Amanecer Contigo, Camren G'P

By issaBC

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Barcelona, 1916. En su lecho de muerte, Michael, la oveja negra y único heredero de la acaudalada familia Jau... More

CAPITULO 1
CAPITULO 2
CAPITULO 3
CAPITULO 4
CAPITULO 5
CAPITULO 6
CAPITULO 7
CAPITULO 8
CAPITULO 9
CAPITULO 10
CAPITULO 11
CAPITULO 12
CAPITULO 13
CAPITULO 14
CAPITULO 15
CAPITULO 16
CAPITULO 17
CAPITULO 18
CAPITULO 19
CAPITULO 20
CAPITULO 21
CAPITULO 22
CAPITULO 23
CAPITULO 24
CAPITULO 25
CAPITULO 26
CAPITULO 27
CAPITULO 28
CAPITULO 29
CAPÍTULO 31
CAPITULO 32
CAPITULO 33
CAPITULO 34
Epílogo

CAPITULO 30

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By issaBC

El amor es un misterio. Todo en él son fenómenos a cual más inexplicable; todo en él es ilógico, todo en él es vaguedad y absurdo.

    GUSTAVO ADOLFO BÉCQUER

    Lauren, sentada en el borde del asiento del landaulet, irguió la espalda cuando las empinadas callejuelas del pueblo quedaron atrás y comenzaron a ascender la falda de la montaña. Sintió un nudo en el estómago al vislumbrar los rojos tejados de la casa a través de las ramas de los árboles. Instantes después el automóvil abandonó la carretera, internándose en el camino de tierra pisada que atravesaba la inmensa pradera en la que estaba la casa de curación. En el momento en que el vehículo se detuvo, asió con tanta fuerza la manivela de la puerta que sus destrozados nudillos perdieron todo color.

No prestó atención a las paredes pulcramente encaladas, a las primorosas flores que adornaban las ventanas o a las cantarinas fuentes de límpida agua. Se quedó inmóvil, con la mirada fija en las tres mujeres y el hombre que estaban en un banco del jardín.

    Biel, en el otro extremo del asiento, observó asustado la cadavérica inmovilidad de su nieta. Había imaginado que echaría a correr incluso antes de que el landaulet se detuviera, pero no había sido así. Muy al contrario, si hacía caso de lo que su instinto le decía, la muchacha estaba petrificado de vergüenza y no se atrevía a abrir la puerta.

    —Lauren... —le llamó Isembard, sentado entre ambos mientras que Enoc y Etor se mantenían inmóviles en la caja delantera, tras el volante.

    Lauren se limitó a asentir con la cabeza, la mirada fija en un punto del jardín. Y Biel, tras golpearse los zapatos con la punta del bastón, tomó una decisión.

    Se apeó del coche, lo rodeó colocándose junto a la puerta a la que se aferraba su nieta y dirigió la mirada hacia el punto que parecía aterrorizarle... solo para sumirse en un confundido asombro.

    La mujer que en esos momentos caminaba hacia ellos acompañada por Sinuhe, Camila y Doc no era como la había imaginado.

    En absoluto.

    Era una anciana diminuta que caminaba apoyándose en una sencilla muleta mientras le observaba con una mirada tan fiera que, si fuera un hombre más débil, se habría echado a temblar. Estaba tan delgada y parecía tan frágil que bastaría un soplo de aire para derribarla, siempre y cuando dicho soplo de aire tuviera los redaños suficientes como para intentarlo, algo que, sinceramente, ponía en duda.

    Anna se detuvo frente al hombre que parecía proteger la puerta tras la que se escondía su pequeña. Era un anciano recio y alto, de intensos ojos negros enmarcados por pobladas cejas blancas que la observaban con cierta sorpresa.

    —Capitán Jauregui, imagino —le saludó irguiendo la espalda cual reina—. La próxima vez que mi pequeña quiera decirle algo, le aconsejo que gruña menos y escuche más. Nos ahorrará a ambos muchos disgustos —dijo para luego situarse frente a la puerta, ignorándole—. Lauren, sal de ahí ahora mismo.

    Y Lauren, por fin bajó del coche.

    —Anna...

    —¿Qué has hecho? —le interrumpió ella, los dedos de su mano derecha engarfiados con fuerza en el travesaño de la muleta.

    —No he hecho nada... —se interrumpió al recibir un fuerte bofetón.

    —¿Qué te he dicho siempre sobre las mentiras?

    —Que tienen las patas muy cortas —masculló Lauren. La mirada baja, los hombros hundidos y las manos metidas en los bolsillos del arrugado pantalón.

    —¿Qué te dije ayer que hicieras?

    —Anna, no puedes pedirme que me olvide de ti, que te deje morir... —Otro bofetón.

    —Por supuesto que puedo. Te he criado y tienes que obedecerme —siseó la anciana con tal ferocidad que hasta Biel dio un paso atrás—. ¿Cuántas veces te he dicho que no te permito que te endeudes por mí? —Lauren se quedó callada, y por eso recibió otro bofetón—. ¡Cuántas!

    —¡Miles! —estalló por fin—. ¡Y me da lo mismo, nunca te obedeceré! ¡No voy a permitir que te pase nada!

    —¡Cabeza de chorlito! ¡Tanta inteligencia desperdiciada por culpa de tu estúpida terquedad! —Le aferró el pelo con sus largos y arrugados dedos y tiró con fuerza, obligándole a inclinarse hasta que sus cabezas quedaron a la misma altura—. No volverás a hacerlo. No volverás a humillarte por mí —susurró Anna en voz tan baja, que solo Biel que estaba junto a ellas pudo escucharla.

    —Haré lo que sea necesario. No dejaré que te pase nada. ¡Nunca!

    —Pequeña, no te das cuenta de que no puedes evitarlo, no luches contra el destino, perderás —sentenció Anna soltándole el pelo para acariciarle la cara—. No soy importante, tú sí.

    —¡Claro que eres importante! ¡Lo eres todo para mí! —susurró Lauren con extrema sinceridad enmarcándole el rostro con ambas manos, las abrasiones de sus muñecas claramente visibles.

    — ¿Otra vez mintiendo, Lauren? —Le miró con aquellos ojos que siempre parecían ver en lo más profundo de su alma para luego señalar a la joven que, sentada en su silla de ruedas, las observaba emocionada—. No me queda vida, mi niña, y la tuya apenas está empezando, aprovéchala. La felicidad está al alcance de tus manos, pero tienes que darte prisa y aferrarla con fuerza antes de que se te escape. No puedes perder el tiempo conmigo, ¿no ves que no merezco la pena? Tu futuro no va a esperarte eternamente. Deja que regrese a mi casa y vuelve a tu mundo.

    —¡No! —siseó Lauren con ferocidad cayendo de rodillas para abrazarse a la diminuta mujer—. Buscaré otro trabajo, ahora soy más lista y puedo ganar más dinero, pagaré a los mejores médicos. Cuidaré de ti, ya lo verás. Te pondrás bien y volveremos a pasear por el puerto. Te enseñaré cómo funcionan los motores. Soy la ayudante del jefe de máquinas de un barco, ¿no quieres verme vestida con el mono de mecánico? —sollozó con la cara oculta en la cintura de la anciana.

    —Mi niña, mi pequeña... ¿qué voy a hacer contigo?

    —Solo quererla como ha hecho hasta ahora —susurró Biel acercándose a ellas para poner su recia mano sobre la cabeza de Lauren—. Yo me ocuparé del resto.

    Lauren terminó de asearse y, aunque no se sentía limpia, se vistió de nuevo y bajó cabizbaja a la sala de estar, donde estaban esperándola. No debería estar allí, pero Anna no le había dejado otra opción, le había enredado hasta hacerle prometer que regresaría a la mansión con su abuelo, y acto seguido le había exigido el cumplimiento de la promesa para luego darse media vuelta y entrar con la espalda muy erguida en la casa de curación. Había intentado seguirla, pero ella se había retirado al pabellón de las mujeres y los guardias no le habían permitido el paso. Y en ese momento, su abuelo le había hecho una oferta que no pudo rechazar. Regresaría con ellos esa noche, hablarían con Doc sobre la salud de Anna, y a la mañana siguiente, con soluciones en las manos, volverían a por ella.

    Entró en la sala, Sinuhe y Camila, sentadas cerca de la chimenea, la miraron compasivas mientras que el capitán y Doc, con semblante severo, permanecían de pie tras ellas.

    —Siéntate, Lauren, Doc tiene bastantes cosas que decirte —apuntó Biel tomando asiento a su vez.

    Doc esperó hasta que la joven se sentó, muy cerca de la silla de ruedas de Camila, y luego comenzó a hablar con voz templada.

    —Anna deberá permanecer bajo cuidados médicos si quieres que siga viva, tal vez le quede un año, seguramente menos. Si regresa a su casa, no durará ni dos meses —le dijo sin rodeos—. Aunque el estadio más fuerte de la enfermedad ya ha pasado, la tuberculosis la ha atacado con fuerza, destrozando sus órganos internos. No son solo sus pulmones los que están afectados. Tiene la vejiga tan deteriorada y contraída que apenas tiene capacidad para retener y expulsar la orina, lo que hace que esta retorne a los riñones, infectándolos. ¿Entiendes lo que digo? —Lauren asintió en silencio—. Debe continuar ingresada. Puede quedarse donde ha estado, los cuidados han sido los correctos, aunque podrían mejorarse. Si me admites un consejo, hay una casa de curación en las afueras, cerca del manicomio, donde estaría bien atendida, y en la que asisto a los enfermos cada viernes. Me encargaría de que la trataran como a una reina, y al estar cerca, podrías verla tan a menudo cómo quisieras. Y, ella también podría hacer alguna escapada y visitarte aquí...

    —Sé a cuál se refiere. Fui a visitarla para informarme cuando... —Lauren negó con la cabeza—. Es demasiado cara. No puedo pagarla.

    —Eso no será problema, tenemos una deuda pendiente con tu amiga que jamás podremos pagar —afirmó Biel apoyando una mano en el hombro de Lauren—. Haz las gestiones, Doc. Y tú, marinera, vete a la cama, ha sido un día complicado y necesitas descansar.

    Lauren asintió en silencio y abandonó el salón. Pero esa noche no descansó.

Tampoco las siguientes.

    30 julio de 1916

    Camila, recostada en la cama, esbozó, con esfuerzo, su sonrisa más afable y fijó la mirada en la puerta. En pocos minutos Lauren entraría allí y el odioso ritual de las últimas noches volvería a repetirse.

    Y ella no tenía ni idea de cómo detenerlo.

    De cómo impedirlo.

    Escuchó sus pasos arrastrándose por el corredor e intentó ampliar la curva de sus labios. No sirvió de nada, pues la alegría que tanto se había esforzado en fingir se apagó al percatarse de que, de nuevo, ella permanecía vacilante tras la puerta sin atreverse a entrar y, cuando por fin lo hizo, no se limitó a abrirla como siempre había hecho, sino que la golpeó tan suavemente que si no hubiera estado atenta, no habría escuchado la llamada.

    —Estoy despierta... pasa.

    —Solo te entretendré un instante —murmuró Lauren remisa, deteniéndose bajo el umbral, la mirada fija en el suelo, los hombros hundidos y la camisa del pijama abrochada hasta la garganta—. Tengo que estudiar. Voy muy atrasada—mintió para luego atravesar la habitación y depositar un rápido y casi asustado beso en la frente femenina—. ¿Mañana nos vemos en el desayuno? —preguntó sin voz, retrocediendo hasta que su espalda tocó la puerta.

    —Claro que sí —aceptó Camila fingiendo una sonrisa que Lauren no vio, pues no había levantado la mirada del suelo en ningún momento.

    Esperó hasta que dejó de escuchar sus pasos en el corredor y luego se trasladó a la silla de ruedas y se deslizó hasta la puerta que daba a la galería. La entreabrió lo suficiente para ver a Lauren recorriéndolo sigilosa en dirección a la biblioteca. Allí permanecería encerrada, rodeada de libros que no podía concentrarse en leer, hasta que el cansancio estuviera a punto de vencerle.

Entonces bajaría al jardín para recorrerlo una y otra vez mientras ella observaba su desesperación desde el corredor, sin poder hacer nada por ayudarle. Y no era porque no lo hubiera intentado.

    Había intentado hablar con ella la misma noche de su regreso, cuando todos se habían retirado a dormir y ella no había acudido a visitarla. Se había deslizado en silencio hasta su dormitorio y al entrar la había encontrado desnuda, mirándose al espejo con una mueca tal de repugnancia en el rostro que la había hecho estremecer. Había murmurado su nombre y ella se había girado aterrada antes de saltar tras la cama, escondiéndose de su mirada, mientras le gritaba que saliera de allí. Que no la mirara. Aunque eso era imposible. Ya lo había hecho, y jamás olvidaría las marcas que recorrían su cuerpo.

    Desde entonces, Lauren había acudido cada noche a su habitación para darle un desesperado beso de buenas noches antes de retirarse cabizbaja.

    Doce días con sus noches en los que había mantenido una forzada sonrisa en los labios mientras la veía apartarse de ella, y de todos. Doce días asistiendo a su avergonzado silencio y sus miradas bajas. Doce días viendo como se encerraba en su cuarto, aislándose de todo, excepto de las clases que Biel le había obligado a retomar al ver como se encerraba más y más en sí misma. Ni las severas reprimendas de Anna, ni las discusiones en las que intentaba hacerle entrar el capitán conseguían que abandonara su abatido mutismo.

    —Camila, regresa a la cama y duerme —la sobresaltó la voz de Biel.

    —Capitán. ¿Qué... por qué no estás durmiendo? —le preguntó asustada intentando con todas sus fuerzas no mirar hacia la biblioteca y descubrir a Lauren.

    —¿Crees que estoy sordo o ciego? —le preguntó con cariño Biel—. Le oigo pasear por la casa como un alma en pena. ¿Cuántas noches lleva sin dormir? ¿Once, doce? ¿Crees que no sé que solo se permite dar pequeñas cabezadas cuando está en el estudio? Y ni siquiera entonces duerme más de unos pocos minutos sin despertarse aterrorizada. El señor del Closs es un buen amigo para mi nieta, y sabe cuándo no debe callarse sus secretos —dijo a modo de explicación—. Esto no puede seguir así. No voy a permitirlo. Duérmete, Camila, yo velaré su sueño.

    Biel abrió con sigilo la puerta de la biblioteca y observó a su nieta. Estaba frente a un ventanal. De pie. Como si temiera sentarse y caer dormida. Tenía la cabeza apoyada en el cristal y se abrazaba el estómago mientras se mecía sobre los pies.

    Sacudió la cabeza, asustado. La estaba perdiendo, y no sabía cómo llegar hasta ella.

    —Lauren —la llamó y ella se giró lentamente, mirándole con los ojos vacíos—. Es muy tarde, ve a tu cuarto y duérmete —le ordenó usando su voz de capitán de navío.

    —No tengo sueño —contestó ella y volvió a mirar por la ventana.

    —Sí lo tienes, pero te da miedo dormir —musitó Biel acercándose a ella—. El miedo es libre, Lauren. De hecho, es lo único verdaderamente libre de este mundo. Nos ataca a todos por igual, jóvenes y viejos, ricos y pobres. No te hace más débil, al contrario, si lo afrontas, te hace fuerte.

    —No le tengo miedo a nada —replicó Lauren a la defensiva—. Pero tiene razón, capitán, estoy algo cansada. Con su permiso.

    Biel salió tras ella, pero se detuvo para seguirla con la mirada hasta que desapareció en su habitación. Suspiró frustrado y se dirigió a la suya propia. Entró en la antesala del dormitorio y, tras comprobar que la puerta se mantenía totalmente abierta, se acomodó en uno de los sillones. Un instante después su esposa se sentó junto a él.

    —Mis oídos escuchan tan bien como los tuyos —afirmó antes de cogerle la mano y apoyar la cabeza en su hombro.

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