Amanecer Contigo, Camren G'P

By issaBC

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Barcelona, 1916. En su lecho de muerte, Michael, la oveja negra y único heredero de la acaudalada familia Jau... More

CAPITULO 1
CAPITULO 2
CAPITULO 3
CAPITULO 4
CAPITULO 5
CAPITULO 6
CAPITULO 7
CAPITULO 8
CAPITULO 10
CAPITULO 11
CAPITULO 12
CAPITULO 13
CAPITULO 14
CAPITULO 15
CAPITULO 16
CAPITULO 17
CAPITULO 18
CAPITULO 19
CAPITULO 20
CAPITULO 21
CAPITULO 22
CAPITULO 23
CAPITULO 24
CAPITULO 25
CAPITULO 26
CAPITULO 27
CAPITULO 28
CAPITULO 29
CAPITULO 30
CAPÍTULO 31
CAPITULO 32
CAPITULO 33
CAPITULO 34
Epílogo

CAPITULO 9

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By issaBC

¿Y es una cabeza eso que llevas sobre los hombros? ¡Condenada vigota!

ROBERT LOUIS STEVENSON,
La isla del tesoro

    Camila contempló satisfecha su obra, el bonsái no era perfecto, pero al menos seguía vivo y se asemejaba a una pequeña higuera.

Lo apartó a un lado y tomó con cuidado el pequeño pino que se empeñaba en crecer demasiado rápido. Entrecerró los ojos mientras se imaginaba la forma que quería darle, y luego empuñó las diminutas tijeras de podar.

    —Si lo cortas no crecerá.

    Levantó la mirada al escuchar la voz de Lauren. Estaba a escasos metros de ella, ya no llevaba el pijama, sino que vestía de calle, y su rostro se mostraba sereno, libre de pesadillas.

    —No debe crecer —replicó con una afable sonrisa en los labios.

    —Qué estupidez ¿Para qué quieres un árbol raquítico? —inquirió ella estrechando los ojos al reconocer la voz que le había leído la historia de piratas la tarde anterior.

    —No está raquítico. —Camila acarició con tristeza las hojas del reducido pino—. Es único, y ahí reside su belleza. Es perfecto en cada diminuta hoja y en cada torcida rama, en su tronco inclinado. No necesita alzarse erguido y tocar el cielo para ser hermoso —musitó las mismas palabras que le dijera el capitán cuando se lo regaló hacía casi un año.

    —Si tú lo dices... —Lauren la miró como si estuviera loca—. Yo prefiero un árbol con el tronco recto y grandes ramas que den buena sombra —señaló con desdén el arbolito, cuyo tronco se retorcía e inclinaba hasta casi tocar la mesa para luego ascender en ángulo recto.

    —Imagino que es cuestión de gustos. —Camila apretó los labios antes de seguir hablando—. A mí me gusta ver cómo, aunque esté a punto de caer, logra superar sus trabas y alzarse vencedor —afirmó mirándole desafiante.

    —Más le valdría morir que parecer un esperpento —sentenció Lauren incapaz de no decir la última palabra.

    Camila dio un respingo al escucharle. Bajó la cabeza para ocultarle los ojos con su largo flequillo y acarició con cariño el rugoso tronco del pino.

    —No deberías estar levantada, Doc dijo que debías guardar reposo —murmuró cortante.

    —Me importa un carajo lo que diga el matasanos —replicó airada. ¿Le estaba echando? Pues iba lista, ahora que había conseguido escapar de la prisión no pensaba regresar.

    —El capitán se enfadará si se entera de que no estás en tu cuarto —dijo sin levantar la mirada del tiesto.

    —¿Y quién va a decírselo? ¿Tú? —escupió provocadora.

    —No. Pero no deberías estar paseando, estás enferma —comentó cortando una ramita.

    —No estoy enferma —rechazó Lauren cruzándose de brazos molesta. ¿No pensaba mirarle a la cara? Eso habría que verlo—. Me niego a pasar todo el día en la cama, no soy un vago como los de tu clase —espetó arrogante.

    —¿Me estás llamando vaga? —No levantó la mirada del árbol.

    —No soy yo quien está podando las plantas sentada en una silla, en vez de arrodillada en el suelo como lo haría cualquier mujer —afirmó ofensiva. Camila se llevó ambas manos al pecho, herida—. No solo masacras el pobre pino, sino que además lo haces como si fueras una reina en su trono. Los ricachones sois capaces de cualquier cosa con tal de estar cómodos y no dar palo al agua.

    Camila levantó por fin la vista del arbolito, y Lauren deseó que no lo hubiera hecho. No había furia en su mirada, sino una inmensa tristeza empañada de resignación.

    —Si me disculpas —musitó llevando las manos a dónde deberían estar las patas de la silla.

    Lauren contempló atónita como la silla se deslizaba hacia atrás y giraba ciento ochenta grados, dándole la espalda. Las delicadas manos de la muchacha asían con fuerza dos grandes ruedas, impulsándola hacia la primera de las puertas que se abrían en la terraza.

    Sacudió la cabeza enfadada consigo misma por ser tan bocazas y, sin pararse a pensar lo que hacía, la siguió.

    En ese mismo momento, sigiloso como una serpiente, Enoc caminó hacia ella, dispuesto a enseñarle modales de la mejor manera posible: con un par de bofetadas bien dadas.

    —Yo... no lo sabía —musitó Lauren abriendo la puerta tras la que se había encerrado Camila. Era una sala redonda, al igual que el estudio; contenía un escritorio, una enorme librería que ocupaba toda una pared, un par de sillas, un mullido banco corrido bajo los amplios ventanales y unas extrañas barras paralelas frente a este.

    La muchacha estaba junto a la librería, acariciando con languidez los lomos de los libros. Ignorándole.

    —¿Has oído lo que he dicho? —preguntó enfadada.

    —No deberías entrar sin permiso en las habitaciones, menos aún en la sala privada de una mujer —le recriminó sin volverse.

    A pocos pasos de Lauren, Enoc se detuvo al escucharla y sonrió satisfecho. Decidió no entrometerse todavía. No cabía duda de que Camila la pondría en su sitio, y sin necesidad de usar la violencia.

    —En realidad todavía no he traspasado el umbral —arguyó Lauren metiendo las manos en los bolsillos del pantalón, totalmente ignorante de la presencia del antiguo oficial.

    —¿Ese «todavía» implica que vas a traspasarlo? —inquirió ella tomando un libro.

    —No. A pesar de lo que puedas pensar tengo algo de educación. No mucha, pero sí la suficiente como para no entrar donde no se me ha invitado —espetó enfadada—. ¿Vas a aceptar mis disculpas?

    —No he escuchado ninguna disculpa —replicó ella girándose y mirándole por fin.

    —Cierto —aceptó Lauren cruzándose de brazos—. Lo siento. No sabía que... —se detuvo sin saber cómo continuar—. No pretendía ser grosera.

    —Sí pretendías ser grosera —le corrigió ella mordaz—, pero ignorabas que estoy impedida, lo que convierte tu grosería en crueldad. Por tanto, ¿pides disculpas por no conocer mis circunstancias o por ser grosera cuando estabas decidida a serlo? —preguntó con frialdad.

    Lauren inspiró con fuerza.

    —Pido disculpas. Punto —afirmó enfurruñada al saberse atrapada.

    —No las acepto. ¿Te importaría cerrar la puerta al salir? —le requirió, abriendo el libro que tenía en el regazo.

    —¿No las aceptas? —farfulló asombrada. ¡Sí que se daba aires la señora!—. Claro... ¡Cómo va una dama a aceptar las disculpas de una simple plebeya! —exclamó ofendida

—. Imagino que para eso es necesario pertenecer a tu misma clase social.

   Camila levantó la cabeza de las páginas del libro y le miró enarcando una ceja.

    —En absoluto. Das muchas cosas por sentadas, Lauren, y eso hace que tiendas a equivocarte. No acepto disculpas de nadie, ni siquiera del mismísimo rey Alfonso XIII —afirmó desafiante—. Hace casi un año que me cansé de aceptarlas. Me han pedido perdón cientos de veces, y yo he perdonado y olvidado, y al instante siguiente me han vuelto a hacer daño... Hasta que comprendí que es muy sencillo hablar sin pensar cuando se tiene por seguro que el dolor infligido va a ser excusado por una simple disculpa —explicó serena—. Desde entonces no acepto disculpas sino hechos.

    Lauren la miró asintiendo, comprendía lo que quería decir. Se mesó el pelo y, poco a poco, una pícara sonrisa comenzó a esbozarse en sus labios.

    —Si me golpeo la cabeza contra la puerta por ser tan imbécil... ¿Lo aceptarás como un hecho probado de que me arrepiento de haber sido grosera?

    —Depende de la intensidad con la que te golpees.

    —¿Sería suficiente con un pequeño chichón o es necesaria la sangre? —preguntó ella, apoyando la frente contra el dintel.

    —Tal y como tienes la cara, un simple chichón no se notaría en absoluto —sentenció ella divertida.

    —Eres un tanto sanguinaria —comentó separando la cabeza del dintel.

    —Se me ocurre otra manera de expiar tus faltas —se apresuró a decir al ver que tomaba impulso para golpearse. ¡No sería capaz!

    Lauren se detuvo esbozando una ladina sonrisa.

    —¿Menos dolorosa quizá?

    —Tal vez —respondió enigmática—.

Acompáñame a la terraza.

    Lauren se apartó con premura, solo para encontrarse a Enoc sentado frente a los enfermizos arbolitos. Lo miró entre sorprendida y enfadada. ¿Qué hacía allí? Vigilarle sin ninguna duda. Por lo visto el viejo no era tan estúpido de dejarle en libertad por la casa.

    —Ah, señor Abad, está aquí. —Camila le miró con cariño—. He pensado en trasplantar el olivo. ¿Quiere ayudarnos?

    Enoc se miró las uñas, limpias y recién cortadas, las frotó con mimo contra su camisa y acto seguido se levantó para alejarse unos metros, dejándoles la mesa libre.

    —No he hecho nada por lo que deba ser castigado—apuntó liándose un cigarrillo.

    —No le hagas caso, es un exagerado —comentó Camila indicándole a Lauren que tomara asiento—. Estos no son árboles raquíticos, como te empeñas en pensar, son bonsáis. Me los trajo el capitán de China hace poco menos de un año y requieren muchos cuidados —comenzó a explicar—. Este de aquí es un olivo y necesita ser trasplantado. Te indicaré cómo hacerlo.

    —¡Maldita mocosa! Tenía órdenes de no moverse de su cuarto. Espera a que le eche el guante —masculló Biel al entrar en el estudio y comprobar que Lauren tampoco estaba allí.

    —Yo tampoco me quedaría en una habitación invadida por la señora Muriel —comentó Doc divertido—. Quizá esté en el corredor, respirando un poco de aire fresco.

    Biel miró de refilón a su amigo y se dirigió enfadado hacia la puerta que daba al exterior. Y se detuvo inmóvil en el mismo momento en que la traspasó. Efectivamente la polizóna estaba en la terraza, pero no exactamente respirando aire puro. Estaba frente a la mesa y sostenía con cuidado uno de los bonsáis de Camila mientras esta parecía darle instrucciones. Cerca de ellos, pero lo suficientemente apartado como para no mancharse, Enoc les vigilaba divertido.

    —Ya está, esta era la última —comentó Camila dejando las tijeras sobre la mesa mientras observaba con atención las raíces del diminuto olivo.

    —¡Menos mal! Para ser tan renacuajo pesa bastante —masculló Lauren con los brazos temblorosos tras casi media hora sosteniendo a pulso el arbolito.

    —No ha sido para tanto, quejica.

    —¿No? Me recuerda a los castigos de Anna —refunfuñó señalando el tiesto—. ¿Puedo dejarlo ya en su sitio?

    —Sí, pero hazlo con cuidado de no romper las raíces —le indicó ella mirándole con curiosidad—. ¿Anna te castigaba? —preguntó, esperando así averiguar algo de la misteriosa mujer por quien la había tomado durante su pesadilla.

    —Cuando me portaba mal —comentó Lauren concentrada mientras introducía con cuidado el olivo en el tiesto—. Me ponía un rato de rodillas contra la pared con una olla de agua en las manos y no podía derramar ni una gota.

    —Un castigo muy duro para una niña —apuntó observándole entristecida.

    —No te creas, a la que se daba la vuelta dejaba la olla en el suelo y me sentaba sobre los talones. —La vio arquear mucho las cejas y sonrió con picardía—. Y Anna lo sabía, porque antes de girarse para mirarme carraspeaba un par de veces, avisándome.

Entonces volvía a coger la olla y me colocaba bien. De todas maneras tampoco me castigó muchas veces, en seguida aprendí a portarme bien. No soportaba que me dijera que la había decepcionado —comentó melancólica.

    —Parece una buena mujer.

    —La mejor de todas.

    —¿Es tu madre? —inquirió intrigada.

    —No. Mi madre era una zorra —afirmó, todo rastro de diversión borrado de su semblante.

    —No deberías hablar así de la mujer que te dio la vida —tronó Biel, enfadado porque usara esos términos delante de Camila.

    Lauren se giró sobresaltada, solo para encontrarse con la mirada indignada de su abuelo y la pesarosa del doctor. Esbozó una torcida sonrisa.

    —Intentaré recordarlo la próxima vez que la visite en el burdel. Ah, no. No es posible, la palmó de sífilis hace unos años, ¿por qué sería? —replicó mirándolos con arrogancia.

    —Polizóna insolente y desagradecida —siseó Biel, furioso por su descaro—. Regresa a tu cuarto antes de que pierda la paciencia. Y aséate un poco, pareces una pordiosera.

    —Escuche, viejo... —exclamó Lauren poniéndose en pie de un salto.

    —Obedecerás todo lo que se te diga. ¿Tan pronto has olvidado tu promesa? —le advirtió Biel golpeando el suelo con el bastón.

    Lauren apretó los dientes, asintió con un brusco gesto de cabeza en dirección a Camila, y sin mediar palabra se dirigió a su habitación, cerrando la puerta con un sonoro golpe.

    —Capitán... —le regañó Camila.

    —Mantente alejada de ella.

    —Por supuesto que no.

    Biel abrió mucho los ojos ante la rebeldía de su pupila.

    —Te prohíbo terminantemente que estés con ella a solas.

    —¿Acaso es eso posible? —inquirió ella señalando a Enoc con la mirada. Este se limitó a inclinar la cabeza, asintiendo a sus palabras.

    —¡Eres igual de descarada que tu madre! —exclamó Biel enfurruñado.

    —Y por eso me quieres tanto. —Camila esbozó una dulce sonrisa, desarmándole.

    —Te aprovechas de que solo soy un pobre viejo —musitó antes de besarla con cariño en la frente—. Cuídate mucho de ella, no sabemos qué clase de mujer es.

    —Abre los ojos y mírala, es un buen mujer.

    —Ojalá estés en lo cierto, pero hasta que lo tenga por seguro, mantendrás las distancias con ella... a no ser que el señor Abad esté presente —claudicó—. Y, sé que no hace falta que te lo diga, pero a partir de ahora dormirás con las puertas de tu habitación cerradas con llave —indicó dando media vuelta para dirigirse al comedor de planta con Doc y Enoc siguiéndole.

    —¿Para esto me molesto en lavarle y plancharle la ropa? ¡Parece una zarrapastrosa!—exclamó ofendida la señora Muriel cuando Lauren entró en el dormitorio. Esta escondió las manos manchadas de tierra en los bolsillos y bajó la cabeza, momento en el que se dio cuenta de que sus uñas no eran lo único sucio. ¡La ropa que llevaba parecía haber sido rebozada en barro!

—. El capitán y el doctor están buscándole, ¿qué van a pensar de mí cuando le vean aparecer así? Qué vergüenza, señor, que vergüenza —masculló enfadada a la vez que sacaba un pantalón y una camisa del armario—. Vaya al baño y cámbiese —le ordenó, empujándole fuera de la habitación con el plumero—. ¡Y procure mantenerse limpia hasta la noche!

    Cuando salió del baño, de su aventura en la terraza solo quedaba un ligero rastro de polvo negro en las uñas. Intentó limpiárselas por enésima vez —al fin entendía por qué Enoc se había mostrado remiso a ayudarles— y entró en el dormitorio que le habían asignado. Allí se encontró con Biel, Enoc y el doctor; la señora Muriel y su polluela habían desaparecido, lástima, dudaba que el viejo se atreviera a mostrarse furioso con mamá gallina presente.

    —Quítate la camisa, vamos a ver cómo estás —le indicó Doc.

    —Estoy bien —siseó Lauren enfadada.

Como se le ocurriera volver a ordenarle que guardara reposo, iban a tener un pequeño problema.

    —Eso tendré que decidirlo yo, ¿no crees?

    Lauren, obedeciendo a desgana, se quitó la camisa quedando solo con una venda cubriendo sus senos y se sentó en una silla, no pensaba tocar la cama en lo que quedaba de día. Un instante después sintió la mirada de su abuelo, y de todos los presentes, fija en su espalda. Apretó los dientes, decidida a ignorarlos, pero no pudo evitar removerse al sentir los dedos del médico recorriendo sus antiguas cicatrices.

    —¿Cómo te las hiciste? —inquirió Doc, desviando la mirada hacia Biel a la vez que le señalaba las más irregulares.

    —¿Y a usted qué puñetas le importa? —replicó Lauren al instante.

    —Insolente deslenguada —rugió Biel enfadado—. Responderás con educación y respeto cuando se te pregunte —ordenó golpeando con fuerza el bastón contra la pata de la silla.

    —Por supuesto. —Lauren esbozó una arrogante sonrisa—. Me picaba la espalda y me rasqué contra unas rocas.

    Biel, incapaz de contenerse, empuñó el bastón a modo estoque, posando la punta bajo la barbilla de la joven, contra su garganta, obligándole a echar hacia atrás la cabeza.

    —Hablarás. Con. Respeto —siseó entre dientes.

    En respuesta, Lauren irguió la espalda y le enseñó los dientes.

    —Capitán, señor Abad, ¿nos disculpan, por favor? —solicitó Fernando al ver que la cara de Biel se volvía roja por la rabia, un tono muy similar al que tenía la de su nieta en ese momento—. Estoy seguro de que puedo ocuparme de Lauren sin que la sangre manche la cubierta —musitó fijando una mirada cargada de paciencia en el viejo marino. Este asintió con un bruco gesto de cabeza antes de abandonar la estancia.

    —Os esperaremos en el despacho.

    —Cuida esos modales, polizóna—le advirtió Enoc siguiendo a Biel.

    —Odio que me llamen polizóna —masculló Lauren frotándose el cuello.

    —No te comportes como si lo fueras, actúa de manera correcta, gánate con tus actos el lugar que te pertenece por derecho y dejarán de llamártelo —le reprendió Doc colocándose frente a ella. Lauren negó con la cabeza, esquivo—. Explícame cómo te hiciste esas cicatrices.

    —Ya se lo he dicho.

    —Como quieras, no te preguntaré más. Pero quiero que comprendas una cosa: no soy tu enemigo. Y el capitán tampoco lo es. Tal vez no te has dado cuenta, pero le hubiera resultado mucho más sencillo ignorar tu existencia que traerte a su casa y aceptarte en la familia, y, sin embargo, no ha dudado un momento en hacerlo.

    —Yo no se lo he pedido.

    —Por supuesto que no. Ha sido su corazón quien lo ha hecho. Tenlo presente e intenta mirar más allá de su carácter gruñón, tal vez te sorprendas con lo que encuentres. Y ahora, respira profundamente... —Y comenzó a auscultarle, sin dejarle responder.

    Tiempo después, Lauren se puso la camisa, contento de que al fin el galeno le hubiera dado permiso para acabar con su forzado reposo. Tal y como ella ya sabía, solo tenía algunas magulladuras de escasa importancia, nada que le obligara a guardar cama. Obedeciendo la sugerencia del médico, se puso una chaqueta que encontró en el armario. Por lo visto los ricos vestían de calle incluso en el interior de sus casas.

De todas maneras, no alcanzaba a entender para qué demonios tenía que vestirse de domingo. En cuanto el viejo supiera que ya podía moverse sin trabas le mandaría al sótano o al jardín para hacer cualquier trabajo que le quitara de su vista, y con el que pudiera pagar la deuda contraída. Y, ciertamente, estaba deseándolo. Esa mansión tan grande e impoluta, con sus habitaciones de mil puertas y sus muebles brillantes le ponía nerviosa. No pertenecía a ese sitio, era demasiado vulgar para una casa tan majestuosa, seguro que rompía algo sin querer, y por ende, su deuda ascendería.

Prefería con mucho dedicarse a hacer recados para mamá gallina u, ojalá tuviera suerte, ayudar a la joven con sus plantas. Seguro que le hacían falta un buen par de manos para cuidar del jardín y podar los árboles.

    Se detuvo en mitad de la galería interior al pensar que quizá no tuvieran jardín y por eso la muchacha se dedicaba a cuidar esos arbolitos raquíticos.

    —Mi barco a cambio de saber lo que se te está pasando por la cabeza —comentó Doc, intrigado al ver por primera vez en el rostro de la joven una sonrisa verdadera.

    —Solo estaba pensando en... —Se metió las manos en los bolsillos, insegura, antes de continuar—. ¿Tienen jardín aquí? —inquirió. Había estado tan pendiente de ella durante su breve estancia en la terraza que no se había molestado en mirar más allá de la barandilla.

    —Sí, claro. ¿Por qué lo preguntas?

    —Antes he estado en la terraza, ayudando a una joven con unos arbolitos raquíticos, y he pensado que quizá son tan pequeños porque no tiene un lugar donde ponerlos.

    —Ah, no. Camila siente adoración por los bonsáis —comentó divertido Doc.

    —Pues son horribles —musitó Lauren, saboreando el nombre de la muchacha. Camila. Tan bonito como ella.

    —No digas eso delante de ella —le aconsejó el médico muy serio—. Se los regaló Biel cuando comenzó a recuperarse de su enfermedad, no fue hasta que empezó a cuidarlos que volvió a sonreír. Creo que en cierto modo se ve reflejada en ellos, si siendo tan diminutos y retorcidos pueden ser hermosos... —se calló antes de continuar.

    —¿Qué le pasó? —Lauren asió el brazo del doctor con la preocupación reflejada en su mirada. La muchacha había sido agradable con ella, e incluso había conseguido que riera, olvidando sus problemas. No le gustaba nada saber que había estado enferma.

    —Poliomielitis. —Doc le miró intrigado al percatarse de su desasosiego—. Quizá la conozcas como parálisis infantil —apuntó.

    Lauren asintió para luego negar enfadada con la cabeza.

    —¿Por qué ella? No es justo —cabeceó abatida.

    —La vida nunca suele serlo —replicó el galeno con pesar—. Hemos llegado. —Abrió la puerta frente a la que se había detenido.

    —¿Y bien? —inquirió el capitán en el momento en que entraron en el despacho.

    —Está fuerte como un roble —anunció Fernando sentándose en una butaca.

    —¡Lo sabía! —exclamó Biel con evidente regocijo dando un manotazo en la mesa—. Ya os lo dije, no es ningúna blandengue.

    Lauren estrechó los ojos, sorprendida por la extraña reacción del capitán. Por lo visto el viejo estaba muy necesitado de brazos fuertes para trabajar en su casa, no había otra explicación para el júbilo que mostraba.

Sin esperar a que se lo ordenaran, se repantigó en una silla que, a pesar de su aspecto caro y relamido, era bastante cómoda, y mientras el médico exponía sus recomendaciones, se dedicó a observar con atención lo que le rodeaba.

    Era una sala eminentemente masculina llena de enormes mapas. En la pared enfrentada a la puerta se ubicaba un gran ventanal y flanqueándolo, una librería de puertas de cristal y una estantería con maquetas de barcos. Frente a estas, un imponente escritorio de caoba tras el que estaba sentado el viejo y en el que había un teléfono. Lauren lo miró casi anhelante, con esos trastos se podía hablar con otra persona, con Anna, sin importar la distancia que los separase. Sacudió la cabeza para evitar pensar en ello. Dudaba mucho que el viejo le dejara utilizarlo, y aunque pudiera esquivarle, tampoco sabía cómo hacerlo funcionar. Su mirada vagó del preciado teléfono a una mesita colapsada de cartas y periódicos. Varias butacas guarnecían las paredes laterales, y cómo no, había dos puertas más además de la principal. «Los ricachones y su manía con las puertas», pensó. Se apoltronó más aún y observó a quienes le acompañaban.

    Enoc estaba en un sillón frente a la mesita. Doc seguía hablando en voz baja con Biel y, sentado en el extremo opuesto del despacho, un desconocido le examinaba con disimulo. Era un hombre joven, aunque su rígida postura y su aspecto atildado le hacían parecer mayor. Estaba muy delgado y se había peinado con una perfecta raya que dividía en dos mitades iguales su oscuro cabello. Vestía un impecable traje gris con una vuelta de dobladillo en el pantalón. Bajo la chaqueta asomaba una impoluta camisa blanca con el almidonado cuello encerrado por una severa corbata negra. Lauren tragó saliva, ¿cómo podía respirar con la corbata tan ajustada?, ni siquiera el capitán la llevaba puesta en casa.

    —Lauren, es hora de que conozcas a tu profesor —señaló Biel al desconocido—. El señor del Closs se ocupará de instruirte.

    —¿Instruirme en qué? —inquirió observando atónita al petimetre. ¿Qué clase de trabajo iba a darle el viejo para que ese mariposito tuviera que enseñarle?

    —En todo. Tus carencias son ilimitadas —contestó Biel haciendo una mueca de resignación—. Empezaréis por lo más básico: leer y escribir, y a la vez pulirá tus modales. Y, si eres capaz de aprender, continuaréis con matemáticas, geografía, historia...

    Lauren contempló atónita a su abuelo y luego dirigió la vista al hombre peripuesto que asentía a cada palabra del viejo.

¡¿Quería enseñarle a leer y escribir?!

    —No necesito que me enseñe a leer y escribir para trabajar —replicó altanera.

    —Te equivocas, polizóna. Tu trabajo consistirá en formarte para convertirte en una mujer de provecho —dijo Biel con el ceño fruncido. Mocosa desagradecida, ponía el mundo al alcance de sus manos y ella le correspondía mostrándose insolente—. Veremos si eres tan inteligente como crees —le desafió.

    Lauren miró a su abuelo, cruzó las manos a la nuca, estiró las piernas y sonrió maliciosa.

    —¿Cuándo empezamos? —Si el viejo quería que se tocara los pies durante el tiempo que estuviera allí, lo haría con gusto. Es más, le iba a demostrar lo vaga que podía llegar a ser.

    Biel estrechó los ojos, desconfiando instintivamente de la rápida aceptación de su nieta, seguro que estaba tramando algo. Sonrió, estaba deseando vérselas con la astuta chavala.

    —Señor Abad, enséñeles la casa para que el señor del Closs decida qué estancia conviene a nuestros intereses.

    Ocuparon el resto de la mañana en esa tarea.

    Recorrieron cada rincón de la planta baja, y Lauren no pudo evitar mostrarse asombrada ante la enormidad fastuosa de la mansión. El salón abierto en el que había estado el primer día era solo una pequeña parte de la casa y, a través de él se llegaba a todas las salas de esa planta. Lo cual tampoco era de extrañar, pues había cinco puertas en él, y eso sin contar la que estaba oculta por el recodo de las escaleras y que daba a la zona de servicio donde había otras escaleras que usaban los criados, evitando de esta manera transitar por las principales.

¡Dios librara a los richachones de mezclarse con el populacho!

    Todas las salas de la planta trazaban un círculo cuadrado en torno al gran salón. Y cada una de las estancias tenía al menos dos puertas, si no eran más. Desde el vestíbulo se podía acceder, además de a la calle y al salón, a la sala de fumar a la derecha y la sala de día a la izquierda. La sala de día era una estancia semicircular equipada con sillones y sofás de terciopelo añil con bordados dorados. Desde esta, accedieron a la sala de estar, el lugar en el que Etor le había noqueado la primera noche, en ella se abrían ¡cuatro puertas! La que acababan de cruzar, otras dos, enfrentadas, que se abrían al salón y a una enorme terraza y la última, que les llevó al Jardín de Invierno.

    Lauren miró asombrada a su alrededor, ¿para qué querían un jardín dentro de una casa?, porque eso, y no otra cosa, era el lugar en el que se encontraba. Contenía cientos de plantas que formaban un crisol de colores bajo los rayos de sol que entraban por los grandes ventanales. Allí, semioculta por un enorme helecho, encontró a Camila. Estaba en su silla de ruedas, frente a una mesa con varias macetas, charlando amigablemente con Etor. Una sincera sonrisa se despertó en los labios de Lauren e hizo intención de acercarse a ella, pero Enoc le indicó que debían continuar. Se despidió pesarosa y caminó hacia la enésima puerta, pues, al igual que en el resto de la casa, allí también había demasiadas. La que habían atravesado, las que daban a la terraza y al salón y una última que les llevó al comedor.

    ¿Cuántas personas podrían comer allí?, se preguntó atónita al ver la enorme mesa.

Cubierta por un mantel blanco, estaba dispuesta para comer, o al menos eso intuyó al ver la vajilla de porcelana colocada frente a siete de las dieciocho sillas que la rodeaban.

    —Será mejor que nos demos prisa, la señora Muriel está a punto de llamar para comer y no tolera la impuntualidad —comentó Enoc obviando la puerta que daba al salón y tomando una más pequeña que les llevó a la zona de servicio.

    Allí, ¡gracias al cielo!, cada estancia tenía una sola puerta. Atravesaron la despensa y la pulcra cocina y llegaron a un pequeño zaguán desde donde accedieron al salón.

Desde allí se dirigieron a una sala en la que había una mesa de billar. Lauren negó asombrada, ¿quién en su sano juicio tenía un billar en casa? Los ricos, por supuesto. No tenían nada en lo que ocupar su tiempo, excepto en juegos. Desde allí pasaron a la sala de fumar. Era semicircular y totalmente masculina con sus sillones con barcos bordados y sus mesas ocupadas por cigarreras, ceniceros, fosforeras y cortadores de puros. Sobre una mesita había una extraña botella de cristal azul con un largo cuello encajado en un cuerpo metálico del que salían tres delgadas mangueras.

    —Es un narguile —comentó Enoc al ver la estupefacción pintada en el rostro de Lauren—. Sirve para fumar. Lo compró el capitán en Turquía hace ya algunos años. Si quieres, únete a nosotros después de comer, y así lo pruebas. Es... interesante el sabor del tabaco turco.

    Lauren miró atónita al hombre, ¿sus palabras encerraban una tregua? Aceptó con un gesto de cabeza.

    Enoc sonrió complacido y acto seguido se dirigió a la puerta contraria a la que habían entrado, llegando al vestíbulo a través del que accedieron al salón.

    Lauren giró sobre sus talones. Habían recorrido toda la planta de puerta en puerta, sin pisar el salón.

    —¿No sería más fácil, y menos lioso, que cada sala tuviera una sola puerta, y entrar y salir siempre por ella? —No estaba segura de no perderse si le dejaban sola allí.

    —No es tan laberíntico como parece —murmuró Enoc divertido acercándose a ella.

    —Quizá debería hacerme con un mapa y una brújula —musitó negando con la cabeza. ¡Capitalistas, estaban locos!

    En ese momento se escuchó una campanilla que, según le explicó Enoc, indicaba que la señora Muriel ya tenía lista la comida.

    Lauren asintió y se dirigió a la zona de servicio. Apenas había desayunado nada y estaba muerta de hambre.

    —¿Adónde se supone que vas? —le detuvo Enoc bajo la atenta mirada del maestro.

    —A la cocina —respondió Lauren encogiéndose de hombros ¿Adónde iba a ir sino?

    —¿Para qué? —le preguntó Isembard del Closs, rompiendo su silencio, pues desde que había abandonado el despacho se había limitado a seguir a Enoc y observar con suma atención a la joven que el capitán le había informado era su nieta, eso sí tras jurar que guardaría silencio sobre su identidad.

    —Para comer —contestó Lauren observándole curiosa. Para ser un maestro no era muy listo. ¿Para qué demonios pensaba que iba a la cocina? ¿A limpiarse las orejas?

    —No vas a comer en la cocina con los criados. Eres la nieta del capitán Jauregui y debes comer en el lugar que te corresponde: el comedor, acompañando a la familia —le exhortó, mostrando más carácter del que Lauren había pensado que tuviera.

    Lauren bufó desdeñosa, ¿de verdad ese petimetre pensaba que el viejo le iba a permitir comer con su adorada familia?

¡Estaba loco! Miró a Enoc, con la esperanza de que este le aclarara al mariposito que se estaba equivocando de cabo a rabo, pero en lugar de eso, el fibroso hombre se limitó a sonreír y señalar el comedor con la cabeza.

Por lo que, aún en contra de lo que le gritaba su instinto, les acompañó, seguro eso sí, de que el viejo le echaría de allí de una patada en el culo, o más concretamente, de un bastonazo en el trasero.

    No le echó.

    Al contrario. Sentado a la cabecera de la mesa, Biel le señaló la silla que había a su derecha.

    Lauren parpadeó perpleja al comprobar que iba a comer con la familia e invitados del capitán y, aturdido, se sentó en el que intuyó era uno de los sitios destacados. Enoc e Isembard ocuparon sus asientos junto a ella, mientras que frente a ellos ya estaban sentados el doctor, la señora de la casa y Camila.

    La joven le sonrió, y Lauren, sin apenas darse cuenta de lo que hacía, sonrió a su vez.

Luego, mientras la familia daba gracias al Señor con una sencilla oración, desvió la mirada a los platos y cubiertos que había frente a ella, preocupada. Anna le había dicho en alguna ocasión que los ricos usaban multitud de chismes raros para comer, y no le apetecía en absoluto quedar como una idiota delante del viejo. Suspiró aliviada al comprobar que no había más cubiertos que los normales: cuchara, cuchillo, tenedor y cucharilla. Eso sí, había cuatro copas de distintos tamaños.

    Al término de la oración la señora Muriel y su asustadiza polluela sirvieron vino y agua en dos de las copas, sacándole en parte de dudas. Cumpliendo la promesa que le hiciera en su día a Anna, ignoró el vino y puesto que solo pensaba beber agua, no se preocupó de más. Poco después la comida estuvo en la mesa. Una sencilla sopa y de segundo ternera asada con guarnición de patatas, algo que a Lauren se le antojó demasiado normal para una casa tan lujosa.

Comenzó a comer lentamente mientras Isembard le observaba con suma atención, poniéndole tan nerviosa que apenas disfrutó de las suculentas viandas. Frente a ellos, Sinuhe y Camila departían entusiasmadas sobre las últimas noticias aparecidas en la revista La Esfera.

    Lauren escuchó a las mujeres, divertida por su entusiasmo y a la vez intrigada por lo que comentaban. Estuvo tentada de participar en la amena charla, pero tampoco sabía qué decir. Fue en ese momento cuando se dio cuenta de que quizá sí necesitara aprender algunas cosas. Por ejemplo, dónde se encontraba el Teide. Por lo visto había un volcán en España, y lo habían fotografiado.

    Cuando terminaron, Sinuhe se retiró a la sala de día mientras que Camila llamó a Etor para que la subiera a su gabinete para descansar antes de la llegada de la enfermera. Lauren la miró preocupada y se acercó a ella, decidido a averiguar para qué necesitaba una enfermera, pero en ese momento los hombres se retiraron a la sala de fumar, instándole a acompañarlos, cosa que no le quedó más remedio que hacer.

Una vez allí rechazó el licor que le ofrecían pero sí probó, mareándose, el tabaco turco. Era demasiado dulzón, demasiado intenso, demasiado... todo. 

Dios gracias que la estancia en esa sala atufada por el denso aroma del tabaco fue corta, pues Enoc, que inteligentemente se había limitado a fumarse un cigarrillo liado, pronto les requirió para continuar recorriendo la casa, en esta ocasión la primera planta.

    Tras explicarle que estaba destinada a las dependencias de la familia, comenzaron a recorrer la galería interior. La primera puerta que se encontraron era la única en la zona sur y pertenecía al dormitorio principal. Este ocupaba una cuarta parte de la planta, y, lógicamente, no le permitieron acceder a él. La siguiente puerta, ya en el lado oeste, correspondía al dormitorio de Camila, que a la vez se dividía en la alcoba y su gabinete privado, a los que tampoco pudo acceder. En esa misma ala, se encontraban el cuarto de baño, el dormitorio que ella misma ocupaba y el estudio. En la parte norte estaba ubicada la biblioteca. Una estancia en la que las librerías ocupaban todas las paredes. En el centro, varios butacones junto a una mesita redonda. Y, cómo no, dos puertas. La que daba a la galería y la que se abría al despacho del capitán, desde el cual accedieron a la sala de mapas, que, gracias a Dios, solo tenía esa puerta. Más allá quedaba el ala este, destinada al servicio, a la que se llegaba a través de un estrecho pasillo en el que estaba el dormitorio de Enoc.

    Cuando regresaron al despacho, Lauren estaba mareada, y mucho se temía que no era solo por el meloso tabaco turco, sino también por la cantidad de habitaciones y puertas de la casa. Allí solo vivían el capitán, su mujer y Camila, ¿para qué demonios querían tanto espacio?

    —¿Y bien? ¿Ha decidido ya cuál será el aula? —le preguntó Biel al maestro.

    —¿Habría algún impedimento en usar el estudio? —inquirió Isembard por respuesta—. Es lo suficientemente amplio como para colocar los útiles necesarios y tiene una excelente iluminación gracias a su orientación y los grandes ventanales. Sería el lugar más indicado.

    Biel asintió pensativo, había imaginado que el joven maestro elegiría la biblioteca, aunque bien era cierto que el estudio contaba con mejor luz que esta.

    —Dígame qué necesita y el señor Abad se ocupará de que lo tenga mañana mismo.

    —Un caballete, una pizarra, útiles de escritura y varios cuadernos —apuntó Isembard con decisión.

    —¿Solo? ¿No va a necesitar libros?

    —La biblioteca tiene un buen surtido —replicó categórico.

    El anciano le había indicado que su nieta no sabía leer y no pensaba avergonzar a la joven comentando ante los allí reunidos que comenzarían con el abecedario, una pizarra y libros infantiles. Ya se ocuparía él mismo de obtenerlos. Pero, antes de nada era necesario conocer mejor a Lauren, y que esta a su vez le conociera a él. Miró a su alumna pensativo. Intuía que no era una mujer sumisa, por lo que tomó su primera decisión con respecto a ella. No le daría más poder tratándole de usted, sino que equipararía posiciones.

    —Si nos disculpan, Lauren y yo nos retiraremos al estudio —señaló despidiéndose con un leve gesto de cabeza.

    Lauren se encogió de hombros y, metiéndose las manos en los bolsillos, acompañó al petimetre.

    —No escondas las manos —le indicó este en voz baja al salir a la galería—. Es una mala costumbre.

    Lauren le lanzó una mirada socarrona y acto seguido hundió más las manos en el pantalón. Isembard se limitó a ignorar su infantil rebeldía. Al menos hasta que entraron en el estudio y Lauren se sentó frente a la mesa.

    —No te agrada mi presencia aquí, lo sé —le dijo, permaneciendo de pie, marcando su posición de poder y su autoridad—. Pero me es indiferente. Me han contratado para instruirte, y es lo que voy a hacer.

    —Adelante —le desafió Lauren, repantigándose en la silla.

    Isembard respiró profundamente al escuchar su insolente respuesta. Estaba claro que iba a ser una lucha de voluntades.

Esperaba que el año que había pasado dando clases a los niños de la escuela del pueblo le ayudaran a bregar con la huraña joven.

    Un par de horas después, Lauren abandonó el estudio con la cabeza a punto de reventar. El odioso maestrucho se había limitado a permanecer de pie frente a ella y lanzarle una pregunta tras otra. Sin pausa. ¿Cuántos años tienes? ¿Dónde te has criado? ¿Con quién? ¿En qué lugares has estado? ¿En qué has trabajado? ¿Desde qué edad? ¿Cuál ha sido tu mayor reto? ¿Cuál tu mayor fracaso? ¿Cómo te sientes al estar aquí? ¿Por qué crees que tu abuelo te obliga a estudiar? ¿Entiendes sus motivos? ¿Crees que te va a merecer la pena el esfuerzo? ¿Cuál es tu color favorito? ¿Qué animal te gustaría ser? Y más y más y más. Y en cada pregunta que había intentado no responder, la había asediado hasta que lo había hecho, obligándole a explayarse al incorporar nuevas cuestiones, hasta el punto de que hubo un momento en que ni siquiera había sido consciente de lo que estaba respondiendo.

    Solo hubo algo que Isembard no le preguntó: ¿sabes leer y escribir?

    Y mientras recorría la galería interior en dirección al baño, necesitaba urgentemente lavarse la cara y aclararse las ideas, eso era lo único en lo que podía pensar. ¿Por qué demonios no le había preguntado si sabía leer o si había ido a la escuela? No es que pensara responderle, pero, ¿por qué no le interesaba saberlo al puñetero mariposito?

El capitán le habría dicho que no sabía leer, pero aún así, ¿tan seguros estaban todos de que era una analfabeta? ¿No pensaban darle siquiera el beneficio de la duda?

    Isembard se mantuvo inmóvil en la puerta del estudio hasta que Lauren entró en el aseo y, en ese mismo instante, se permitió un ligero suspiro y se encaminó hacia el despacho. El primer encuentro con su alumna no había sido fácil. La muchacha era un libro cerrado, se negaba a contar nada sobre sí misma y eludía las preguntas con certera agudeza, lo que indicaba que poseía una inteligencia ágil y un genio vivo. Se detuvo pensativo frente a la puerta del despacho al percatarse de algo de lo que por lo visto nadie se había dado cuenta: Lauren no hablaba como lo haría alguien criado sin la más mínima educación. No acortaba las palabras, ordenaba cada frase correctamente, no se comía algunos artículos, preposiciones ni verbos, su acento era adecuado y, sobre todo, no usaba la jerga barriobajera de los habitantes de los barrios más desfavorecidos. Algo inesperado habida cuenta de lo que le había contado el capitán sobre ella. Había esperado encontrarse con una ignorante incapaz de expresarse, y en lugar de eso, había topado con una joven que transmitía sin ambages ni dudas lo que pensaba. Debía meditar sobre ello, el vocabulario reflejaba el interior de la mente de las personas, y la de Lauren mostraba una lúcida inteligencia.

    Tomó el pomo de la puerta y respiró profundamente. El capitán le había ordenado que le informara tras la clase, y mucho se temía que iba a ser complicado hacerle entender al viejo marino que creía que se había equivocado por completo al evaluar el carácter de su nieta.

    —¿Y bien? —inquirió Biel cuando entró en el despacho.

    —Lauren es un tanto peculiar. Tiene una personalidad muy marcada, es difícil saber lo que piensa, pero a la vez da muestras de gran inteligencia y una cierta rebeldía.

    —En resumen, mi nieta se las ha hecho pasar canutas. —Biel esbozó una sonrisa.

    Isembard miró al anciano, sorprendido por sus palabras. Esperaba que le llevara la contraria argumentando que la muchacha  era una bruta simplóna, al menos esa era la impresión que le había dado cuando le había referido sus circunstancias, pero en lugar de eso parecía... satisfecho.

    —No se moleste en intentar disculpar a mi nieta, tiene un carácter endemoniado —afirmó Biel ufano—. Doc me ha asegurado que usted podría domarla, espero que esté en lo cierto. Tiene mi permiso para utilizar el método que considere más oportuno para disciplinarle —le informó dedicándole una penetrante mirada.

    Isembard abrió los ojos como platos al intuir a qué se refería el capitán. ¿Cualquier método? ¿Disciplinar? ¿Acaso se había pensado que Lauren era una niña? Dudaba de que la joven aceptara una colleja sin devolvérsela, y con creces. Y de todas maneras, él nunca había estado de acuerdo con las arcaicas técnicas utilizadas por sus compañeros de profesión, prefería seguir el método ideado por la italiana María Montessori: observar al alumno, adaptar el aprendizaje a sus capacidades y necesidades, y desarrollar su inteligencia mediante el trabajo.

    —Lauren no necesita ser domada, sino guiada —replicó con los dientes apretados. No le extrañaba que la muchacha estuviera a la defensiva—. Y es lo que pretendo hacer —afirmó rotundo—. Con su permiso —se despidió

Tenía muchas cosas que pensar, muchos planes que trazar y mucho material que buscar. No podía perder el tiempo en charlas inútiles cuando acababa de encontrarse cara a cara con quien supondría uno de los mayores retos de su profesión.

    Biel arqueó una ceja cuando el maestrillo se marchó. Quizá no le hubiera gustado cuando se lo había presentado Doc esa misma mañana. Quizá hubiera pensado que era demasiado blando para Lauren. Sonrió satisfecho. Quizá, solo quizá, se hubiera equivocado en sus anteriores percepciones.

    Lauren salió del cuarto de baño y se encontró con su estirado profesor. Se saludaron con una inclinación de cabeza antes de que este se dirigiera a las escaleras con inusitada rapidez. Por lo visto el relamido hombrecillo tenía prisa por abandonar la casa. ¡Ojalá no regresara nunca! Se peinó el pelo con los dedos a la vez que se encaminaba a su habitación y, justo cuando estaba asiendo el pomo, el sonido de una puerta al cerrarse le hizo girarse.

    Camila acababa de salir de su dormitorio, acompañada por una guapísima morena un poco mayor que ella. Ambas iban vestidas con rectos vestidos en tonos pastel que aunque marcaban su feminidad, no se ceñían a sus cuerpos. Se despidieron con sendos besos en las mejillas y, cuando la desconocida enfiló en dirección a las escaleras, donde Isembard permanecía inmóvil, Camila se giró hacia Lauren.

Parecía agotada, casi derrotada. Sus ojos no contenían la alegría de la que siempre hacia gala.

    Lauren se encaminó hacia ella, extrañamente preocupada.

    —¿Estás bien? —Ella asintió con la cabeza—. Pareces cansada.

    —El cumplimiento del deber a veces es desagradable —musitó frotándose distraída la pierna derecha antes de esbozar una tímida sonrisa—. ¿Te importaría empujarme hasta la biblioteca? Me da la impresión de que mis brazos son de gelatina.

    Lauren asintió, colocándose tras la silla de ruedas. Un instante después entraron en la biblioteca, seguidos de cerca por Enoc, que al advertir la partida del maestro había subido a cumplir su cometido: vigilar a Lauren.

    La colocó bajo una lamparita de pie que había junto a unos sillones y le acercó el libro que reposaba sobre la mesa tal y como ella le pidió.

    —¿Recuerdas el capítulo en el que nos quedamos? —inquirió Camila acariciando las tapas. Lauren la observó confundida—. La historia de piratas de ayer... ¿Recuerdas dónde la dejamos?

    —Cuando se murió el pirata que estaba en la posada, creo que fue en el capítulo cuatro.

    —Ah, estupendo. —Pasó las páginas rápidamente hasta detenerse en la que buscaba—. Capítulo cuatro: El cofre.

    Y Lauren se sentó en una de las cómodas sillas para escucharla.

    Y durante todo el tiempo que Camila estuvo leyendo, ella no pudo apartar la mirada de sus preciosos labios.

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