Amanecer Contigo, Camren G'P

By issaBC

68.8K 4.8K 488

Barcelona, 1916. En su lecho de muerte, Michael, la oveja negra y único heredero de la acaudalada familia Jau... More

CAPITULO 1
CAPITULO 2
CAPITULO 3
CAPITULO 4
CAPITULO 5
CAPITULO 6
CAPITULO 7
CAPITULO 9
CAPITULO 10
CAPITULO 11
CAPITULO 12
CAPITULO 13
CAPITULO 14
CAPITULO 15
CAPITULO 16
CAPITULO 17
CAPITULO 18
CAPITULO 19
CAPITULO 20
CAPITULO 21
CAPITULO 22
CAPITULO 23
CAPITULO 24
CAPITULO 25
CAPITULO 26
CAPITULO 27
CAPITULO 28
CAPITULO 29
CAPITULO 30
CAPÍTULO 31
CAPITULO 32
CAPITULO 33
CAPITULO 34
Epílogo

CAPITULO 8

1.6K 130 5
By issaBC

Así es como pasó, ¿no es verdad, Hawkins?

ROBERT LOUIS STEVENSON,
La isla del tesoro

    7 de abril de 1916. Antes del amanecer.

    Paredes mohosas.

Las cucarachas trazan mapas sobre ellas.

Suelo húmedo.

El sonido de las patas de las ratas sobre ella.

    Hedor a cloaca. A maldad. A corrupción.

    Oscuridad. Le rodea. Le atrapa. Le ahoga.

    Intenta escapar, una cuerda se lo impide.

    Tira de ella. Dolor.

    El cáñamo se hunde en su piel.

    La sangre resbala por su tobillo.

    Una puerta se abre. Luz, por fin.

    El restallido de un cinturón cortando el aire.

    Michael en el umbral.

    —Te das cuenta, hija, de lo que me obligas a hacerte cada vez que te escapas...

    El puerto.

    Le empuja y se ahoga.

    Le mira y se ríe.

    Camila no pudo soportarlo más, el último gemido de Lauren había sido desgarrador, y estaba segura de que solo ella lo había oído, pues había escuchado tiempo atrás los pasos de Etor retirándose a dormir. Se apoyó en la silla y bajó de la cama trabajosamente para acto seguido dirigirse a la puertaventana. Se deslizó presurosa por el corredor y, sin pararse a pensar en la inconveniencia de lo que estaba a punto de hacer, entró en el cuarto de la joven.

    Ella no estaba.

    Se acercó despacio a la cama, pero allí no había nadie, solo sábanas revueltas caídas en el suelo. Encendió la lamparita de la mesilla tras comprobar que las cortinas estuvieran corridas, ocultando cualquier resplandor a los hombres que vigilaban la casa, y se deslizó por la estancia, buscándola.

Pero no estaba. Ni siquiera le oía su respiración. Se dirigió a la puerta que daba al interior de la casa, sus gemidos habían sonado muy cercanos, si no estaba allí estaría en el cuarto de baño que separaba ambos dormitorios. En el momento en que asió el pomo oyó un estremecido sollozo, como si alguien, Lauren, estuviera mordiendo algo para no emitir sonido alguno. Se giró lentamente.

    —Lauren, ¿dónde estás? —preguntó con voz suave. Nadie contestó—. No tengas miedo, estoy aquí —dijo, como si hablara con una niña pequeña y muy asustada.

    —¿Anna?

    La voz sonó desde algún punto junto a la cama y Camila se dirigió hacia allí sin dejar de llamarle en tono cariñoso.

    —Ha vuelto a atraparme —le escuchó musitar con un tono infantil que le llenó los ojos de lágrimas.

    —Pero ahora estoy aquí, contigo. No tengas miedo —susurró despacio a la vez que apoyaba una mano en el colchón y se inclinaba hacia el suelo con sumo cuidado.

    —¿Vas a quedarte, Anna? ¿Ya estás bien? ¿No te irás más? —escuchó su voz suplicante.

    —No pienso irme a ningún sitio. Déjame ver dónde estás.

    —Si salgo me encontrará.

    —No le dejaré que te encuentre, conmigo estarás segura.

    —¿Le darás con la muleta? —inquirió ella con un hilo de diversión en su voz infantil.

    —Le daré tan fuerte que se le caerán todos los dientes —afirmó rotunda.

    —¿Anna? —Había un deje de sospecha en su voz, como si la expresión utilizada por Camila no fuera la respuesta esperada.

    —Dame la mano, Lauren, no tengas miedo —susurró ella con ternura.

    Ella no respondió y Camila, aferrándose con fuerza al lecho se inclinó un poco más, aún a riesgo de perder el equilibrio y caer. Y en ese momento una mano trémula abandonó su escondite deslizándose entre las sábanas arremolinadas en el suelo.

    Camila acercó su mano a la de ella, esperando, dado su precario equilibrio, que no tirase de ella. Ella le envolvió los dedos entre los suyos y un quedo sollozo se escuchó en la habitación.

    —No te vayas.

    —No lo haré —aseveró dándole un cariñoso apretón.

    Biel se giró por enésima vez en la cama, inquieto. Había algo que se le escapaba, lo sabía. Algo importante que había olvidado. Se volteó lentamente hasta quedar tumbado de lado, deseoso de abrazar a su esposa, pero Sinuhe estaba en el otro extremo, lejos de él. Gruñó enfurruñado al recordar que había discutido con ella por culpa de su nieta. La señora no se había contentado con que hubiera cedido a sus exigencias, no. Seguía enfadada. ¡Mujeres!, ninguna era razonable, y ¡la suya menos que ninguna! Miró exacerbado al techo y, en ese momento, descubrió qué era lo que se le había pasado por alto.

    Se sentó en la cama y buscó nervioso el interruptor de la lamparita de noche.

    —¿Capitán, que pasa? —musitó Sinuhe adormilada.

    —Nada. Vuelve a dormirte —ordenó con brusquedad a la vez que se levantaba.

    El tono usado la despertó por completo, haciendo que se apresurara a apartar las sábanas y seguir a su marido, quien en esos momentos caminaba con cuidado hasta el mueble en el que guardaba sus bastones para coger uno y dirigirse, ya con paso firme, a la puerta.

    —Biel, cuéntame lo que sucede.

    —He ordenado a Etor que atara a mi nieta... y le da miedo que le aten.

    Camila se soltó con sumo cuidado de la mano de Lauren. La joven por fin parecía haberse librado de la pesadilla, aunque no había abandonado su refugio bajo la cama.

Se irguió lentamente, haciendo caso omiso del dolor que hacía crujir su espalda y esperó en silencio unos minutos, pues la última vez que había intentado alejarse, ella había comenzado a removerse casi al instante, llamando asustada a Anna.

    Al ver que continuaba dormida, apagó la luz y se dirigió al exterior y, en ese mismo momento, escuchó el frenético golpeteo de un bastón recorriendo el pasillo. Miró la terraza, la noche aún estaba oscura aunque cierta claridad bañaba el horizonte, si el capitán entraba en el dormitorio podría ocultarse allí. Pero ¿para qué iba a entrar él en el cuarto? Giró la cabeza hacia la cama.

La mano de Lauren había desaparecido y pudo escuchar claramente su respiración agitada entre el sonido de los pasos, ahora claramente audibles. Suspiró dudosa y salió al corredor, si el capitán la encontraba allí montaría en cólera contra Lauren.

    El golpeteo del bastón cesó y el pomo de la puerta comenzó a girar.

    Camila se apresuró a esconderse tras el tupido jazmín.

    Biel abrió la puerta procurando no hacer ruido, sintiéndose avergonzado por su arrebato de inquietud. Seguro que su nieta estaba dormida plácidamente mientras él se comportaba como una asustada madre primeriza. Entró en silencio, seguido por Sinuhe, que se había negado a volver a la cama, y dirigió la mirada a la cama. Pero su nieta no estaba allí.

    —¡Lauren! —bramó furioso encendiendo la luz—. ¡Halacabuyas zafia y tramposa! ¿Dónde estás? ¡Cuándo te encuentre te vas a arrepentir de haber nacido! —gritó colérico dirigiéndose a la puertaventana con la intención de dar la alarma a los marinos que vigilaban la finca.

    —Biel... —le llamó Sinuhe en un susurro estremecido que le hizo detenerse al instante.

    Se giró hacia ella como un rayo, y se percató de que señalaba un extremo de la cama a la vez que se llevaba la mano al pecho, como hacía su hija cuando estaba nerviosa.

    Miró hacia donde le señalaba y vio en el suelo la cuerda que le había entregado a Etor unas horas atrás. Por lo visto la polizóna había conseguido soltarse... solo que el nudo atado a la cama se movía, como si el otro extremo estuviera amarrado a algo que temblaba. Se acercó, enganchó la cuerda con la empuñadura del bastón y dio un fuerte tirón. Un grito desgarrado resonó en la estancia. El rugido de un animal herido. El chillido de una niña aterrorizada. Y aunque el grito cesó, la cuerda no dejó de moverse como si alguien intentara con desesperación soltarse de ella.

    —¡Lauren, basta! —ordenó Biel utilizando la voz que usaba cuando los marineros aterrados se enfrentaban a una tempestad.

    El movimiento de la cuerda cesó de inmediato.

    —Sal de debajo de la cama —ordenó usando de nuevo la misma voz.

    Pero en esta ocasión no surtió efecto. La joven empezó a patalear con fuerza, decidido a liberarse y escapar.

    —Sinuhe, ve a buscar al señor Abad. Dile que traiga su navaja —dijo observando la enfebrecida lucha—. Date prisa...

    Sinuhe no escuchó sus últimas palabras, pues ya estaba corriendo por la galería en dirección a la zona de servicio, donde Enoc tenía su dormitorio. Este despertó sobresaltado al escuchar los golpes en su puerta, abrió presuroso y se encontró con la señora de la casa.

    —Coja su navaja y acompáñeme —le exigió perentoria echando a correr de nuevo.

    Enoc no se lo pensó un instante, pues el rostro de Sinuhe, siempre sereno, estaba lívido.

    Biel respiró aliviado cuando lo vio entrar en el dormitorio con la navaja en la mano.

    — Corte la cuerda.

    El antiguo marino no necesitó más de cinco segundos para evaluar y entender la escena que se presentaba ante él.

    —¡La ha atado! —exclamó arrodillándose.

    —¡Córtela de una buena vez!

    —¡No puedo, se mueve demasiado! —rugió intentando asir el pie de la muchacha para mantener inmóvil la cuerda. Pero esta no dejaba de patalear aterrada.

    Camila abandonó su refugio al escuchar el bullicio y, descorriendo apenas las cortinas, observó la escena. Su madre estaba junto a la puerta, asustada, mientras el capitán, de pie junto a la cama, frustrado al no poder arrodillarse por culpa de sus maltrechas rodillas, gritaba a Lauren que se mantuviera quieta y al señor Abad que cortara la cuerda.

Y este lo intentaba. Vaya si lo hacía. Pero Lauren, todavía oculta bajo la alta cama, se defendía con una fuerza nacida de la desesperación. Cada vez que el marino tiraba del cáñamo para intentar cortarlo, Lauren arremetía contra él lanzándole patadas con el único pie que tenía libre. Y tenía una puntería excelente. Ya le había acertado una vez en la nariz, haciéndole sangrar, y su frenético ataque iba en aumento. Pronto se acabaría la paciencia del señor Abad y todo degeneraría en una batalla campal.

    ¿Acaso el capitán no se daba cuenta de que con sus imprecaciones lo único que conseguía era aterrorizarla aún más? ¿Por qué Enoc no intuía que con sus tirones solo conseguía el efecto contrario al que pretendía? Ninguno de los dos hombres era capaz de entender que con Lauren nada valían los gritos ni la fuerza bruta, menos aún estando sumergida en esa pesadilla atroz. Negó con la cabeza y, sin pensar en las consecuencias de lo que iba a hacer, se deslizó al interior de la habitación.

    —Lauren... —le llamó con una voz suave que debería haber pasado desapercibida, pero que hizo que los alaridos de la joven se detuvieran—. Tranquila, no pasa nada, estoy aquí, contigo. —Se acercó serena a la cama

—. Tengo la muleta, no voy a permitir que nadie te haga daño —dijo, recordando el comentario casi jocoso de ella a la vez que hacía gestos con las manos al capitán y a Enoc para que se mantuvieran quietos, ¡y calladitos!

    Las patadas cesaron y todos los presentes, menos la inquilina de debajo de la cama, la miraron asombrados

    —Escúchame con atención —exigió perentoria—. Tengo un cuchillo, te voy a soltar, pero tienes que quedarte muy quieta. ¿Lo harás? —preguntó con una voz que no admitía réplica, obteniendo como respuesta la tensa inmovilidad de la cuerda que desaparecía bajo la cama.

    Enoc, arrodillado en el suelo, miró asombrado a la jovencita que había conseguido someter a la bestia, ¡solo con palabras!, y, acto seguido, se apresuró a cortar la maldita cuerda.

    —Ya estás libre, dame la mano... —Camila se aproximó aún más, inclinándose.

    —¡Camila, aléjate ahora mismo! —tronó Biel saliendo de su estupor. ¡En qué demonios estaba pensando su pupila? ¿Acaso no se había percatado de lo peligrosa que era su nieta?

    Y, en el mismo instante en que se apagó el vozarrón del capitán, Lauren abandonó su refugio y se lanzó contra Enoc a la vez que gritaba desesperada, a quien creía Anna, que se fuera antes de que el hombre sin dientes la atrapara.

    Enoc, aturdido por el inesperado giro de la situación se quedó paralizado, al menos hasta que recibió un nuevo golpe en la nariz que le hizo reaccionar. Paró con agilidad los erráticos puñetazos que la debilitada joven intentaba propinarle y, abalanzándose sobre ella, le hizo caer al suelo de nuevo para a continuación envolverle con sus brazos y piernas, inmovilizándole. Y mientras esto acontecía, Sinuhe empujó a su hija, contra la voluntad de esta, sacándola de la habitación para llevarla a su dormitorio, donde se encerró sin que ella dejara de protestar.

Camila no se sosegó hasta que su madre le aseguró que en cuanto estuvieran los ánimos calmados acudiría a ver a la chica... y a poner los puntos sobre las íes a su marido.

    —Tranquila, Lauren, no vamos a hacerte nada —dijo Enoc con un tono de voz calmo pero severo, similar al que había usado Camila, mientras sujetaba el tembloroso cuerpo de Lauren . Pero ella no pareció reconocerle, por lo que le abrazó con más fuerza antes de volver a hablar—. Tranquilízate, no voy a hacerte nada...

    Lauren respondió asestándole un cabezazo que le hizo sangrar el labio.

    —¡Despierta de una vez, maldita sea! —bramó Biel dándole un bofetón.

    Lauren continuó debatiéndose unos segundos más, cada vez con menos brío hasta que por fin se quedó exánime y parpadeó varias veces como si intentara enfocar la mirada.

    —¿Estás despierta? —le preguntó Enoc con suavidad, reteniéndole aún.

    —Suéltame —bufó intentando zafarse de su agarre.

    —No hasta que me asegures que estás calmada —exigió Enoc.

    —Estoy tranquila. —Enoc asintió y le soltó lentamente.

    Lauren se sentó en el suelo y retrocedió sobre manos y pies, aturdida, hasta que su espalda chocó contra el armazón de la cama.

Se quedó allí, inmóvil y con la respiración acelerada hasta que dejó de temblar. Bajó la cabeza, incapaz de hacer frente a la mirada que su abuelo y Enoc habían fijado en ella, y en ese momento se percató del estado en que se encontraba. Tenía la camisa del pijama medio desabrochada y los pantalones se le habían arremangado en las pantorrillas, mostrando la fea abrasión que rodeaba su tobillo. Cerró los ojos y apretó los dientes, enfadada por mostrarse tan vulnerable ante ellos. ¡Parecía un niña de teta recién salida de una pelea! Una que además había perdido. Golpeó el suelo con los puños y se puso en pie. Su mirada vagó por la habitación, deteniéndose apenas en el rostro de los dos hombres que le flanqueaban para quedarse fija en la puertaventana. Sacudió la cabeza antes de conseguir apartar la vista de allí y centrarla en su abuelo.

    —Has tenido una pesadilla —dijo este.

No era una pregunta.

    Lauren le miró desafiante e, ignorando los acelerados latidos de su corazón y el sudor frío que le perlaba la frente, se encogió de hombros fingiendo indiferencia.

    —Estupendo, ¿os ha gustado el espectáculo? Espero que al menos os haya resultado divertido —dijo con desdén caminando hasta la cama con pasos temblorosos.

    —Lauren...

    —Aún no ha amanecido, déjenme dormir —escupió tumbándose de espaldas a ellos.

    Biel abrió la boca para replicar, pero la cerró sin haber dicho nada cuando se percató de los estremecimientos que recorrían el cuerpo de la joven.

    —¡El circo se ha terminado, largaos! —exclamó Lauren tapándose la cara con un brazo, avergonzada al sentir la humedad que bañaba sus mejillas.

    Biel apretó los labios e, indicando con un gesto a Enoc que le siguiera, salió.

    —No debería haberla atado, capitán —le censuró este tras cerrar la puerta, ya en la galería.

    —Hablaremos de esto más tarde, señor Abad.

    —No. Lo hablaremos ahora —espetó Sinuhe abandonando la habitación de Camila con esta a la zaga—. ¡¿Estáis satisfechos con lo que habéis conseguido, grandísimos necios?!

    —El señor Abad no tiene nada que ver con este desastre, deja que regrese a su cuarto —le indicó Biel dirigiéndose a la salita privada de su dormitorio, deshaciéndose así de la mirada dolida de su adorada pupila y del gesto desaprobatorio de su oficial más querido.

    El tono abatido de su voz contuvo la ácida respuesta de Sinuhe, quien se despidió de su hija con un beso y de Enoc con un gesto para a continuación reunirse con su marido.

    —Ni se te ocurra decir que me lo advertiste —masculló Biel cuando ella entró en la sala.

    —Está bien, no lo diré —aceptó ella sentándose a su lado en el sofá de terciopelo rojo—. ¿Qué vas a hacer ahora? —preguntó tomándole con cariño de la mano.

    —Lo único que puede hacer un capitán cuando se ha equivocado de rumbo: hacer caso a su brújula y buscar vientos favorables antes de encontrarse con un motín a bordo —afirmó mirándola preocupado.

    Apenas había amanecido cuando Biel regresó a la habitación de Lauren. Esta estaba despierta, tumbada de espaldas sobre la cama, mirando el techo absorta.

    —Lauren...

    —Capitán... —respondió al saludo con desdén.

    —Lleguemos a un acuerdo —masculló Biel apretando los labios para contener la réplica que merecía su tono de voz.

    Lauren giró la cabeza y el capitán pudo ver que había intentado asearse la cara con la camisa del pijama.

    —¿Ya ha comprobado que soy lo suficiente honorable como para que se atreva a fiarse de mí o ha sido mi infantil pesadilla lo que ha despertado su compasión? —inquirió hosca.

    Había estado sola desde que despertó de la pesadilla, y si el viejo lo había consentido por lástima... No iba a tolerarlo. No quería la compasión de nadie, menos aún la del capitán. Pelearía con quien fuera antes de permitir que sintieran pena de ella.

    —No te has escapado —arguyó Biel golpeándose los zapatos con el bastón e ignorando su alusión a la compasión. Si su nieta se parecía en algo a él, ni la toleraría ni la buscaría.

    —No, no lo he hecho —replicó aliviada a la vez que avergonzada, ya que tras librarse de ellos se había echado a llorar, asustada como una niña, en lugar de aprovechar su inesperada libertad para intentar escapar.

    —Y eso te honra —apuntó el capitán con sinceridad.

    —No, no me honra —bufó Lauren desdeñosa—. No se me ocurrió escaparme, estaba ocupada en... otras cosas.

    Y muy a su pesar, Biel se sintió orgulloso de su insolente franqueza.

    —Te quedarás aquí los próximos seis meses —indicó para a continuación apretar los dientes y escupir las palabras que no quería decir, pero que había prometido a Sinuhe pronunciar—, y nadie te vigilará. Aunque no jures no escaparte.

    —¿Eso que dice es un voto de confianza? —Lauren le miró burlóna—. No se equivoque, viejo, escaparé a la menor oportunidad.

    —Lo sé. No espero que seas lo suficientemente lista como para aprovechar la oportunidad que te doy de convertirte en una mujer de provecho —masculló Biel colérico.

    —Ya soy una mujer de provecho —espetó sentándose erguida.

    —Eres una simple estibadora de puerto.

    —Me basta y me sobra para vivir.

    —No te sirvió para saldar tu deuda con Marcel. Ni te servirá para pagar la que has contraído conmigo.

    —Le pagaré, no se preocupe —masculló Lauren enfadada. El viejo estaba podrido de dinero, pero no le perdonaría la deuda. Por eso era tan rico, porque era un avaro.

    — ¿Cómo piensas hacerlo? —Biel sonrió complacido, atrapada como estaba, su nieta seguía batallando—. Que yo sepa no tienes nada con lo que pagarme.

    —Trabajaré.

    —Eso es lo que quiero —aceptó golpeando el suelo con el bastón, ¡por fin comenzaban a entenderse!—. Trabajarás aquí, día y noche, haciendo lo que se te ordene hasta que dé por zanjada tu deuda.

    —Cuando las ranas críen pelo.

    —Debí imaginármelo, no tienes ninguna intención de pagar lo que debes, nunca la has tenido —siseó Biel—. No tienes honor, no tienes palabra, no tienes educación y no tienes cerebro. No eres más que una holgazána inútil que pide dinero prestado sin saber cómo demonios va a devolverlo. Eres una vergüenza para el apellido Jauregui.

    —¡No llevo su maldito apellido! —replicó Lauren envarada, levantándose de la cama para encararse a su abuelo—. Tengo palabra, tengo educación y tengo cerebro —afirmó con los dientes apretados—. Sí, pedí un préstamo. ¡Lo necesitaba! —rugió ofendida—. Yo no soy una millonaria a la que le sale el dinero por las orejas. Tengo que deslomarme en el puerto cada día y ni aun así es suficiente. —Sacudió la cabeza a la vez que una silenciosa maldición escapaba de sus labios—. No se atreva a juzgarme, capitalista de mierda, porque no sabe nada, ¡nada!

    —¡Sé que pides prestamos que no puedes pagar! —Biel golpeó el suelo con el bastón.

    —¡Puedo pagarlos!

    —No con dinero —apuntó Biel mirándole suspicaz.

    Lauren empalideció al escuchar la cuestión implícita en las palabras del viejo. «¿Cómo pensabas pagar a Marcel?»

    Biel arqueó una ceja, esperando respuesta a la pregunta no pronunciada. Y cuando esta llegó en forma de cadavérica lividez, apoyó ambas manos en la empuñadura del bastón para no levantarlo del suelo tal y como estaba tentado de hacer. ¿A qué clase de trato había llegado la estúpida mocosa con el prestamista?

    —Me quedaré tres meses —susurró Lauren a la postre, rindiéndose—. Ni un día más.

    —Cuatro, y harás todo lo que se te diga, al instante y sin quejarte.

    Se miraron fijamente en un duelo de miradas que no tuvo ganador ni vencedor.

    —Aceptaré tu silencio como un «sí» —masculló Biel tras unos minutos.

    Lauren cerró los ojos y asintió con la cabeza. ¿Acaso tenía otra opción?

    —La señora Muriel te traerá una muda limpia y, en vista de que no pareces necesitar guardar más reposo, te sugiero que uses el baño antes de que te visite el doctor, apestas —le indicó Biel dándose media vuelta.

    —No tanto como usted y su puñetero dinero —siseó Lauren.

    Biel se detuvo un instante y, aunque estuvo tentado de girarse y darle una lección, se contuvo y abandonó el dormitorio. Había prometido a Sinuhe una tregua con la muchacha y, más o menos, la había conseguido.

    La señora Muriel entró en el dormitorio, toda ella un revuelo de faldas y bulliciosa actividad. Bajita y rolliza, llevaba un sencillo vestido color crema y sobre este un delantal blanco con la pechera profusamente adornada de puntillas, lo que la hacía parecer una gallina.

    Lauren, sobresaltada por la repentina interrupción, se sentó en la cama, teniendo buen cuidado de taparse con las sábanas mientras observaba atónita cómo la mujer recorría la estancia con pasos rápidos para abrir la puertaventana de par en par.

    —No te quedes ahí parada, Cristina, tenemos mucho que hacer y muy poco tiempo —indicó Muriel a la sirvienta que se había quedado en el umbral, mirando a la joven con inquietud—. Vamos, mujer, entra, la señorita no muerde. ¿Porque usted no muerde, verdad? —le preguntó a Lauren con una agradable sonrisa y este se apresuró a negar con la cabeza—. Lo ves, ya sabía yo que no nos iba a dar problemas —dejó un batín al pie de la cama y continuó recorriendo la habitación—. Tiene una muda limpia en el baño, es la puerta de la derecha —le indicó a Lauren a la vez que abría el armario y miraba el interior con el ceño fruncido—. Precisa una buena limpieza antes de meter la ropa, dejaremos que se vaya aireando mientras nos ocupamos de la cama —murmuró pensativa antes de girarse

—. ¿Aún sigue aquí? Vamos, señorita, está hecho una zarrapastrosa, no querrá que el buen doctor le vea así —inquirió arqueando las cejas a la vez que le tendía el batín y le señalaba las zapatillas que había junto a la cama—. Póngaselo —le ordenó con voz suave dándose la vuelta. Lauren, sin saber bien por qué, obedeció—. Cuando acabe de asearse vaya al estudio, es la puerta que queda a la izquierda de esta habitación, allí le está esperando su desayuno —le indicó revoloteando alrededor de ella, guiándole sutilmente hacia la salida—.Tómese su tiempo, tenemos mucho trabajo que hacer aquí. —Cerró la puerta tras ella.

    Lauren se quedó parada en la galería interior, mientras pensaba aturullada que jamás le habían echado de un sitio con tanta consideración. Se cerró el batín, miró a izquierda y derecha, y al comprobar que nadie le vigilaba, se asomó a la inmensa abertura cercada por blancas barandillas desde la que se veía la planta inferior.

¡Cuánto espacio desaprovechado! Luego miró arriba, hacia la bóveda acristalada, ¿para qué querían una ventana en el techo? Se encogió de hombros y se dirigió al baño. ¿De verdad el viejo le había dejado libre para andar por la casa? Entró en el aseo y miró perpleja a su alrededor antes de volver a salir para comprobar que no se había equivocado de puerta. No, no se había equivocado. ¿Para qué querían los ricachones un baño tan grande? Era una estancia de paredes blancas con cuadros de paisajes, una alargada bañera de cobre, una banqueta y dos tocadores. Uno de nogal, con una pila redonda coronada por un espejo. En el otro había una jarra y una bacía de porcelana junto a un espejo basculante.

Abrió uno de los cajones y encontró toallas y jabón.

    Cuando un buen rato después abandonó el baño, no solo parecía otro mujer, también se sentía distinta. Ya no era una pordiosera ni vestía un pijama, aunque se había tenido que calzar las enormes zapatillas. La ropa le quedaba bastante holgada, pero la camisa era blanca y los pantalones negros, ¡nada que ver con el pijama!

    Regresó al dormitorio que había ocupado, con la ropa sucia en las manos, y fue recibido por la atareadísima mamá gallina y su asustada polluela.

    —No tenía que haberse molestado, la próxima vez déjelas en el baño, nosotras nos ocuparemos de ellas —le regañó Muriel con cariño quitándole las prendas para luego tirarlas al suelo, sobre un montón de sábanas amontonadas—. Siga recto hasta la siguiente puerta, es el estudio, allí tiene su desayuno. No tenga prisa en regresar, aún nos queda mucho que hacer —le indicó usando el plumero a modo de bastón de mando, echándole de nuevo. De muy buenas maneras, eso sí.

    Lauren se encogió de hombros y fue a dónde le habían ordenado. El estudio estaba en la esquina de la casa, en una de las torres redondas que se veían desde el exterior, y era enorme. Contaba con grandes ventanales por los que entraba la luz, bañando la estancia con la claridad del día. Además de la puerta por la que había entrado había otra en el extremo opuesto. ¿Qué diablos les pasaba a los ricos con las puertas? En el centro había una mesa de madera, seguro que de las caras, con varias sillas alrededor. Y sobre esta, una bandeja con platos tapados con paños de lino, un cafetera con café recién hecho, una jarra de zumo de naranja y dos vasos y tazas vacíos. Sin molestarse en sentarse, se sirvió el zumo y se lo tomó de un trago, luego levantó el paño de uno de los platos, cogió un par de galletas e, incapaz de contener su curiosidad, salió por la puerta que había frente a ella. Esta daba a una larguísima terraza llena de plantas de todo tipo, con flores, sin flores, altas, bajas... En la otra punta del corredor había una mesa llena de tiestos con ¿árboles enanos?

    Caminó hacia allí dejando atrás la puerta del estudio y de la habitación en la que había estado encerrada. Según se acercaba pudo comprobar que tras los raquíticos árboles había una muchacha, inmersa en hacerlos aún más diminutos. Poseía una discreta belleza que le dejó sin respiración.

Quedó absorta en la placidez de su semblante, en su enigmática sonrisa, en sus ojos oscuros de mirada penetrante. Tenía el pelo castaño y rizado, cortado a la altura de la nuca, y con un largo flequillo que caía sobre sus ojos como una cortina cada vez que se inclinaba para tomar con cuidado un esqueje, momento en que fruncía los labios para retirárselo con un suave soplido.

    Detuvo su deambular y se apoyó en la balaustrada que cercaba la terraza mientras la observaba en silencio. Vio sus labios moverse, como si estuviera susurrando a las plantas. Sus largos y estilizados dedos tomaban con cariño las minúsculas ramitas para cortar alguna hoja que no estuviera en su sitio. Sonrió burlóna al comprobar que estaba sentada en una silla mientras se ocupaba de los anquilosados arbolitos. ¡Solo a un ricachón se le ocurriría subir las plantas a una mesa para podarlas! Cualquier mujer normal se hubiera arrodillado en el suelo para no manchar la mesa de tierra y hojas, pero claro, los ricos tenían un ejército de criados que limpiaban por ellos. Negó con la cabeza sin dejar de mirarla. Era una pena que una joven tan bonita fuera tan torpe, solo tenía que dejar de cortar las ramas a los pobres árboles y estos crecerían hasta alcanzar un buen tamaño, pero ¿qué se podía esperar de una niñata consentida que cuidaba de las plantas sentada en su trono de madera?

    Tras ser echado sin contemplaciones del dormitorio de Lauren por la arisca señora Muriel, Enoc entró en el estudio, observó el vaso con restos de zumo y, tras servirse un café, salió al corredor en busca de la esquiva muchacha. La encontró apoyada en la balaustrada, observando con atención a Camila.

Se llevó la taza a los labios, y, sin hacer ruido, se sentó en una de las sillas decidido a vigilar sin acosar, tal y como le había indicado la señora Sinuhe esa misma mañana.

Continue Reading

You'll Also Like

1M 52.5K 37
Melody Roberts es una chica muy sencilla, no es muy sociable y solo tiene una mejor amiga. Vive sola en un pequeño departamento, el cual debe de paga...
6.7M 276K 72
Molly Johnson es una mesera y necesita juntar mucho dinero para salvar a su hermana. Axel Cavelli es un exitoso empresario y necesita una novia por t...
453K 29.3K 29
Escucho pasos detrás de mí y corro como nunca. -¡Déjenme! -les grito desesperada mientras me siguen. -Tienes que quedarte aquí, Iris. ¡Perteneces a e...
1.2K 134 19
Sólo quería decir Que ahora que te fuiste Cada día que pasa Es cada vez mas triste Yo se que hicimos lo correcto Pero duele aceptar que no estas.