Amanecer Contigo, Camren G'P

By issaBC

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Barcelona, 1916. En su lecho de muerte, Michael, la oveja negra y único heredero de la acaudalada familia Jau... More

CAPITULO 1
CAPITULO 2
CAPITULO 3
CAPITULO 4
CAPITULO 5
CAPITULO 6
CAPITULO 7
CAPITULO 8
CAPITULO 9
CAPITULO 10
CAPITULO 11
CAPITULO 12
CAPITULO 13
CAPITULO 14
CAPITULO 15
CAPITULO 16
CAPITULO 17
CAPITULO 18
CAPITULO 19
CAPITULO 20
CAPITULO 21
CAPITULO 22
CAPITULO 23
CAPITULO 24
CAPITULO 26
CAPITULO 27
CAPITULO 28
CAPITULO 29
CAPITULO 30
CAPÍTULO 31
CAPITULO 32
CAPITULO 33
CAPITULO 34
Epílogo

CAPITULO 25

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By issaBC

 No necesitamos continentes nuevos, sino personas nuevas.

    JULIO VERNE,
Veinte mil leguas de viaje submarino

    25 de junio de 1916

    — Yergue esa espalda y da media vuelta, carbonera —siseó Enoc en voz baja situándose a su lado—. Si sigues despidiéndote de Camila con esa cara de absoluto sufrimiento acabarás por convertirte en la bufón del viaje —le increpó dándole un disimulado empujón.

    Lauren aferró con fuerza su petate y, tras echar una última mirada al muelle y a las personas, a Camila, que desde allí le despedían, giró sobre sus talones y siguió a Enoc a través de la cubierta principal del Tierra Umbría.

Pasó junto a aguerridos marineros vestidos de faena que no se molestaron en ocultar sus despectivos comentarios, todos los cuales versaban sobre la presencia en el barco de la señoritinga nieta del capitán Jauregui.

    —¿Saben que soy la nieta bastarda del capitán? —preguntó perpleja a Enoc.

    —Sí.

    —¿Cómo pueden saberlo?

    —El capitán cursó tu contrato a nombre de Lauren Jauregui, cuando lo entregué al oficial administrativo este me preguntó si tenías alguna relación con el capitán Jauregui, y yo le dije que sí —respondió Enoc encogiéndose de hombros.

    —¿Por qué hizo eso? —jadeó Lauren mirando a su alrededor; cada vez eran más los marineros que se detenían para mirarle. La jugada del capitán iba a darle muchos problemas—. ¡Mi apellido es Bassols! No tiene derecho a cambiarlo a su antojo. Además, se supone que nadie debería saber que soy la bastarda de Michael —gimió turbada. ¿A qué demonios estaba jugando el viejo?

    —Lauren Jauregui Bassols, ese es tu nombre a partir de ahora, acostúmbrate a él —dijo Enoc por toda respuesta.

    Lauren negó con la cabeza, dispuesta a seguir discutiendo, pero tuvo que interrumpirse debido a la llegada de uno de los oficiales, o al menos eso supuso al ver su uniforme.

    —Menuda pipiola me ha traído, señor Abad —comentó el hombre entrado en años, de barba cana, calva brillante y manos grasientas, las cuales se limpiaba, con escaso resultado, en un trapo aún más grasiento—. ¿Cree que servirá para algo?

    —Hará su trabajo, señor Zulueta —replicó Enoc sin pararse.

    —Si usted lo dice... —El hombre miró a Lauren de arriba abajo—. Cámbiate de ropa cuando bajes al infierno, nietecita del capitán, no me gustaría que se manchara tu pulcro traje —le dijo con desprecio a Lauren—. El turno del novato comienza en una hora, procure que no llegue demasiado pronto, señor Abad, no me hago responsable de lo que le pueda pasar en el entrepuente si se encuentra con mis chicos —indicó sacudiendo la cabeza a modo de despedida.

    —¿A qué ha venido eso? —inquirió Isembard observando sorprendido al anciano.

    —Es una advertencia —explicó Enoc dirigiéndose a Lauren—. La tripulación de máquinas no suele aceptar a los nuevos sin protestar, más aún si estos vienen recomendados. Te conviene esperar a que la sirena del turno haya sonado y todos los operarios de las calderas estén inmersos en su trabajo. Es la única manera de que no te estén esperando en el entrepuente.

    —¿Me está diciendo que debo llegar tarde mi primer día de trabajo? — Lauren le observó perpleja—. Me ganaré una bronca.

    —Mejor una bronca que una paliza. —Enoc se encogió de hombros y sacó un maltrecho cigarrillo del bolsillo de su chaleco—. Por cierto, el señor Zulueta es el segundo oficial del infierno, te interesa lamerle bien el culo si no quieres que tus turnos se junten unos con otros.

    —¿Lamerle el...? ¿El infierno? ¡De qué diantres está hablando, señor Abad! —explotó Isembard mirando alternativamente a su furiosa alumna y al burlón hombre.

    —El infierno es como llaman los marineros a la sala de calderas. Con respecto a lo otro, Lauren sabe de lo que hablo —comentó Enoc abriendo la puerta de uno de los camarotes de la cubierta de oficiales.

    Lauren entró tras él conteniendo un bufido y, al girarse para cerrar, se entretuvo un instante en contemplar la escena que se desarrollaba ante ella. A pesar de que aún estaba amaneciendo, el barco era un hervidero de actividad. Los marineros recorrían las cubiertas esquivándose unos a otros con premura no exenta de cuidado mientras sobre sus cabezas se balanceaban palés cargados con todo tipo de mercancías. Enormes grúas los trasladaban desde los vagones estacionados en el muelle hasta las cubiertas, donde eran trasladados por otras más pequeñas hasta las bodegas. Y por encima de esa vorágine de actividad imparable, la enorme chimenea que se elevaba en el centro del barco escupía humo. Un humo denso y negro que se estiraba formando una senda enlutada en el claro cielo de ese amanecer.

    Aún aferrada al picaporte, Lauren observó a un grupo de hombres que se afanaban junto a la escotilla de proa sin dejar de lanzarle desdeñosas miradas. Torció la boca en un gesto de desagrado y su mirada voló sobre las cubiertas, las grúas y el agua, hasta más allá de la zona de carga y descarga del muelle, donde, junto a un elegante y lujoso automóvil, una joven vestida de blanco permanecía inmóvil. El corazón se le atenazó en el pecho al imaginarse el rostro de Camila. Estaría sonriendo, con sus castaños rizos volando alborotados por la brisa marina y sus ojos cálidos entristecidos por la distancia que les separaba.

    —Deja de perder el tiempo, Lauren —le llamó Enoc desde el interior del camarote.

    Lauren asintió una sola vez, grabándose en la retina la imagen de Camila despidiéndole, y acto seguido, giró sobre sus talones y entró en el que sería su hogar durante dos semanas.

    —Quizá deberíamos ocupar una de las dependencias de la bodega de la tripulación —comentaba Isembard en ese momento—. Tener un camarote de oficiales solo hará que los marineros tomen más inquina a Lauren...

    —El capitán fue claro al respecto, no quiere que Lauren deje los estudios durante el viaje, y en la bodega no hay camarotes, sino compartimentos con literas, separados por una pared de metal de la sala de máquinas. Es casi imposible dormir allí con las vibraciones y los ruidos de las máquinas y el agua, menos aún estudiar. Aunque si a Lauren le apetece compartir espacio con una veintena de marinos ofendidos que piensan que tiene enchufe, puedo intentar cambiarle —comentó Enoc burlón.

    —No, está bien así —murmuró Lauren observando con atención la estancia.

    No era muy amplia y el suelo parecía mecerse bajo sus pies... y así sería cuando el barco zarpara. Contaba con un alargado aparador con un lavabo de loza incrustado, frente a este una mesa y dos bancos corridos, y tras estos, dos parejas de literas, enfrentadas y ancladas a las paredes, entre las que había un estrecho pasillo en el que se ubicaba un arcón que hacía las veces de armario. Lauren frunció el ceño al darse cuenta de que allí no tendría ningún tipo de intimidad. Instantes después sus labios esbozaron una despectiva sonrisa, por lo visto bastaban solo dos meses para acostumbrarse a la buena vida. Antes de vivir en la casa del capitán jamás se le había pasado por la cabeza tener un lugar donde dormir ella sola, claro que antes vivía con Anna, y ella estaba acostumbrada a sus pesadillas. Miró a los hombres que compartirían el camarote con ella. ¿Cómo reaccionarían cuando averiguaran que sus noches no eran en absoluto tranquilas? Ojalá pudiera hacer algo para evitar descubrirse.

    Vació el petate en el arcón y salió a cubierta buscando los aseos de oficiales. Una vez los encontró se lavó la cara, la nuca y el torso con agua fría, más le valía estar bien despierta cuando empezara su turno.

Cuando regresó al camarote, Isembard ocupaba la litera que había sobre la suya y el señor Abad la que la enfrentaba. Se sentó en uno de los bancos corridos, pensativa, y un instante después se levantó y comenzó a desnudarse. Cambió el traje azul que tanto le gustaba a Camila por una amplía camisa gris y unos pantalones negros, se caló una gorra y tras abrocharse las botas se dirigió a la puerta.

    —Aún no ha sonado la sirena —le advirtió Enoc.

    —No quiero llegar tarde —replicó Lauren desafiante antes de abandonar el camarote.

Enoc no pudo por menos que sonreír.

    —Se va a buscar problemas —musitó Isembard preocupado.

    —Al contrario, va a solucionarlos...

    —Son más de las siete y todavía no ha regresado —Isembard entró preocupado en el camarote—. Debería ir a comprobar si está bien, señor Abad.

    —¿No ha ido usted a hacer eso? —replicó Enoc burlón, tumbado en su litera. Era divertido ver como el recto profesor se inquietaba por su alumna como una mamá gallina.

    —No me han dejado ir más allá de las cubiertas... dicen que las entrañas del barco no son lugar para un pipiolo como yo —musitó enfurruñado sentándose en el banco corrido—. No me gustan los marineros de este barco, señor Abad.

    —Son hombres rudos, hechos a sí mismos, y no aguantan las estupideces de nadie...

    —¡Estupideces! Lauren ha salido de este camarote de madrugada, ¡lleva más de doce horas desaparecida!

    —Su turno es de diez horas con un intermedio de una para comer —indicó Enoc por enésima vez, armándose de paciencia—. En realidad solo se está retrasando una hora. Es muy probable que se haya entretenido en el comedor de tripulación con sus compañeros.

    —Unos compañeros que, si no he entendido mal, quieren darle una paliza.

    —Lauren sabrá apañárselas, siempre lo ha hecho. Y, de todas maneras, la tripulación sabe hasta dónde puede llegar, no le harán mucho daño. No, si quieren seguir a bien con el capitán.

    Isembard abrió la boca para replicar y, en ese momento, la puerta del camarote se abrió y Lauren regresó por fin. Tenía el pelo alborotado, la ropa manchada de hollín y carbón, los nudillos despellejados, un ojo morado y una fea herida en el pómulo izquierdo.

    —¡Lauren, por Dios! ¿Qué te ha pasado? —exclamó Isembard acercándose a ella.

    — Es difícil no mancharse cuando estás cebando las calderas —musitó la joven quitándose las botas y la ropa quedando con una venda en su torso

    —¡No me refiero a tu ropa, sino a tu cara!

    —¿Mi cara? —Lauren le miró confundida a la vez que se inclinaba sobre el lavabo. En el momento en que el agua tocó su pómulo comprendió a qué se refería—. Ah, lo dices por la herida. Tuve un intercambio de opiniones antes de entrar en el infierno. Uno de los marineros llevaba un anillo —explicó con indiferencia—. No es nada, no necesita puntos —aclaró haciendo una mueca mientras se frotaba la cara con una toalla empapada en agua jabonosa.

    —¿Un intercambio de opiniones? Pero estás hecha un desastre. Espero que hayas informado de la agresión al capitán Sarriá —comentó Isembard observando petrificado la amalgama que se alcanzaba a ver debajo de la venda, de cicatrices que le recorría la espalda. Parecían antiguas. ¿Quién había sido el malnacido que le había hecho eso?

    —No, ¿por qué iba a hacerlo? Ya está solucionado —afirmó Lauren, descartando la toalla sucia y usando otra para asearse el cuello y los brazos.

    —El señor del Closs estaba preocupado por tu tardanza, Lauren —comentó Enoc observándole con satisfecha admiración. La esquelética muchacha a la que había salvado tres meses atrás se había convertido en una mujer de recios músculos.

    —Me entretuve jugando una partida con mis compañeros en el comedor —explicó poniéndose un pantalón limpio para a continuación sentarse en uno de los bancos.

    —¿Con los mismos compañeros con los que te has peleado? —farfulló Isembard sin entender qué diantres estaba pasando ahí.

    —Eh... sí. Pero eso fue antes de empezar a trabajar, cuando llegué al infierno de madrugada. Ellos me dijeron lo que pensaban de mí, yo les di mi opinión... Ahora ya está todo arreglado, y además, les he ganado a las cartas. En la cena tendré un par de postres extras. —Tomó un cuaderno y comenzó a dibujar—. En la sala había diez calderas alimentadas por cincuenta y cinco hogares de carbón. ¿Te imaginas la potencia que consiguen? Es impresionante, Isem. ¿Cuántas toneladas de carbón utilizarán cada día?

    Isembard observó impresionado a Lauren mientras esta dibujaba y hacía cálculos en su cuaderno, al menos hasta que sus ojos comenzaron a cerrarse y su cabeza a caer.

    —Vete a la cama, mañana continuarás...

    —Quiero dibujarlo todo antes de que se me olvide —rechazó Lauren sacudiendo la cabeza.

    — No se te va a olvidar, marinera, y si ese fuera el caso, mañana volverás al infierno y podrás verlo de nuevo. —Enoc, menos considerado que Isembard, le arrebató el cuaderno de las manos y aferrándole por la nuca la empujó a la cama.

    Lauren protestó unos segundos, justo el tiempo que tardó en quedarse dormida.

    —Está derrotada —musitó Isembard tapándole con una áspera manta—. Esos turnos de diez horas son inhumanos. Una aberración.

    —Es lo que hay, señor del Closs.

    —Deberíamos tomar ejemplo de Estados Unidos, allí está instaurada la jornada de ocho horas desde el siglo pasado.

    —Sus buenas huelgas les costó —dijo Enoc liándose un cigarrillo—. No se preocupe por Lauren, ya no es una niña. Mañana estará más descansada. ¿Qué le parece si damos una vuelta por cubierta y luego nos acercamos al comedor a por la cena? Cogeremos algo para Lauren.

    —¿Ha visto esas cicatrices que tiene en la espalda? —inquirió Isembard antes de abandonar el camarote.

    —Las vi cuando llegó a la casa. Si alguna vez averiguo quién se las hizo... lo mataré.

    —No me extraña que Lauren esté fascinada por los motores de este barco, tal y como lo expone el jefe de máquinas, hasta yo me siento atraído —comentó Isembard al regresar de la cena, parándose frente al camarote—. Debería acoger a Lauren en la sala de máquinas, estaría mucho mejor que en esas calderas infernales.

    —Lo hará cuando lo considere oportuno, señor del Closs, no lo dude —afirmó Enoc en tono conspirador abriendo la puerta.

    Al entrar en el camarote, Isembard dejó la cena de Lauren en la mesa mientras que Enoc se sentó en un banco y procedió a liarse un cigarrillo.

    El tabaco se le cayó de las manos al escuchar un sollozo proveniente de las literas.

    Se levantó de inmediato y se dirigió hacia allí seguido por Isembard.

    —Una pesadilla —masculló este último al ver la manta en el suelo y a Lauren doblada sobre el catre, con la espalda apoyada en la pared mientras se cubría con los brazos la cabeza.

    Como si quisiera hacerse lo más pequeña posible.

    Como si se estuviera escudando de un agresor imaginario.

    —Lauren... despierta. —Enoc se inclinó sobre ella, tocándole el hombro.

    La reacción de la joven no se hizo esperar.

Saltó de la litera, gruñendo como un animal acorralado, y la emprendió a golpes con él.

Enoc no tuvo más remedio que defenderse. Y no fue fácil. Desorientada por el miedo Lauren atacaba todo lo que se le ponía por delante, ya fueran sus compañeros, las paredes o los postes de las literas. La única manera que Enoc encontró para detenerle fue torcerle un brazo a la espalda y tumbarle de cara al suelo, colocándose encima de ella mientras le aferraba la garganta con la mano libre.

    Fue peor el remedio que la enfermedad, pues Lauren comenzó a estremecerse con fuerza a la vez que pedía a gritos que le soltara, que no le hiciera nada, que le dejara tranquila.

    —¡Maldita sea, no voy a hacerte nada! —exclamó Enoc apartándose lo suficiente para que sus cuerpos no se tocaran, pero sin soltarle—. Despierta de una jodida vez.

    —Lauren... abre los ojos y mírame —le ordenó Isembard tumbándose frente a ella en el suelo—. Soy Isem, estás conmigo y el señor Abad, en tu camarote.

    Lauren parpadeó, intentando enfocar la mirada en la cara conocida de su profesor.

    —¿Dónde está Camila? —jadeó mirando nerviosa a su alrededor, sin dejar de intentar zafarse del hombre que le sujetaba.

    —Tranquilízate, Lauren —siseó Enoc en su oído—. Estás entre amigos.

    —¿Dónde está Camila? —volvió a gemir desesperada a la vez que golpeaba el suelo con el puño que tenía libre.

    —Camila está en casa, en Barcelona.

    —¿Y el abuelo?

    —El capitán está con ella. Nadie va a hacerles nada.

    —El abuelo tiene un bastón... Camila dijo que le rompería los dedos al hombre sin dientes —musitó confundida, quedándose inmóvil.

    —Le romperá la cabeza si es necesario —afirmó Enoc sin soltarle.

    —Sí que lo hará... —Lauren sacudió la cabeza, comenzando a separar pesadilla de realidad—. Suélteme.

    —¿Estás despierta?

    —Sí.

    —¿Dónde estás?

    —En el Tierra Umbría. En el camarote...

    Enoc le soltó por fin, dejándole espacio para que se levantara.

    —¿Qué demonios estabas soñando?

    —Nada. Yo... Necesito que me dé el aire —farfulló Lauren abandonando el camarote.

    Isembard intercambió una preocupada mirada con Enoc y, tras coger una chaqueta del arcón, se apresuró a seguirle.

    No fue difícil encontrarla, bajo la luz de la luna mientras, inclinada sobre la baranda de proa, vomitaba por la borda. Isembard aguardó en silencio hasta que terminó, y entonces se acercó y lo cubrió con la chaqueta.

    —¿Estás bien?

    Lauren asintió con la cabeza, inclinada sobre la baranda con los brazos y las manos colgando fuera del barco.

    —¿Segura? —Isembard intentó verle la cara.

    —Sí —masculló Lauren girándose para que no pudiera verle.

    —Estás temblando.

    —Es una noche fría.

    —No lo es. —Lauren se encogió de hombros, remisa a mirarle—. Hoy ha sido un día de muchas emociones —comentó Isembard dándole en cierto modo una excusa para que se explicara. Pero ella se limitó a asentir con la cabeza una sola vez. La mirada perdida en algún punto del oscuro horizonte—. ¿Qué te ha pasado ahí dentro? —Lauren negó con la cabeza—. Cuéntamelo, te sentirás mejor.

    —Echo de menos a Camila —musitó en voz baja antes de incorporarse y echar a andar—. Regresa al camarote, Isem, voy a pasear un rato. Sola —le despachó sin mirarle.

    Isembard no se movió del sitio. Aguardó hasta que Lauren cambió de cubierta, desapareciendo de su vista. Luego olisqueó el aire y se giró hacia una esquina en sombras.

    —No es correcto espiar a la gente, menos aún si son amigos —murmuró.

    —No. No lo es, pero a veces es necesario —replicó Enoc saliendo de su escondite, la punta del cigarrillo brillando entre sus dedos—. Regrese a la cueva, profesor, yo cuidaré de nuestra chica —dijo deslizándose como una sombra en la oscuridad en pos de la joven.

    La encontró poco después, sentada sobre unos cabos enrollados, con los brazos envolviendo sus piernas y la cabeza hundida entre las rodillas. Esperó en silencio, sin hacerse notar, hasta que los sollozos ahogados dieron paso a una respiración pausada, y en ese momento, se sentó en el suelo frente a ella, acomodándose contra una pared, y se dispuso a vigilar su sueño.

    30 de junio de 1916

    — Me gusta la chavala —comentó el señor Zulueta—. Tenía usted razón, ingeniero Martí. Es una buena trabajadora, tiene una curiosidad sin límites y muchas ganas de aprender. Está pendiente de cada bufido de las calderas, estoy seguro de que si la dejara, las destriparía para ver cómo son por dentro —fijó la mirada en su superior—. Es una pena que desperdicie su talento cebando carbón...

    1 de julio de 1916

    —Lauren, preséntate en la sala de máquinas.

    Lauren se detuvo un instante para mirar extrañado al oficial Zulueta. ¿Para qué querrían a una carbonera en la sala de máquinas? Quizá tendrían escoria de la que deshacerse. Miró a su alrededor buscando una carretilla y cuando la localizó asintió con la cabeza y continuó haciendo girar la llave inglesa sobre uno de los tubos que salían del hogar de carbón.

    —¡Acaso no me has oído, marinera! —gritó el oficial al ver que no se movía—. ¡Es que no tienes boca para hablar, o lo que te faltan son modales para dirigirte a un superior!

    —Sí, señor. Lo lamento, señor —se apresuró a contestar Lauren, frunciendo el ceño al darse cuenta de que había olvidado hacerlo antes. Por fin entendía a qué se refería el señor Abad con lo de lamer el culo. No era que tuviera que hacerle la pelota a nadie, sino que siempre debía estar presta a contestar y, estaba hasta las narices del «sí, señor» y del «no, señor». No le extrañaba que Etor se hubiera vuelto loco cuando era marino y que por eso jamás dejara de decir esas palabras—. Disculpe, señor, pero el separador se ha obturado y no permite la salida de las cenizas al contenedor, estoy intentando arreglarlo...

    —No te pagamos para arreglar nada, sino por obedecer, y creo que mi orden está clara.

    —Sí, señor, pero... —Lauren se interrumpió—. Voy ahora mismo, señor. —Se apartó del hogar, dirigiéndose presurosa a la salida.

    —Arréglate un poco antes de presentarte ante el jefe de máquinas, que no se diga que mis trabajadores no saben cómo utilizar el jabón —le advirtió lanzándole una toalla—. Y, Lauren, no quiero escuchar ni una sola recriminación de labios de los otros oficiales sobre tu trabajo en la sala de máquinas, eres una de mis trabajadores y debes dejar el pabellón bien alto.

    —No la escuchará, señor —afirmó cogiendo al vuelo la toalla.

    Tomó la camisa limpia que había dejado a buen recaudo y se dirigió a toda prisa a la sala de máquinas, parándose antes en los aseos para lavarse con rapidez y cambiarse la camiseta sin mangas, más negra que blanca, por la camisa. No fuera a ser que al ingeniero se le ocurriera quejarse al oficial Zulueta porque se había presentado en camiseta interior... ¡Como si no supiera el calor que hacía en el infierno!

    —Ingeniero Martí —saludó al entrar en la sala de máquinas—, el oficial Zulueta me ha ordenado que...

    —Póngase un mono de trabajo y acompáñeme —le ordenó el hombre mayor de frente prominente y enmarañado bigote.

    Lauren asintió, acordándose a tiempo de decir el consabido «sí, señor» en voz alta, y, sin perder un segundo, se puso el mono azul sobre la ropa y le siguió por las metálicas entrañas del barco en las que las dos enormes máquinas de vapor trabajaban en paralelo, ocupando casi todo el espacio y dejando un estrecho corredor entre ellas.

    —¿Sabe qué es lo que mueve este mercante? —le preguntó el ingeniero deteniéndose junto a un montante que era casi tan alto como ella.

    —Dos máquinas de vapor, señor.

    —¿De veras? No me había dado cuenta. —La miró de arriba abajo con una ceja arqueada—. ¡Por el amor de Dios, marinera! ¿Eso es todo lo que puede decirme sobre este prodigio de la ingeniería? —le increpó enfadado dando media vuelta—. Regrese al infierno, no estoy dispuesto a perder el tiempo con inútiles.

    —Señor, son dos máquinas de vapor de cuatro cilindros, uno de alta presión, otro de presión intermedia y dos de baja presión; tienen triple expansión y son de tipo invertido —se apresuró a decir Lauren yendo tras él—. Permiten la inversión de giro del eje de la hélice y...

    —Parece que sabe algo más de lo que ha dado a entender en un principio —le interrumpió satisfecho, por lo visto solo hacía falta un pequeño susto para sacar a la muchacha de su atolondramiento—. Acompáñeme. —Se internó por el corredor de servicio hasta la escalera metálica que daba acceso a las entrañas de una de las máquinas—. ¿Qué ve? —preguntó subiendo a la estrecha plataforma.

    — Los... los soportes del cigüeñal —musitó Lauren mirando fascinada lo que la rodeaba, olvidándose de todo, excepto de la maquinaria que tenía ante ella—. ¡Es enorme! Mucho más grande de lo que pensaba. Y esas deben de ser las dos excéntricas del cilindro delantero de baja presión...

    — Señor Anglet —llamó a uno de los operarios—, de le a la novata un equipo. A partir de este momento esas herramientas son responsabilidad suya, señora Jauregui, si alguna se rompe o se pierde, se le descontará del sueldo. Las quiero ver siempre tan brillantes como el coño de una recién casada, ¿me ha entendido? —Lauren asintió con la cabeza—. No la he oído.

    —Sí, señor. Entendido, señor. Estarán siempre brillantes —balbució observando fascinada las herramientas encajadas en el cinturón. ¿Iba a permitirle trabajar allí? ¿Con esas máquinas? No podía tener tanta suerte...

    —Bien. Sígame... Y, señora Jauregui, no soy amigo de repetirme, así que le aconsejo que preste mucha atención a todo lo que digo. Solo lo escuchará una vez.

    —¡Me han dividido los turnos! —exclamó Lauren mucho más tarde, entrando excitada en el camarote—. A partir de ahora voy a trabajar de siete a doce en la sala de calderas y de una a siete en la sala de máquinas, pero si como rápido puedo ir allí antes de la una —explicó paseándose nerviosa por la estancia—. ¿Te lo puedes creer, Isem?

    — No me parece un buen trato, vas a trabajar una hora más que antes —comentó este, divertido al verla tan entusiasmada.

    —Ojalá pudiera ser más tiempo. No te puedes hacer una idea de cómo es, Isem. Cada máquina tiene ocho metros de altura, y todo encaja a la perfección. Los pistones se mueven con la misma precisión que un reloj suizo y las turbinas... —les explicó con palabras y gestos antes de detenerse un segundo para tomar un cuaderno—. ¿Sabes cuánto ocupan las bancadas? ¡Casi veinte metros!

    Enoc e Isembard se miraron sonrientes mientras Lauren explicaba exaltada todo lo que había visto a la vez que dibujaba en las cada vez más escasas hojas en blanco del cuaderno.

    —El jefe de máquinas ha comentado con uno de los mecánicos que los talleres en los que se montaron las máquinas han sido comprados por el capitán Jauregui... ¿Se refiere a mi abuelo? —inquirió esbozando con cuidado los álabes del estator de la turbina.

    Enoc sonrió al escuchar a Lauren referirse al capitán como «abuelo» sin darse cuenta, por lo visto la muchacha le tenía más cariño a Biel del que se empeñaba en mostrar.

    —Sí. El capitán los compró hace poco más de una semana. Quiere extender los horizontes de la empresa construyendo motores para barcos y locomotoras.

    —El futuro está en los coches —musitó Lauren sin apartar la vista del papel.

    —¿Perdón?

    —Los motores para barcos y locomotoras son un buen negocio, pero muy limitado. El futuro está en los motores de combustión para los coches. Cada vez más gente quiere tener uno, y quien consiga abaratar los costes y hacerlos accesibles para el común de las personas se hará de oro. Las máquinas de vapor tienen los días contados, son demasiado grandes y costosas. Hace diez años, en Estados Unidos, EHV fabricó un motor de combustión interna de tres cilindros y doble expansión para un automóvil, pero falló el consumo de combustible. Era excesivo. Es necesario afinarlos un poco más, y, cuando se consiga... El futuro estará en nuestras manos.

    —¿En serio? —murmuró Enoc sentándose junto a ella mientras miraba con una ceja enarcada al profesor. Por lo visto a Lauren no solo le apasionaban los motores, también parecía saber cómo iba a ser el futuro... y mucho temía que no andaba nada desencaminada.

    5 julio de 1916

    —Dejad eso. —Enoc fue a la mesa donde Isembard instruía a Lauren, tomó los libros y los guardó en el aparador—. Mañana es el primer día libre de Lauren, vamos a disfrutar de la noche. —Se dirigió al arcón y lo abrió risueño—. Poneos guapos, pipiolos, al sitio al que vamos no admiten zarrapastrosos —les indicó refiriéndose a la costumbre que todos ellos habían adquirido de estar en el camarote vestidos solamente con los pantalones y la camiseta interior. En su descargo cabe decir que allí dentro hacía un calor infernal.

    —Prefiero quedarme aquí, estoy cansada. Además, ya sabes que no bebo, y tampoco me hace especial ilusión pasar la noche en un tugurio. —Lauren tomó de nuevo los libros. Sabía a qué dedicaban el tiempo y a qué tipo de lugares iban los marineros cuando libraban, y se negaba a caer en eso. Bastante lo había sufrido ya de niña.

    —No te quito la razón —Isembard echó una anhelante mirada por la escotilla—, pero llevamos diez días encerrados en el barco, no nos vendría mal pasear por un sitio que no se moviera bajo nuestros pies.

    —¡Amén a eso! —exclamó Enoc—. Además, hazme caso muchacha, el sitio al que os voy a llevar no tiene nada que ver con un tugurio. Vamos, vístete.

    Tiempo después los tres caminaban por las calles de Port Saíd, su andar tambaleante los identificaba como marineros recién desembarcados. Tras ellos quedaba el puerto y los enormes acorazados que en él fondeaban.

    —No puedo creer que me esté mareando —comentó Isembard sacudiendo la cabeza.

    —Apenas dos semanas en el mar y ya no sabe andar en tierra —se burló Enoc esquivando a un hombre de mirada perdida y desordenada barba—. No os separéis de mí —les advirtió—, las calles están tomadas por los refugiados y, aunque no son peligrosos, no conviene que os encontréis solos frente a un grupo de ellos.

    Lauren e Isembard asintieron a la vez que aceleraban sus pasos. Aunque parecía haberse librado de lo peor de la guerra, Egipto era un protectorado británico, y Port Saíd, el puerto de entrada al canal de Suez, estaba abarrotado de refugiados sirios que huían del ataque turco. A pesar de la tranquilidad reinante en sus calles, Enoc era consciente de que el inmenso canal actuaba de trinchera para el país, de la misma manera que este se saltaba los acuerdos de la Convención de Constantinopla permitiendo el acceso a los barcos aliados y negándoselo a las potencias centrales. En definitiva era un polvorín a punto de explotar, de ahí que el Tierra Umbría solo atracara una noche, zarpando sin demora esa misma madrugada.

    Dejaron atrás el canal y siguieron a Enoc a través de calles que formaban una ordenada cuadrícula, delimitadas por edificios con artesanales balcones de madera. Hasta que por fin se detuvieron frente a uno. No era el más bonito ni tampoco el más moderno, pero los tupidos cortinajes rojos que tapaban las ventanas le daban un aire de decadente sensualidad que no dejaba lugar a dudas sobre lo que ocurría en su interior.

    —Kehribar Inciler —murmuró Isembard leyendo el letrero que había sobre la puerta.

    —Perlas de ámbar —tradujo Enoc.

    —Qué tontería, no existen perlas de ámbar. —Lauren observó intrigada la serie de golpecitos que Enoc daba en la puerta, como si fuera una contraseña.

    —Por supuesto que existen, están entre las piernas de las mujeres —afirmó Enoc dándole una conspiradora palmada en la espalda en el mismo momento en que las puertas se abrían.

    El Kehribar resultó ser, tal y como Lauren se había temido, un burdel. Uno de los caros. No de los de cinco pesetas. Más bien de los de cien... o incluso más. Las tupidas telas rojas que desde el exterior había tomado por cortinas no lo eran. O tal vez sí, solo que en lugar de cubrir las ventanas, revestían la totalidad de las paredes de la sala en la que se encontraban. Bajo sus pies descalzos, pues les habían instado a dejar los zapatos en la antesala, podía sentir la esponjosa suavidad de las alfombras. Mujeres apenas vestidas reposaban indolentes sobre mullidos cojines de todas las tonalidades del arcoíris.

Exuberantes plantas formaban un pasillo alrededor de un estrecho estanque de aguas claras en el que hombres semidesnudos y de cuerpos depilados retozaban juguetones con los pies de las personas sentadas en la orilla. Sobre soportes de marfil en forma de concha se quemaba un extraño incienso del que emanaba un aroma de envolvente sensualidad que se mezclaba con la incitante música tocada por una orquesta de mujeres tan semidesnudas como sus compañeras.

    Isembard, inmóvil junto a Lauren, carraspeó avergonzado a la vez que se apresuraba a cerrarse la chaqueta a pesar del calor reinante.

    —Este lugar es un burdel —manifestó incómodo tirando de los bordes de la prenda.

    —Eso parece —corroboró Lauren mirando a su alrededor.

    Puede que fuera el lugar más suntuoso en el que había estado nunca, pero no era más que un prostíbulo, similar en esencia, que no en lujo, a todos aquellos que había conocido. Ahogó un bostezo a la vez que se estiraba con disimulo; era su noche libre, pero había trabajado duramente todo el día. Estaba molida.

    Enoc miró de reojo a sus compañeros. No cabía duda de que al maestro le habían impresionado considerable, y visiblemente, todos esos cuerpos femeninos semidesnudos. Sin embargo, la nieta del capitán parecía aburrida. Sevval sabría cómo animarle, pensó al ver a la dueña del local acercándose a él. Se saludaron con amistosa cortesía y, tras presentarle a sus acompañantes, se retiró con ella a un rincón. Ni los mojigatos oídos del maestro, ni mucho menos los suspicaces de Lauren debían escuchar su conversación, pues la  muchacha bien podía entenderles, y eso no le convenía en absoluto.

    —Así que quieres una acompañante especial para la nieta del capitán Jauregui. Dulce pero lujuriosa, de apariencia frágil y virginal pero ducha en las artes del sexo. Quieres que le haga perder la razón pero que a la vez impida que se encapriche con ella —murmuró golpeándose los labios con sus estilizados dedos—. No es fácil lo que pides. Tampoco barato.

    —El precio no será un problema.

    Sevval dirigió una mirada calculadora a la joven que precisaba tan complicado trabajo. No parecía fascinada con ninguna de sus chicas, de hecho, casi parecía a punto de dormirse.

    —¿Algún requisito físico?

—Castaña, pelo rizado, ojos castaños y pechos pequeños —dijo Enoc describiendo a Camila.

    —Haré lo que pueda. —Sevval desvió la mirada a Isembard—. Y el hombre que le acompaña, ¿algún gusto en particular?

    —Voluptuosa, pechos grandes y buen culo.

    —Eso es fácil. ¿Y tú? ¿Qué será esta vez, un impetuoso gavilán o un sumiso cordero?

    —Ninguno. Estoy de servicio —bromeó Enoc.

    —Es una lástima, Ishaq podría hacerte olvidar —murmuró señalando a uno de los hombres, el más fornido de todos, que apoyado indolente en el borde del estanque le observaba con aire depredador.

    —En otra ocasión.

    —Como me visitas tan a menudo... —protestó haciendo un mohín antes de llamar la atención de una morena para luego dirigir la mirada a Isembard—. Kaamla llevará al mayor al Paraíso. Y creo tener a la hurí adecuada para la joven. Por cierto —dijo bajando la voz—, el Luz del Alba está atracado en Port Fuad.

    —Entiendo. —Enoc miró inquisitivo a su alrededor antes de dirigirse al lugar donde sus amigos le esperaban acompañados de Kaamla.

    Lauren observó divertida a Isembard; el maestro, de normal sereno y seguro, se mostraba en extremo inquieto. Con ambas manos metidas en los bolsillos y la frente sudorosa, su mirada recorría la sala de un lado a otro sin detenerse en ningún punto fijo, excepto cuando caía en los prominentes senos apenas cubiertos de la morena que, colgada de él, le hablaba susurrante al oído.

    —¿Estás segura de que no la entiendes? —le preguntó Isembard por enésima vez dando un paso atrás, intentando apartarse de ella.

    —Habla un galimatías incomprensible, mezcla de turco, árabe y ruso, apenas comprendo una palabra de cada diez que dice.

    —Intenta decirle que hace mucho calor y que le agradecería que se apartara un poco.

    —¿Por qué iba a hacer eso? —se burló Enoc llegando hasta ellos—. Disfrute de la noche, señor del Closs, estoy seguro de que bajo toda esa atildada rectitud hay un hombre apasionado. —Isembard negó con la cabeza, aturullado—. ¿De verdad no siente curiosidad por ver su perla de ámbar? —inquirió divertido—. Vaya preciosidad —murmuró señalando con la mirada a una joven que caminaba hacia ellos—. ¿Qué te parece, Lauren?

    —Muy bonita —murmuró esta, su mirada fija en la fuente que había en el centro del estanque. Toda la sala estaba iluminada por lámparas de aceite y velas aromáticas, lo que significaba que allí no había electricidad. ¿Qué tipo de mecanismo usarían para conseguir que el agua se elevara hasta esa altura?

    —Marinera, no estarás pensando en motores, ¿verdad? —inquirió Enoc al percatarse de qué era lo que llamaba la atención de su amiga.

    —Eh, no. En absoluto.

    —Bien, el paraíso nos espera. —Enoc esperó hasta que la castaña llegó a ellos y luego se dirigió hacia una puerta oculta por densos cortinajes púrpura.

    La nueva sala era más grande. También más íntima. Conservaba la estética de la anterior, pero la iluminación era más tenue y la música apenas se escuchaba. En el ambiente reinaba un coro de gemidos y jadeos procedentes de las puertas situadas en la pared y de las extrañas carpas de seda rosada que parecían caer del techo derramándose en el suelo cual mosquiteras en exceso tupidas. Mosquiteras tras las que se vislumbraban siluetas entrelazadas. Y no de insectos precisamente.

    Enoc atravesó la sala, sus pies hundiéndose en las mullidas alfombras, para detenerse frente a una de las pocas puertas que estaban abiertas y sentarse con las piernas cruzadas sobre varios cojines, haciéndoles un gesto para que le acompañaran.

    Lauren se dejó caer sin dudarlo un instante, a esas horas normalmente ya estaba dormida, y el cansancio pesaba sobre sus hombros. La joven castaña se acomodó con gracilidad a su lado, mientras que Isembard se entretuvo un instante en mirar confuso a su alrededor antes de sentarse bajo una de las carpas cuyos cortinajes estaban descorridos. La voluptuosa morena se apresuró a sentarse sobre su regazo, causándole gran conmoción.

    —Señorita, le rogaría que se sentara en... en el suelo —farfulló tomándola en brazos y depositándola sobre unos cojines, con cuidado eso sí, de no tocar ninguna zona desnuda de su cuerpo, cosa harto complicada—. Esto no es nada decoroso.

    Lauren estalló en carcajadas al escucharle, a la vez que Enoc, ocultando una sonrisa, alzaba la mano, llamando la atención de una mujer que se acercó a ellos portando una bandeja de frutas que además contenía tres vasos y una botella de porcelana. Sirvió la bebida, acercándosela a cada uno, y luego se retiró.

    Isembard tomo el vaso y se lo bebió de un trago. Un segundo después lo escupió entre toses, casi ahogándose, momento en que la morena aprovechó para volver a colocarse sobre su regazo y comenzar a acariciarle por debajo de la camisa... y de los pantalones.

    Lauren sonrió, acercándose la bebida a la nariz. La olió y acto seguido la dejó a un lado para coger unas cuantas uvas y llevárselas a la boca. Un instante después, era su acompañante quien trataba de alimentarle. Frunció el ceño, había imaginado que la muchacha se decantaría por el señor Abad, pero por lo visto ella tampoco se iba a librar de las atenciones de las damas. ¡Vaya fastidio!

    Enoc miró divertido a Isembard mientras daba un cuidadoso trago a la bebida. El maestro seguía empeñado en explicarle a la morena que eso que ella le hacía no era adecuado. Y en verdad que no lo era.

Aunque sí debía ser muy agradable a tenor de su cada vez más abultada entrepierna.

    —Puedo comer yo sola, gracias —dijo en ese momento Lauren con glacial cortesía.

    Lauren, sentada de espaldas al acorralado maestro, apartaba enfurruñada una de las manos de la grácil castaña que intentaba con escaso éxito seducirle. La muchacha sonrió con fingida timidez y luego se llevó a su propia boca las uvas que aún sostenía entre los dedos. Las absorbió una a una con voluptuosa lentitud y libidinoso deleite, formando con sus jugosos labios un acariciante mohín. Un lascivo despliegue de sensualidad desperdiciado, pensó Enoc al observar cómo Lauren bostezaba para a continuación tumbarse sobre los cojines usando uno de sus brazos a modo de almohada. La joven aprovechó para yacer lánguidamente a su lado y recorrerle con laxas caricias el torso en dirección descendente. La detuvo con un solo gesto. Ni siquiera pronunció palabra alguna, se limitó a negar con la cabeza una única vez. Un gesto rotundo, de fiereza contenida y desalentadora frialdad.

    Enoc suspiró frustrado. Nada estaba saliendo como el capitán o él mismo habían pensado. Se suponía que Lauren tenía que caer en la trampa como cualquiera de su edad, y en lugar de eso se mostraba huraña, molesta.Como si estuviera reprimiendo la cólera que bullía en su interior. Y tal vez era eso lo que estaba haciendo.

    —¡Por Dios! ¿Cuántas manos tienes, mujer? —jadeó en ese momento Isembard apartando por enésima vez a Kaamla de su abultada entrepierna.

    La mujer sonrió lasciva y, sin darle opción a replicar, tiró de las cortinas de la carpa, encerrándoles bajo la seda rosada.

    —No puedo hacer esto —le escucharon jadear—, mis afectos están comprometidos... Tengo ciertas expectativas de futuro con... Ahhh...

    Silencio. Denso. Lúbrico.

    Un silencio que se rompió repentinamente por un frustrado gruñido.

    —Lo siento, pero no. —La voz del maestro más severa que nunca. Las cortinas descorriéndose de nuevo, e Isembard levantándose a la vez que se abrochaba el pantalón para después alzar el brazo y señalar con firmeza la salida—. Le ruego que se busque otra presa y me deje a mí tranquilo.

    —Y tú deberías hacer lo mismo, bonita. No pierdas el tiempo conmigo, no soy un buen cliente —manifestó Lauren en turco a la castaña. Ella le susurró algo, Lauren negó una sola vez, y tras esto, la joven se levantó y abandonó la estancia acompañada por la morena.

    —¿La tuya sí hablaba turco? —inquirió Isembard ofendido, si Kammla hubiera entendido sus palabras se hubieran ahorrado esa bochornosa escena—. ¿Qué le has dicho?

    —Le he pedido que me dejara tranquila y ella me ha dicho que el mal de amores se cura con el tiempo. —En realidad le había dicho que la dejara follarle hasta que se olvidara de todo, pero si le traducía eso a Isembard corría el riesgo de que le diera una apoplejía.

    Enoc estalló en carcajadas al escuchar la dulce traducción que Lauren había hecho, y a continuación les propuso dar una vuelta por la ciudad para luego regresar al barco. Ya que no iban a disfrutar de las mujeres, no tenía sentido continuar allí.

    Ambos aceptaron entusiasmados.

    Isembard, porque estaba deseando abandonar ese lugar para volver a tener la conciencia tranquila y los ánimos calmados.

    Lauren, porque los burdeles, ya fueran tan lujosos como palacios o tan pobres como establos, le traían malos recuerdos.

    Enoc entregó a la mujer que les había servido una generosa cantidad de dinero. Que sus compañeros y él mismo no hubieran querido disfrutar de los servicios de Sevval no era óbice para no pagarle, y enfiló hacia la salida seguido de Isembard y Lauren.

    —Si no eres capaz de complacer a una puta, ¿cómo pretendes follarte a una tullida? —masculló alguien junto a Lauren al cruzar la sala. Esta se giró enfurecida al reconocer la voz.

    —No —le detuvo Enoc centrando su mirada en Marc—. Sevval no permite peleas en el Kehribar.

    —No te preocupes por eso, Enoc —replicó Marc dirigiendo la mirada hacia Ishaq, quien en ese momento abandonaba el estanque—. No es mi intención perder el tiempo con fútiles peleas, prefiero aprovecharlo usando lo que tan estúpidamente has rechazado.

    Y, dicho esto, se dirigió a una de las puertas abiertas.

    —Vámonos —les instó Enoc a sus compañeros, no sin antes comprobar enfurecido que Ishaq desaparecía por la misma puerta que Marc—. No ha sido una buena idea salir esta noche.

    7 de julio de 1916

    Isembard se despertó al escuchar los gemidos aterrados que provenían de la litera inferior. Abrió los ojos y vio que había luz gracias a la lámpara que Enoc había encendido.

    —¿Otra pesadilla?

    —Eso parece —masculló este observando con atención a Lauren.

    Estaba en la cama, encogida sobre sí misma mientras parecía luchar por respirar. Tenía los ojos cerrados y, como de costumbre, golpeaba la espalda contra la pared mientras pataleaba y daba puñetazos al aire. Como si estuviera luchando porque alguien, quien fuera, le soltara.

    —No pasa una sola noche sin que le visiten sus fantasmas —comentó Isembard—, da igual lo cansada que se encuentre o dónde esté —dijo refiriéndose a las veces que le habían encontrado durmiendo al raso en cubierta—. Cada maldita noche alguien le aterroriza en sueños.

    —Y cuando se despierta lo hace llamando a Camila... y en ocasiones, al capitán —musitó Enoc antes de inclinarse sobre Lauren y sujetarle los brazos, sabedor de cuál sería su reacción cuando intentara despertarle—. Lauren, muchacha, despierta...

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