Amanecer Contigo, Camren G'P

By issaBC

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Barcelona, 1916. En su lecho de muerte, Michael, la oveja negra y único heredero de la acaudalada familia Jau... More

CAPITULO 1
CAPITULO 2
CAPITULO 3
CAPITULO 4
CAPITULO 5
CAPITULO 6
CAPITULO 7
CAPITULO 8
CAPITULO 9
CAPITULO 10
CAPITULO 11
CAPITULO 12
CAPITULO 13
CAPITULO 14
CAPITULO 15
CAPITULO 16
CAPITULO 17
CAPITULO 18
CAPITULO 19
CAPITULO 20
CAPITULO 21
CAPITULO 22
CAPITULO 23
CAPITULO 24
CAPITULO 25
CAPITULO 27
CAPITULO 28
CAPITULO 29
CAPITULO 30
CAPÍTULO 31
CAPITULO 32
CAPITULO 33
CAPITULO 34
Epílogo

CAPITULO 26

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By issaBC

El alma que hablar puede con los ojos también puede besar con la mirada.

    GUSTAVO ADOLFO BÉCQUER

    9 de julio de 1916

    El ingeniero Martí observó divertido a la marinera que miraba continuamente el reloj anclado sobre la puerta. En lugar de mostrarse fascinada con las máquinas de vapor y sus mecanismos, tal y como siempre hacía, parecía en extremo distraída, casi soñadora. Se detenía en los lugares más insospechados sin ningún motivo y permanecía inmóvil, con la mirada perdida, hasta que alguien le llamaba la atención.

Debía reconocer que en los últimos días se comportaba de manera extraña, y era bien cierto que cuanto más cerca estaban de Barcelona, más abstraída parecía. Hasta ese mismo momento, en que nada quedaba de la mujer curiosa y parecía un cúmulo de nervios a punto de explotar. Sonrió, reconociendo los síntomas de la enfermedad que sufría: añoranza, impaciencia, embelesamiento. No cabía duda, estaba enamorada y anhelaba ver a su amada. Un grave inconveniente para un marinero.

    Compuso una mueca severa en su cara.

    —Señora Jauregui, ¿se encuentra enferma? —exclamó con voz potente desde su atalaya sobre una de las escalerillas.

    —No, señor —repuso de inmediato Lauren, sobresaltada.

    —Explíqueme entonces el motivo de que lleve parada más de un minuto. ¿No tiene nada que hacer?

    —No, señor... Sí, señor —se apresuró a corregirse—, tengo algo que hacer.

    —¿Y por qué no lo hace? ¿Tal vez debo cubrir el reloj para que haga su trabajo? —le espetó con fingida furia—. Le advierto que de ser así, lo cubriré con la piel de su espalda.

    —No me parece que eso vaya a ser necesario, señor —replicó Lauren altiva, con las manos apoyadas en las caderas y sin moverse del sitio.

    El ingeniero enarcó una ceja. ¿La nieta del capitán se las estaba jugando? No lo consentiría.

    —¿Me está desafiando, señora Jauregui? —inquirió con voz tensa, aguantando la sonrisa que pugnaba por escapar de sus labios. La muchacha era idéntica a su abuelo.

    —Nada más lejos de mi intención —respondió Lauren con irónico respeto antes de añadir—: señor.

    —Tiene un segundo para ponerse en marcha, de lo contrario aumentaré su turno tres horas más.

    Lauren le miró con los ojos abiertos como platos, gritó un apurado «Sí, señor» y a continuación voló sobre la bancada en dirección a un grupo de mecánicos que, observándole divertidos, se afanaban en sellar una fuga.

    El Tierra Umbría estaba haciendo maniobras de aproximación para atracar en el puerto de Barcelona, faltaba apenas una hora para que terminara su turno y, cuando eso sucediera, su trabajo habría finalizado. Podría desembarcar. Y ver a Camila. Y tocarla. Y besarla, en la mejilla, eso sí. ¡No iba a permitir que un ingeniero gruñón le retuviera tres horas más en ese barco! ¡Moriría si lo hacía!

    Camila observó inquieta a los marineros que desembarcaban, esperando ver a Lauren entre la multitud de cabezas cubiertas con gorras. A su lado, Sinuhe la miraba sonriente y casi conspiradora, como mujer enamorada entendía la nerviosa impaciencia de su hija. Junto a ellas, Biel, parapetado en su férrea voluntad, observaba con mirada impasible el Tierra Umbría. De repente una sonrisa se dibujó bajo su denso mostacho y en sus ojos brilló un orgullo alborozado que no se molestó en ocultar.

    —¡Lauren! —gritó en ese mismo momento Camila—. Ahí está, mamá. Oh, no nos ve, capitán, llámale por favor, seguro que oye tu voz mejor que la mía —solicitó antes de volver a gritar el nombre de la joven.

    Biel arqueó una ceja, dudaba de que Lauren escuchara otra cosa que no fuera la voz de Camila. Y, tal y como pensaba, su nieta desvió la mirada y echó a correr hacia ellos a la vez que una entusiasmada sonrisa se dibujaba en su semblante.

    Apenas consiguió detener su loca carrera antes de chocar contra su abuelo.

    —Capitán, señora Sinuhe —saludó nerviosa—. Camila —suspiró acercándose a ella y depositando un educado beso en su mejilla que quizá duró un poco más de lo apropiado—. No sabes cuánto te he echado de menos. Gracias a Dios que estás aquí —susurró en voz baja antes de que un inoportuno carraspeo de Isembard le llamara la atención, obligándole a apartarse.

    Enoc e Isembard cargaron los petates en el landaulet a la vez que respondían las preguntas que Sinuhe y Biel hacían. Y mientras tanto, Lauren y Camila, con las manos unidas en un saludo interminable, se miraban en silencio intercambiando palabras que nadie más que ellas podían escuchar, pues eran sus corazones quienes las pronunciaban.

    Biel observaba a las jóvenes con una ceja enarcada mientras Sinuhe, anticipándose a los pensamientos de su marido, le apretaba con fuerza la mano, instándole a guardar silencio y permitirles ese momento de comunión entre ambas. El anciano, fiel a su carácter, aguantó apenas unos minutos antes de ordenar que montaran en el automóvil. No era cuestión de perder el tiempo en el puerto, menos aún con ese par de tortolitas haciéndose ojos tiernos a la vista de todo el mundo. Dejó al maestro en su apartamento y, en un arranque de generosidad, dispensó a los recién desembarcados de las clases matutinas del día siguiente, no así de las de la tarde.

    Tiempo después, sentado a la cabecera de la mesa, observó las monerías con que las dos jóvenes se agasajaban. Porque era eso y no otra cosa lo que estaban haciendo. Su nieta, en contra de lo esperado, no se había molestado en abrir la boca para contar nada del viaje, de cómo le había ido en su trabajo, si le gustaba, si no le gustaba, o, lo que todavía era más increíble, de las extraordinarias máquinas de vapor del
Tierra Umbría. Nada. Ni una palabra. De hecho lo poco que sabían era gracias al señor Abad porque, la muchacha enamorada de las máquinas, la terca insolente que le había obligado a dejarle trabajar, se había limitado a susurrar tonterías mientras miraba atontada a Camila. Y su niña, tan curiosa siempre, en lugar de preguntar por cosas importantes, como por ejemplo el puñetero viaje, había mantenido una ñoña sonrisita en los labios mientras susurraba frases ininteligibles, al menos para un viejo de oídos gastados como él. ¡Por todos los demonios! Esas dos mocosas no estaban manteniendo una conversación, sino un diálogo de besugos. No debería haber mandado al maestro a su casa, seguro que sus carraspeos hubieran evitado esa... esa... ¡Majadería! Se inclinó con la firme intención de poner fin a tanto embelesamiento con un buen golpe de bastón en la mesa. Y en el momento en el que tomó el bastón para hacerlo, sintió la mano de Sinuhe sobre la suya.

    —Déjalas tranquilas... —protestó la mujer con una pícara sonrisa en los labios.

    —No es correcto que susurren en la mesa —se ofendió.

    —Estamos en familia, haz la vista gorda.

    Biel bufó contrariado y miró a Enoc, quien fingiéndose ajeno a todo, centraba toda su sonriente atención en el plato que tenía delante. ¡Cómo si unas cuantas naranjas fueran más importantes que informarle sobre lo que había pasado durante el viaje!

En cuanto acabara la cena pensaba tener una conversación, seria y extensa, con su antiguo oficial. Tomó enfadado un melocotón del frutero y, sin apartar la mirada de las tortolitas, comenzó a pelarlo.

    A punto estuvo de rebanarse un dedo cuando, sin previo aviso, Lauren asió la mano de Camila y comenzó a acariciarle el interior de la muñeca con el pulgar a la vez que bajaba la voz más todavía, diciéndole quién sabía qué cursiladas. Sonrió ufano cuando vio que su cabal pupila asía con su mano libre la de la joven, seguramente decidida a apartársela y de paso, a regañarle por comportarse con tan poco decoro en la mesa.

    Su sonrisa se convirtió en pasmosa incredulidad cuando comprobó que no. Que su enamoriscada niña no le apartaba la mano. Ni le regañaba. Ni se mostraba molesta, sino que muy al contrario, envolvía entre sus delicados dedos la mano pálida y curtida de su nieta. Y, no contenta con eso, se inclinaba hacia ella, acercando su rostro al de la joven. ¡Y lo peor de todo era que Lauren la imitaba! ¡Por Dios, si parecían a punto de besarse!

    —Capitán... —le reclamó Sinuhe en voz baja al percatarse de cómo fruncía el ceño.

    —¿Pero tú estás viendo lo que yo? —Biel estrechó los ojos—. ¡Tienen las cabezas tan juntas que como se acerquen un poco más van a chocar!

    —No están haciendo nada inconveniente.

    —Pero lo harán —gruñó agorero.

    —Hacerse carantoñas no es malo —susurró Sinuhe divertida.

    —Eres demasiado moderna —siseó enfurruñado.

    —Y tú eres un anticuado.

    —Señor Abad, borre ahora mismo esa sonrisa de su cara —exclamó Biel centrando parte de su furia en el hombre que desgajaba con parsimonia una naranja.

    Lauren y Camila se separaron de inmediato al escuchar su exabrupto, en tanto que Enoc se apresuró a meterse un gajo en la boca para evitar estallar en unas carcajadas que de seguro le depararían una buena bronca.

    Biel asintió satisfecho al ver que había contenido con presteza el motín y, en vista del deplorable estado del melocotón que había estado pelando, lo dejó aparte y tomó otro.

    —Y bien, marinera, ¿qué te ha parecido la vida en el Tierra Umbría?

    —Estupenda —musitó Lauren.

    —¿Estupenda? —repitió Biel asombrado mientras se afanaba en rebanar la jugosa carne que rodeaba el hueso de su fruta—. La vida en un barco no es estupenda, es dura, fatigosa y solitaria.

    —Sí...

    Biel levantó la vista y el cuchillo, esta vez sí, le cortó la yema del pulgar. Ahogó un improperio a la vez que soltaba la fruta.

Lauren volvía a mirar embelesada a Camila. Y Camila a Lauren. Y ambas volvían a estar demasiado cerca una de la otra. ¡Maldición!

    —¿Qué me dices de los motores? —inquirió, tocando un tema que seguro apartaría a su nieta de tal enajenación.

    —Eran dos. De vapor. Grandes —contestó esta en voz cada vez más baja sin separar apenas los labios. Y sin apartar la mirada de la muchacha que le observaba hechizada.

    —Ciertamente —murmuró Enoc antes de meterse con rapidez otro gajo en la boca. Y bien que hizo, porque Biel le miró inquisitivo, buscando la sonrisa que le había prohibido esbozar.

    —Esto es inaudito... —Descartó el melocotón manchado de sangre para tomar otro.

    —Y tanto. Vas a acabar con todos los melocotones sin haberte comido ninguno, o peor aún, acabarás cortándote un dedo. Haz el favor de tener cuidado —le reprendió Sinuhe divertida.

    —¿Me regañas a mí y a ellas no les dices nada? —siseó señalando a las dos jóvenes, quienes en ese mismo instante habían vuelto a tomarse de las manos y se acercaban lenta pero inexorablemente la una a la otra —. No puedo creer que te pongas de su parte.

    —Déjalas tranquilas —suspiró armándose de paciencia—. Han pasado muchos días separadas.

    —Se están comportando como... como...

    —Como lo hacíamos nosotros cuando pasábamos tiempo sin vernos —finalizó Sinuhe.

    —Es diferente, nosotros éramos adultos.

    —Mayor motivo aún para permitirles solazarse un poco. Si nosotros siendo adultos no conseguíamos mantener nuestras manos apartadas, ¿cómo quieres que lo hagan ellos que están en la flor de la juventud? —argumentó, no sin razón.

    Biel abrió la boca para replicar y volvió a cerrarla. Aunque por nada del mundo pensaba reconocerlo, le gustaba que sus dos niñas estuvieran tan atontadas una con la otra. Era agradable observarlas, incluso poniéndose cursi, cosa que él no era, casi podía escuchar el coro de rechonchos Cupidos inundando el ambiente con su música almibarada. Frunció el ceño ante ese pensamiento. Mejor sería que dejara las alegorías poéticas a su esposa, pues las suyas, más que poéticas eran patéticas.

Centró su atención en la fruta que tenía en la mano, decidido a pelarla sin más incidentes.

    Instantes después acabó sucumbiendo a la curiosidad y levantó la vista.

    Entrecerró los ojos para ver mejor.

    ¿Su nieta estaba besando a su pupila en la mejilla o en la comisura de los labios?

    Arqueó una ceja.

    En la comisura de los labios.

    Decididamente.

    ¡Frente a sus propias narices!

    —¡Se acabó! —explotó poniéndose en pie a la vez que golpeaba la mesa con el bastón. Lauren y Camila se separaron asustadas. Enoc, sin poder contenerse, se echó a reír. Sinuhe carraspeó, sonoramente ofendida por la falta de modales de su marido—. La cena. Se acabó la cena —se apresuró a explicar, no fuera a ser que su esposa volviera a tacharle de anticuado, cosa que era. ¡Y a mucha honra!—. Es muy tarde. Levad anclas del comedor —ordenó con su voz de capitán severo—. Tú, pillastre —señaló a Lauren—, mañana te espero en mi despacho a las siete en punto.

    —¡Pero si le has dado la mañana libre! —protestó enfadada Camila en el mismo momento que Lauren abría la boca furiosa para replicar exactamente con las mismas palabras.

    —Dos semanas fuera de esta casa y te has vuelto una perezosa —tronó Biel mirando a su nieta—. La mujer que partió hace quince días no era una vaga a la que le molestara madrugar.

    —¡No me molesta madrugar!

    —Perfecto. Nos veremos a las siete, puedes retirarte. En cuanto a ti, señorita —dirigió una airada mirada a Camila—, no son horas para que estés en danza por la casa. Doc te aconsejó descansar, y eso vas a hacer. A tu cuarto.

    —¡No puede ordenarle que se vaya a dormir, es pronto! —protestó Lauren enfadada, quitándole las palabras de la boca a Camila.

    Biel las miró a ambas con una ceja arqueada.

    —¿A qué viene esta absurda costumbre de discutir la una los asuntos de la otra?

    —No tan absurda como comportarte cual basilisco y ordenarnos que nos vayamos del comedor —espetó Sinuhe fingiéndose enfadada.

    —Totalmente de acuerdo, mamá —apuntó Camila—. Apenas ha anochecido.

    —Eso es porque estamos en verano —se defendió Biel—. Son casi las —miró el reloj que había sobre una ornamentada consola—... las diez de la noche.

    —Ni que fuéramos niños de teta —bufó Lauren tomando la mano de Camila.

    —Tarde no es —dijo Enoc echando más leña al fuego.

    —¿No será tu avanzada edad la que te hace estar adormilado? —comentó Sinuhe.

    —¡Eh, no es tan viejo! —saltó Lauren. ¡Su abuelo no era ningún anciano!

    Esto dio paso a un mordaz comentario de Sinuhe, al cual siguió una burlona aclaración de Enoc, quien se lo estaba pasando en grande. Camila, por supuesto, se puso de parte de Lauren, y también defendió al capitán.

    Biel recorrió con la mirada los rostros risueños de aquellos que conformaban su familia. Cuanto más acicateaban Sinuhe y Enoc, con más énfasis le defendían Lauren y Camila.

    Una gozosa sonrisa se dibujó bajo su poblado mostacho.

    —¡Silencio en cubierta! —tronó consiguiendo que todos se callaran—. Camila, Sinuhe, con vuestro permiso, este anciano achacoso se retira —sacudió la cabeza a modo de despedida—. Lauren, a las ocho en mi despacho —ordenó, ampliando la hora de la cita—. Señor Abad, acompáñeme.

    —Mi nieta es una caja desorpresas —comentó Biel en la sala de fumar, dando una chupada a la pipa tras haber escuchado el resumen del viaje—. No voy a negar que deseaba que Lauren no se sintiera tentada por las chicas de Sevval, pues sería mentir. Pero eso echa por tierra nuestros planes de desenredarle del hechizo de su zorra. ¿Le habló de ella durante el viaje? —inquirió estrechando los ojos.

    —No, capitán, no la mencionó en ningún momento. Y, si me permite un consejo, no intente tentarle de nuevo, me da en la nariz que siente cierta aversión por los burdeles.

    —Entiendo. —Biel lo meditó un instante—. Debería haberlo imaginado. Se crió en uno. Su fulana tiene que ser una profesional independiente... nada de burdeles. Puede retirarse, es tarde y estará cansado.

    —Hay algo más, capitán. —Enoc apagó su cigarro pensativo. Remiso a seguir hablando.

    —Desembuche, lleva demasiados años conmigo para saber que no me asusto fácilmente.

    —Lauren tiene pesadillas —afirmó levantando la mirada y centrándola en Biel.

    —Ya dio muestras de ello cuando llegó aquí. —Biel se irguió en la silla, intrigado por el tono de voz de su antiguo oficial—. Es algo normal en una joven que cambia de forma radical su rutina. Y no cabe duda de que la vida en un barco es un cambio muy brusco.

    —Tiene pesadillas cada noche, capitán. Pesadillas en las que se pelea con alguien, en las que incluso deja de respirar, y de las que se despierta aterrada llamando a la señorita Camila... y también a usted.

    —¿Ha averiguado qué le atormenta? —Biel estrechó los ojos, preocupado y a la vez furioso. ¡Cómo se atrevía una pesadilla a torturar a su nieta!

    —Se niega a hablar de ello. Cada vez que Isembard o yo intentábamos sacar el tema, se encerraba en un obstinado silencio que se tornaba violento si insistíamos. Creo que se avergüenza.

    —Es lógico, a nadie, y a mi nieta menos que nadie, le gusta mostrarse vulnerable.

    —No —masculló Enoc frunciendo los labios—. En mi opinión no se avergüenza de tener pesadillas, sino de lo que revive en ellas. Fuera lo que fuera, la dejó marcada.

    —Cree que sueña con... vivencias pasadas.

    —No lo creo, señor, estoy seguro. Con algo que le pasó de niña. —Biel arqueó una ceja, instándole a seguir hablando—. ¿Recuerda la pesadilla que tuvo la noche que lo ató? —el anciano asintió en silencio—. En aquella ocasión gritó algo sobre un hombre sin dientes. —Biel volvió a asentir, recordando aquella escena en particular. Había sido espantosa—. Ha vuelto a mencionarlo. No siempre, pero sí cuando más aterradoras parecían sus pesadillas. Ningún adulto llama a su agresor «el hombre sin dientes», es un apelativo que solo usaría un niño. Y... los gritos más espantosos que he oído nunca, los escuché de la boca de Lauren cuando me tumbé sobre ella para inmovilizarle durante la primera pesadilla que tuvo en el barco.

    Biel apretó los dientes con fuerza. Con la misma que sus manos se cerraron sobre la empuñadura del bastón.

    —Averiguaremos qué le pasó —afirmó al fin, en un tono tan amenazante que hasta el mismo miedo se habría asustado—. Y cuando lo descubramos, me traerá a ese bastardo desdentado y lo mataré con mis propias manos.

    —Así se hará, capitán. —«Pero no sin que antes yo le haya arrancado la piel a tiras».

    Camila se subió por enésima vez el escote del descocado camisón y acto seguido volvió a bajárselo para luego posar la palma de la mano sobre la piel expuesta. Era tan extraño no sentir la batista sobre la garganta... y eso por no mencionar los tirantes de seda labrada que se caían continuamente en vez de quedarse quietos sobre sus hombros. La hacían parecer tan... sensual. Suspiró sonrojada por sus disolutos pensamientos y se recostó con estudiada languidez. Esa noche iba a ser atrevida. Estaba decidida. Echó un vistazo a la prenda que la cubría desde el comienzo de los pechos hasta un poco por encima de las rodillas y volvió a suspirar. ¡Parecía una combinación en vez de un camisón! ¡Era demasiado corta! Tomó la sábana para taparse, pero la soltó antes de hacerlo. Cuando Lauren la miraba no parecía ver la fealdad de su pierna tullida.

Era una pena ocultar la que estaba sana, más ahora que poco a poco se había tonificado y era casi bonita. Además, cuando había ido a la corsetería con su madre y con Adda para proveerse de ropa interior, a ninguna de las dos le había parecido mal que comprara ese camisón, al fin y al cabo era verano y hacía mucho calor. Y nadie iba a vérselo puesto. Frunció el ceño, no le gustaba mentir a su madre. Pero, se sentía tan... atractiva. Posó una trémula mano sobre su estómago para calmar las mariposas que parecían haberse adueñado de este y, en ese momento, Lauren entró en la habitación.

    Y se quedó sin respiración.

    Tal vez sus pulmones dejaron de funcionar porque toda su sangre había descendido en picado para acumularse en la zona intermedia de su cuerpo.

    Camila sonrió al percatarse de su abultada reacción. Y, sintiéndose absolutamente perversa, se sentó con extrema lentitud y permitió que uno de los tirantes resbalara por su brazo.

    Lauren tragó saliva, la miró de arriba abajo, se detuvo un largo instante en sus piernas desnudas, volvió a tragar y su mirada subió hasta la porción de piel que el amplio escote del camisoncito no ocultaba. Y se detuvo allí. Los ojos fijos en su... respiración.

    —Estás muy guapa —musitó con voz ronca.

    —Ven aquí...

    Lauren cerró los ojos para liberarse del hechizo, y como eso no funcionó, pues sus pechos parecían haberse quedado grabados en sus retinas, sacudió la cabeza. Esta vez sí consiguió despejarse la mente. Más o menos. ¿Por qué tenía que respirar así? Era imposible que se concentrara en nada que no fuera el suave vaivén de su... respiración.

    Caminó con lentitud hasta la cama y se sentó en el borde.

    —Has... —Apartó la mirada de aquel lugar tan tentador—. ¿Has continuado con tus ejercicios? —preguntó interesada señalando sus piernas y dejando la mirada fija en ellas. No había querido mencionarlo durante la cena, pues ella se negaba a contarle a nadie que poco a poco iba consiguiendo caminar.

    Camila frunció el ceño, remisa a confesarle que había roto la promesa que le había hecho. Se mordió el labio inferior, pensativa, y, al percatarse de que la mirada de Lauren volaba hacia su boca, sonrió maliciosa, se inclinó hacia ella y, tomándola por la nuca, le besó.

    Lauren se estremeció a la vez que la saboreaba. Y, cuando ambas se apartaron tras quedarse sin aire, sacudió la cabeza y volvió a preguntar. Y ella respondió de la misma manera.

    —No vas a conseguir que me olvide de esto —musitó contra su boca a la vez que enredaba los dedos en su precioso pelo castaño.

    —¿Estás segura de eso? —inquirió Camila comenzando a desabrocharle los botones de la camisa del pijama.

    Lauren volvió a estremecerse.

    —No. Sí, estoy segura —se apresuró a corregirse mientras sentía como su piel hormigueaba bajo los dedos de Camila—. Es importante, Camz—musitó con voz ronca asiéndole las manos, pero sin detener sus avances—. ¿Has intentado andar mientras he estado fuera?

    —Sabes que solo puedo hacerlo si estás conmigo... —le deslizó la camisa por los hombros, dejando su torso al descubierto.

    —Camz, me prometiste...

    Y Camila hizo lo único que le apetecía hacer, volver a callarle con un beso. Y no contenta con eso, arañó con suavidad uno de sus pechos.

    Lauren soltó un improperio a la vez que un temblor incontrolable hacia presa de su cuerpo. Y ella le reprendió de la única manera que podía hacerlo, mordiéndole el labio inferior y tirando con suavidad de él, aunque, como en el fondo era una buena chica, lo soltó rápidamente para succionárselo con cariño.

    —Hablaremos... luego —acertó a decir Lauren mientras sus ojos se entornaban por el placer y su cuerpo caía subyugado ante las caricias de su dama.

    Camila sonrió ladina y procedió a hacer todo aquello con lo que había soñado durante quince largos días. Depositó sutiles besos en su mandíbula, descendió dando ligeros mordiscos por su garganta, lamió la oquedad de su clavícula y, cuando la sintió temblar, recorrió por fin su torso hasta localizar sus pechos y probarlos. Con los dientes.

    Lauren exhaló un silencioso jadeo a la vez que todo su cuerpo se tensaba.

    Camila, sintiéndose poderosa por su reacción, deslizó una tímida mano por la línea que dividía en dos el estómago. Y no se detuvo allí.

    Lauren cerró los ojos a la vez que contenía la respiración. Sabía lo que iba a pasar a continuación, ya habían jugado ese juego otras noches, pero no por eso era menos excitante y embriagador. Separó un poco las piernas y se mantuvo inmóvil mientras los dedos de Camila danzaban sobre la cinturilla del pantalón para luego bajar lentamente, siempre sobre la tela, por su cadera y acariciarle el lugar donde esta se juntaba con la pierna. Se aferró con fuerza a la sábana para no moverse cuando sintió la primera caricia en el interior de sus muslos.

    Camila le observó enfurruñada por su extrema contención... ¿Cuán difícil sería hacerle saltar? Sonrió y, sintiéndose más atrevida que nunca, decidió averiguarlo.

    Lauren abrió los ojos como platos cuando la caricia, en lugar de dirigirse como siempre a zonas seguras, ascendió entre sus piernas para terminar posada... ahí.

    Camila gimió agitada al sentir contra la palma, incluso a través del suave algodón, la cálida rigidez de Lauren. Presionó intrigada, y ella jadeó con fuerza, arqueándose. Se retiró asustada... y un segundo después, cuando ella pareció calmarse, volvió a posar los dedos ahí. Frunció el ceño disgustada cuando Lauren volvió a hacer gala de su contención. Se lamió los labios y, antes de darse tiempo a pensarlo, meció la mano sobre aquello que tanto la excitaba.

    Lauren se cimbreó estremecida hasta que solo sus pies y cabeza tocaron el colchón.

Acto seguido, se giró sobre sí misma y, totalmente perdido el control, tumbó a Camila de espaldas a la vez que colocaba su mano sobre la de ella y le enseñaba a moverse como más necesitaba.

    Camila sonrió e hizo lo único que deseaba hacer: esforzarse en aprender.

    Lauren, azuzada por un placer como jamás había sentido, se meció sobre la mano que le apresaba robándole el control, hasta que, exhalando un ahogado rugido, cayó temblorosa.

    Vencida.

    Camila la observó jadear casi sin respiración. Los labios entreabiertos y los ojos cerrados. La frente perlada en sudor y el cuerpo laxo. Tan hermosa y fiera. Tan vulnerable. Por ella. Por sus caricias. Por sus besos. Y en ese momento, todo el calor que había empezado a brotar de su cuerpo con los primeros besos pareció fundirse en un solo punto: su corazón.

    —Cuéntame... ¿Cómo es viajar en barco? —inquirió recostándose sobre ella, ávida de volver a sentir su calor.

    Lauren arqueó una ceja.

    —¿Ahora sí quieres hablar? —preguntó cerniéndose sobre ella a la vez que le bajaba los tirantes del camisón con extrema lentitud—. ¿O solo pretendes distraerme para que no me tome la revancha?

    Camila abrió la boca para protestar por tan indigna acusación, y volvió a cerrarla al sentir que le bajaba el camisón, dejando sus pechos al descubierto.

    Tomó uno en la boca, acariciando con dientes y lengua el pezón, y cuando estuvo tan duro como deseaba, devoró el otro. Y mientras lo hacía, atrapó entre sus piernas la de Camila, y deslizó una mano por la enferma. Camila, fiel a su costumbre, le tomó por la muñeca para detenerle, y ella, igualmente fiel a la suya, la ignoró y continuó descendiendo. No mucho, pues el camisón era más corto de lo habitual. Coló los dedos bajo la batista y comenzó un ascenso tan excitante como deseado. Por ella. Y también por Camila , aunque no quisiera reconocerlo.

    Recorrió con ardientes besos el valle entre sus pechos y ascendió de nuevo hasta su boca, donde se ocupó de silenciar sus protestas de la mejor manera que sabía: besándola. Hasta que sus dedos se tropezaron con algo que no esperaba. Se apartó apenas de sus labios, mirándola perpleja.

    —Son la última moda... —musitó ruborizada.

    —¿Pantaloncitos? —Deslizó los dedos por el encaje.

    —Culote...

    —Me encantan —murmuró jugando con las yemas sobre la íntima prenda.

    Camila sonrió entusiasmada... al menos hasta que ella se acercó demasiado a aquel lugar entre sus piernas que estaba ardiendo.

    —¡Lauren!

   Ella sonrió ladina y continuó recorriendo aquella delicia para los sentidos, luego la miró con intensidad y, sin pedir un permiso que sabía no le concedería, coló los dedos bajo el pantaloncito.

    —¡Lauren! —La besó, pero ella se apartó alterada—. Espera... Eso no es...

    Volvió a silenciarla con un ósculo tan abrumador que la dejó sin respiración. Y mientras lo hacía sus yemas continuaron viajando hacia dónde nunca habían estado.

    —Lauren... por favor. —Camila se aferró a sus hombros al sentirle sobre su pubis, tan cerca de donde no debía estar y a la vez tan lejos de donde deseaba que estuviera.

    Lauren se detuvo ante su silencioso ruego. Sus labios esbozando una ladina sonrisa en tanto que sus ojos mostraban una obediencia sin límites, asegurándole sin palabras que fueran cuales fueran sus deseos, los acataría sin reproches.

    —No te detengas...

    Tiempo después, saciadas ya una de la otra, encontraron fuerzas para hablar.

Lauren explicó su viaje, explayándose en las prodigiosas máquinas y contándole avergonzada la visita al burdel. Camila, que hasta ese momento le había escuchado divertida, frunció el ceño mirándole con seriedad no exenta de agresividad.

    —¿Hay algo que debas contarme?

    —Sí. Que te echaba tanto de menos que me dolía —afirmó ella, encantada con los furibundos celos que brillaban en su mirada.

    —No me refiero a eso —protestó enfurruñada—. ¿Sigues siendo... inexperta?

    —¿Confías en mí?

    Camila la miró entornando los ojos y a la postre una serena sonrisa se dibujó en su semblante.

    —Sí.

    Volvieron a besarse, como mil veces antes, y fue una suerte que lo hicieran, porque gracias al silencio pudieron percibir los pasos que recorrían la galería acompañados del rítmico golpeteo del bastón.

    —Chist, el capitán —susurró Lauren repentinamente alerta.

    Escuchó con atención como este se detuvo frente a la puerta del dormitorio. Luego, el silencio, durante tanto tiempo que creyó haberse vuelto sorda, hasta que por fin los pasos se alejaron de nuevo.

    —Maldito chivato —masculló enfadada. Camila le miró intrigada—. Seguro que el señor Abad le ha contado que he tenido algunas pesadillas en el barco —explicó sentándose.

    —¿Algunas... o muchas? —inquirió ella arqueando una ceja. Por experiencia sabía que las tenía cada noche, aunque, desde que había tomado la determinación de mencionarle al capitán, estas finalizaban casi al momento de empezar. En el instante en el que le convencía a través de sus sueños de que su abuelo estaba con ella, armado con el bastón y dispuesto a protegerla de quien la atacaba, Lauren parecía tranquilizarse. Solo que esa no era la solución para acabar con ellas, solo las hacía más leves. Y eso siempre y cuando ella estuviera a su lado. Si no llegaba a tiempo junto a ella, o si estaba sola, como en el barco, no había modo de detenerlas y entonces...

    —¿Qué más da si ocurren a menudo o solo de vez en cuando? No es asunto de nadie —bufó Lauren.

    —Lo es de todos aquellos que te quieren y se preocupan por ti —le regañó, ¿cómo podía ser tan obtusa? Lauren se encogió de hombros, enfurruñada—. Deberías contarle al capitán lo que te atormenta. Si se ha acercado a tu cuarto a estas horas es porque estará preocupado.

    —¿Tú también vas a empezar con eso, Camz? —espetó ella saltando de la cama.

    —¿Quién más te ha dicho que...?

    —El señor Abad... Isem... se han pasado todo el viaje dándome la murga para que les contara mis pesadillas. Y no voy a hacerlo. Son solo mías. De nadie más —afirmó enfadada paseando por el dormitorio.

    — Está bien, vuelve a la cama —suspiró rindiéndose, la conocía demasiado bien como para saber que no iba a ceder en eso. Lauren negó con la cabeza, enojada—. No seas tonta, ¿no quieres amanecer conmigo?

    La miró a la vez que una socarrona sonrisa se dibujaba en sus labios.

    —¿Qué poder tienes, mujer, que caigo de rodillas a tus pies aunque no quiera hacerlo? —se rindió tumbándose a su lado.

    —Oh, soy una bruja piruja, pero no se lo digas a nadie —replicó divertida, arrancándole una carcajada que se apresuró a silenciar con un beso.

    Un beso que dio paso a muchos más que dieron paso a tiernas caricias que pronto se tornaron atrevidas...

    —Dime... ¿Qué ha sucedido en la casa durante estas dos semanas? —preguntó ella tiempo después, sin apenas resuello. Camila había pasado de tímida aprendiz a audaz experta en el curso de esa larga noche. Claro que ella tampoco se había quedado atrás.

    —Nada fuera de lo habitual. —Camila se acurrucó contra ella, acariciándole el estómago—. Mamá y yo hemos salido de compras para preparar la fiesta de cumpleaños del capitán...

    Lauren asintió adormilada sin prestar apenas atención. Quedaban poco más de un par de horas para el amanecer y sus ojos se cerraban vencidos por el sueño.

    Lauren atravesó corriendo la galería interior. ¡Se había quedado dormida! Como no era suficiente con que el capitán le echara la bronca del siglo por el inocente beso que le había dado a Camila durante la cena, ahora también le ponía en bandeja su cabeza llegando tarde.

    ¡Perra suerte!

    Pues no iba a consentirlo. No se dejaría avasallar. Si el viejo quería discutir, discutirían.

    Una ufana sonrisa sedibujó en sus labios. Estaba deseándolo; mal que le pesara echaba de menos los duelos verbales con el anciano.

    Abrió la puerta del despacho y entró decidida.

    —El ingeniero Martí me ha dado excelentes referencias sobre tu trabajo —comentó Biel en el momento en que cruzó el umbral—. Estoy muy orgulloso de ti, marinera. ¿O tal vez debería llamarte ayudante del jefe de máquinas?

    Lauren parpadeó sorprendida y, cuando por fin el significado de las palabras caló en su aturdida mente, se hinchó como un pavo. Uno con el rostro muy sonrojado.

    —¿Ha hablado con él? —Tomó asiento, mirándole expectante—. ¿Qué le ha dicho?

    —¿Acaso esperas cumplidos, grumete? —gruñó Biel, fingiéndose enfadado.

    Lauren se echó hacia atrás en la silla, herida.

    —Claro que no —masculló—. Y no soy un grumete. Soy el ayudante del jefe de máquinas, no lo olvide, capitán.

    —Ya veo que el viaje no ha conseguido contener tu insolencia. —Biel la miró de arriba abajo—. Bien. Eso me gusta. No dejes que nadie te dome... Ayudante —apostilló divertido encendiendo la pipa—. He hablado con el jefe de máquinas hace un instante y me ha indicado que sería interesante orientar tus estudios hacia...

    La mirada de Lauren voló al teléfono situado en el extremo de la mesa. Si el viejo había hablado con el ingeniero hacía poco, solo podía haberlo hecho gracias a ese artefacto. Sus dedos hormiguearon por las ganas de levantar el alargado auricular y llamar a Anna. Ojalá el capitán abandonara pronto la casa para ir al puerto a hablar con el capitán Sarriá sobre el viaje... Incluso pudiera ser que lo hiciera ese mismo día. Sí, seguro que lo hacía. El viejo no tenía por costumbre dejar los asuntos importantes para más tarde. Frunció el ceño, pensativa. Tendría que convencer a Camila e Isembard para que le cubrieran y poder hablar con Anna, de seguro estaría intranquila tras tanto tiempo sin recibir noticias. Tenía que decirle que había conseguido algo de dinero, que no se preocupara por nada pues ella se estaba ocupando de todo.

    Biel dejó de hablar al percatarse de que su nieta no solo no le estaba haciendo caso, sino que además tenía la mirada fija en el teléfono. ¡La maldita zorra volvía a inmiscuirse en el futuro de su chica!

    —Debes deshacerte de todos los vínculos que te unen a tu pasado —dijo alzando la voz a la vez que apartaba el teléfono con un golpe de bastón—. Ya no eres una vulgar estibadora, sino un miembro de la familia Jauregui, y tienes responsabilidades con tu apellido que debes cumplir y respetar.

    Lauren dio un respingo cuando el teléfono saltó sobre la mesa y luego centró una enfurecida mirada en su abuelo.

    —No soy ninguna miembro de su familia... y hablando de eso, ¡cómo se le ocurre poner en mi contrato un apellido que no es el mío! Toda la tripulación ha supuesto que yo tenía algo que ver con usted, y por si no lo recuerda, ¡es el puñetero dueño de la naviera!

    —Llevar el apellido Jauregui es un honor, deberías estar agradecida —bufó Biel ofendido.

    —¡Agradecida! ¿Se hace una idea de todas las complicaciones que me ha acarreado?

    —No han debido de ser tantas si has llegado a convertirte en uno de los ayudantes del jefe de máquinas.

    —En el único ayudante —especificó Lauren quisquillosa. Los demás eran mecánicos, con una categoría superior a la suya, por supuesto, ¡pero solo ella había conseguido que la nombraran ayudante!—. Pero eso no tiene nada que ver. ¡El primer día tuve que pelearme con la mitad de los carboneros del Tierra Umbría para hacerme respetar!

    —¿Ganaste la pelea?

    —¡Claro que sí! —bufó Lauren, ofendida por la duda.

    —Entonces no eran tantos ni tan fieros como pretendes hacerme creer —desestimó Biel—. Deja de quejarte como una niña. Llevarás el apellido que te corresponde, y no otro. —Lauren abrió la boca para replicar, pero un contundente golpe de bastón refrenó su lengua—. ¡Basta de tonterías! Retírate a desayunar, y no te demores, en un par de horas llegará el sastre para hacerte un traje adecuado.

    —¿Un traje adecuado para qué?

    — ¡Acaso no me has escuchado antes! —explotó Biel, consciente de que no lo había hecho pues estaba abstraída mirando el maldito teléfono por culpa de la zorra que la tenía sorbida el seso—. En unas semanas se celebrará mi fiesta de cumpleaños, y tú acudirás, tal y como te corresponde.

    —No pienso ir, no se me ha perdido nada allí. —Lauren abrió los ojos como platos. ¿Asistir a una fiesta? ¿Allí? ¿Rodeada de millonetis pomposos y damas cotillas? ¡Ni loca!

    — Por supuesto que irás, y serás presentada como mi nieta.

    —No puede hacer eso —jadeó estupefacta, ¿Una sucia estibadora codeándose con la flor y nata de la sociedad? ¡Se convertiría en el hazmerreír de la fiesta!

    —¡Claro que puedo, y lo haré!

    Lauren le miró atónita, ¿qué había hecho mal para que el viejo quisiera ridiculizarle delante de todo el mundo?

    —No soy su mono de feria, capitán.

    —¡Cómo te atreves! —tronó Biel furioso.

    —¡No! ¡Cómo se atreve usted! ¿Qué hará, ponerme un collar de perro y pasearme por el salón para que todo el mundo pueda ver lo bien educada que está su bastarda? ¿Tal vez quiere que realice algún truquito? Ya sabe: levanta la patita, baja la patita, suma esto, resta lo otro, recita el abecedario... Seguro que todo el mundo se mostrará encantado con el espectáculo. Ninguna fiesta es divertida si no hay una imbécil sobre el que murmurar y reírse. Ya me estoy imaginando lo que dirán sus amigos: Oh, que bastarda tan inteligente, si hasta sabe leer... y la han vestido de lechuguina como si fuera un caballero. ¡Qué mono! Démosle unas galletitas por portarse tan bien y ser tan graciosa —entonó con voz de falsete—. No, capitán. Si quiere una payasa para entretener a sus amigos, ¡busque a otra!

    —¡Basta! No eres ninguna payasa, ¡y tampoco eres una bastarda!

    —¿Ah, no? Puñetas, fíjese si soy imbécil que pensaba que los hijos de las putas siempre eran bastardos.

    —¡No te permito que hables así! ¡No hay bastardos en mi familia!

    —¿No? Pues siento mucho comunicarle que sí tiene bastardos. Yo. Y no pienso ser el hazmerreír de su fiesta.

    —¡Maldita insolente! He dicho que no hay bastardos en mi familia. ¡Y no los hay!

    —Siga repitiéndolo, viejo, tal vez algún día sea cierto —espetó Lauren saliendo del despacho.

    Biel observó enfurecido la puerta, hasta que, con un airado ademán descolgó el teléfono e hizo girar la manivela que lo hacía funcionar.

    —Quiero hablar con el juez Pastrana.

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