, en ningún momento, a pesar de la ansiedad que me causaba ver cómo las prendas de Matías eran simplemente catalogadas. Lautaro también miraba en silencio pero sin la opresión que yo sentía. Así pasaron el resto de las cajas con ropa, calzado, cosas de jardinería y objetos varios poco personales.

Era increíble que ella tuviera la fuerza para hacer eso. Imaginé que la frialdad con la que manejaba la situación era su forma de evitar correr el riesgo de hacer de ese momento algo doloroso. Guardó algunas cosas para ella: libros y revistas de jardinería, junto con un par de prendas que él usaba en el trabajo, que dejaría en su viejo cuarto a modo de recuerdo. También apartó herramientas que yo nunca usaría.

Las cosas volvieron a las cajas, pero separadas y cerradas para cumplir su destino. Con Lautaro las cargamos en la camioneta de sus padres y ahí en la calle las miré por última vez. Era una sensación amarga y triste pero si las seguía reteniendo no obtendría nada bueno. Mantenerlas amontonadas en una sala no era mejor que tirarlas o donarlas.

Al regresar a la casa acomodamos un poco los muebles bajo las indicaciones de mi suegra. El comedor volvió a tener solo su mesa, alineada con la ventana que siempre estaba cerrada y ese día se abrió. A la sala regresó el televisor con el que solía encerrarme en la habitación, el sillón ocupó su lugar frente a él y nada interrumpía el camino entre ellos. Los ambientes tomaron forma una vez más, solo quedaron mesas y estantes vacíos a causa de las plantas interiores que también murieron bajo mi tutela. Mi suegro prometió, entusiasmado por aportar su parte, ocuparse de reponerlas.

Cuando quedé solo me recosté en mi cama agotado mentalmente. Las cosas que quería guardar de Matías las separé antes de ese día porque sentía que me angustiaría hacerlo frente a otros. En una caja guardé cosas que usaba diariamente, cosas que me recordaban a él en nuestra casa. Como sus lapiceras, un cuaderno donde anotaba cosas que no debía olvidar, sus llaves, sus guantes, sus auriculares, su taza térmica, su perfume, su colección de recetas, tarjetas de regalo, una tortuga de peluche, postales de los lugares donde vacacionamos, montones de pequeñas cosas que parecerían inservibles a ojos de otros.

En la caja también estaba el álbum que en esos días me tomé la tarea de armar con nuestras fotos, una colección completa que podría sentarme a mirar cuando quisiera. Tenerlas de forma física me reconfortaba. Además, imaginaba que así sería más fácil mostrárselas a su sobrina. En la mesa de luz dejé la foto del día de nuestro casamiento y guardé la última que nos tomamos porque esa en particular me recordaba mucho el accidente. La foto de nuestro casamiento era, de todas, la foto más feliz y con más significado. Cuando me echaron de mi trabajo en el conservatorio, hacía poco que nos habíamos mudado. Estábamos llenos de deudas, nos faltaban muchas cosas, la casa necesitaba arreglos y yo me quedé sin trabajo a causa de mi mal carácter. Me sentí muy mal por mucho tiempo, como un completo fracaso, y Matías escogió ese momento para pedirme matrimonio. Me había dicho que si quería casarse conmigo en medio de la mala situación que estábamos pasando, nunca dudaría de lo mucho que me amaba. Con él aprendí la importancia de expresar amor en los momentos tristes. Fue una boda íntima y austera, sin fiesta, solo una comida familiar, pero nada de eso nos importó.

Me quedé mirando el techo, melancólico, vacío, extraño. Había planeado visitar a Francisco, anticipando mi malestar, sospechando que no querría quedarme ese día en casa. Pero al contemplar mi estado no me pareció correcto ir a verlo para que absorbiera una pena relacionada a Matías.

Por la noche me senté en la cocina sin hambre, a contemplar la casa, a pensar en el siguiente paso. Ya estábamos en diciembre y parecía una buena idea comenzar el siguiente año con todo resuelto, al menos en mi cabeza.

Mi celular sonó con un mensaje de Francisco.

"¿Estás durmiendo?"

Sonreí porque no era común ese tipo de mensajes.

"No. Todavía no tengo sueño"

Que estuviera pensando en mí, que no le diera igual que fuera o no a verlo, me ayudó a no sentirme solo.

"Estoy afuera de tu casa"

Salté de la silla al leer eso. Miré el mensaje para confirmar que no confundía las palabras y, sin poder creerlo, salí de la casa. Del otro lado de la reja vi a Francisco. Sonrió tranquilo, como si fuera lo más normal del mundo estar allí.

—¿Interrumpo?

No salía de mi sorpresa y titubeé al momento de responder.

—No.

Quedé embobado mientras abría el portón. Francisco guardó su celular en un bolsillo y se apoyó en la reja mirando hacia la calle.

—Tú siempre me buscas así que quise intentar hacer algo parecido —comentó divertido—. Me pareció justo devolver la atención. —Me miró, su expresión cargaba afecto y preocupación—. Sabía que no estarías durmiendo.

Era su forma de decir que sabía que no me sentía bien. Su gesto me conmovió y me hizo feliz, me puse a su lado y rápidamente tomó mi mano.

—Vine para hacerte compañía hasta que te dé sueño.

Mi asombro y sonrisa no desaparecían.

—Gracias.

Besó mi mejilla y luego la comisura de mis labios, todo era suave, delicado, cariñoso, compasivo. Se quedó cerca para apoyar su cabeza en la mía.

—¿Quieres entrar?

Asintió.

Me siguió sin soltar mi mano, rodeamos la casa porque yo mantenía la costumbre de usar la puerta trasera, ya era algo arraigado. Al entrar observó el orden.

—Estuvieron ocupados —señaló con simpatía.

Preparé café y, mientras lo hacía, Francisco se acercó al refrigerador para inspeccionar todas las cosas pegadas en su puerta.

—Me sorprendiste con esta visita.

Se puso a mi lado.

—No me pareció bien que te quedaras solo hoy —admitió con seguridad, mirándome atento, adivinando que no quise involucrarlo.

Sin duda era muy fácil cometer esos errores: callarse algo pensando que así le ahorramos preocupaciones a la otra persona. Sonreí apenado.

Nos sentamos en la mesa de la cocina desde donde Francisco buscó algo con la mirada.

—¿Puedo ver una foto de Matías?

Ese pedido también me tomó por sorpresa. Fui a mi cuarto y busqué en el álbum una foto en la que Matías estuviera solo, pasé por varias antes de decidirme por una que le saqué en su trabajo.

Me senté de nuevo en la mesa y le entregué la foto. Él la observó un momento que se me hizo muy largo y sonrió antes de hablar.

—Es lindo. —Me devolvió la foto—. Ahora ya tiene rostro en mi cabeza.

Francisco era extraordinario, hacía que todo pesara menos.

—Hoy fue un día complicado pero sé que todo va a estar bien —comenté apenado por esconderle mi malestar.

Estiró su mano y tomó la mía sobre la mesa, su pulgar acarició con suavidad mi piel.

—En realidad —dije mirando nuestras manos— ya me siento mucho mejor.

Dejó escapar una hermosa risa mientras apretaba mi mano.

Nos quedamos allí hasta la madrugada, hablando de la casa y de cosas sin importancia. Francisco cumplió con su palabra de acompañarme hasta que me diera sueño y cuando me dio sueño le pedí que no se fuera.

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