Amanecer Contigo, Camren G'P

By issaBC

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Barcelona, 1916. En su lecho de muerte, Michael, la oveja negra y único heredero de la acaudalada familia Jau... More

CAPITULO 1
CAPITULO 2
CAPITULO 3
CAPITULO 4
CAPITULO 6
CAPITULO 7
CAPITULO 8
CAPITULO 9
CAPITULO 10
CAPITULO 11
CAPITULO 12
CAPITULO 13
CAPITULO 14
CAPITULO 15
CAPITULO 16
CAPITULO 17
CAPITULO 18
CAPITULO 19
CAPITULO 20
CAPITULO 21
CAPITULO 22
CAPITULO 23
CAPITULO 24
CAPITULO 25
CAPITULO 26
CAPITULO 27
CAPITULO 28
CAPITULO 29
CAPITULO 30
CAPÍTULO 31
CAPITULO 32
CAPITULO 33
CAPITULO 34
Epílogo

CAPITULO 5

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By issaBC

    ¡Silencio en cubierta!

ROBERT LOUIS STEVENSON,
La isla del tesoro

    5 de abril de 1916. Cerca de la medianoche.

    El ronroneo del motor se convirtió en un fiero rugido que consiguió que Lauren abriera los ojos y tomara consciencia de lo que le rodeaba. Ante su mirada desenfocada apareció una ancha avenida cercada por estilizados árboles. Parpadeó desorientada hasta que comprendió que el motor hacía tanto ruido porque estaban subiendo una cuesta. Satisfecha por haber hallado la solución al acertijo se removió hasta encontrar una postura en la que sus doloridas costillas dejaran de quejarse y cerró los ojos. Los volvió a abrir un segundo después, alarmada. Había algo que no iba bien. Algo que faltaba. Frunció el ceño, y el súbito pinchazo que sintió en la frente trajo consigo el recuerdo y con este, el despertar de la consciencia. Acababa de darse cuenta de qué era lo que faltaba: el ruido de la ciudad.

    No oía nada salvo el motor del coche. Los sonidos de la urbe habían dado paso a una extraña paz. Extraña, porque Barcelona jamás dormía, ni siquiera de noche. Faltaban las voces de las fulanas del puerto, el sonido de los cascos de los caballos chocando contra el pavimento, el bullicio marrullero que salía de las tascas... ¿Acaso se había quedado sorda? Asustada, se tocó la oreja, y el dolor estalló.

    —Ese cabrón te dio un buen golpe —escuchó la voz del chófer—. Pero no creo que sea demasiado grave... al menos ese. Los de los riñones sí pueden ser peligrosos. Vuelve a dormirte. Cuando lleguemos llamaré a Doc para que te eche un ojo.

    Lauren asintió sin prestar atención a sus palabras. Podía oírle y eso era lo único que le importaba. Observó en la penumbra sus dedos, no podía verlos bien, mas estaba segura de que el líquido denso que los manchaba era sangre que manaba de su oído. Pero no estaba sorda. ¿Entonces por qué solo escuchaba el rugido del motor? ¿Por qué no las peleas de borrachos? ¿Por qué no el sonido de las bocinas de los barcos entrando a puerto o el estruendo de las fábricas que jamás cerraban? Se irguió en el asiento y observó con atención lo que le rodeaba.

    —¿Dónde estamos? —preguntó perpleja mientras contemplaba las casas y palacetes que se levantaban a ambos lados de la carretera apenas iluminada por las farolas.

    —En la avenida del Tibidabo.

    —¡Estamos al otro lado de la ciudad! Tenías que llevarme a la Barceloneta.

    —No. Dije que te llevaría a casa y tu casa está justo delante de ti —afirmó Enoc deteniéndose frente a unas altas puertas ancladas a un muro de recias verjas de hierro. Tras este, imponente y amenazadora, se alzaba una elegante mansión.

    —¿Ah, sí? ¿Desde cuándo vivo en un palacio? —Lauren abrió la puerta del coche, decidida a apearse antes de que se abrieran las rejas. Lo último que necesitaba esa maravillosa noche era que la guardia le detuviera por entrar en la casa de un ricachón.

    —¿Adónde crees que vas? —Enoc le retuvo con una mano mientras que con la otra tocaba insistentemente la bocina.

    —Lejos de aquí —replicó Lauren soltándose para acto seguido encararse a él—. Estoy en deuda con usted por salvarme de esos tipos, y es una deuda que pienso pagar... pero por nada del mundo voy a entrar ahí —aseveró señalando la mansión.

    —Ya lo creo que vas a entrar.

    El chirrido de las puertas al girar sobre sus goznes hizo que Lauren se sobresaltara y girara la cabeza con violencia. Todo pareció dar vueltas, haciéndole tambalear.

    —No hagas movimientos bruscos si no quieres marearte, me temo que ese malnacido te ha roto el tímpano —masculló Enoc observándole con atención.

    Lauren echó la cabeza hacia atrás, deseando que se le pasara el vértigo y el coche se puso de nuevo en marcha. Las sacudidas de las ruedas le indicaron que el camino sobre el que transitaban había cambiado, ya no era macadam sino adoquines. Tras ella quedó la fugaz luz de un farolillo de mano junto a la verja de nuevo cerrada. Se obligó a respirar lentamente para sobreponerse al mareo mientras examinaba la casa que se revelaba ante ella. Era un palacete de dos plantas con un torreón alzándose en cada esquina y una ornamentada entrada a la que se ascendía por unas escaleras señoriales. Las paredes estaban conformadas por ladrillos ambarinos con extraños relieves y cada una de las altas ventanas estaba enmarcada por estilizadas columnas, de un tono más oscuro, que parecían emerger de la pared.

    —¿Quién es el dueño de esta casa? —preguntó cuando el coche se detuvo frente a unas anchas puertas situadas en una edificación anexa.

    —El capitán Jauregui. —Enoc observó por el rabillo del ojo a su remisa acompañante mientras apagaba el motor. Ya se ocuparía más tarde de meter el.Alfonso XIII en el garaje.

    —¡Qué ilusión! Dele saludos de mi parte —ironizó Lauren apeándose del coche, decidido a regresar a la Barceloneta aunque fuera arrastrándose.

    No llegó a dar un solo paso. En el momento en el que se puso en pie, todo comenzó a girar a su alrededor.

    Enoc saltó del vehículo. Apenas le dio tiempo de sujetarle antes de que su dura cabeza de chorlito se golpeara contra el suelo.

    —¡Pero qué te pasa! ¿Acaso no me has oído cuando te he dicho que no hicieras movimientos bruscos? —le regañó a la vez que le ayudaba a incorporarse.

    —¿Algún problema, señor Abad? —preguntó un hombre situado tras ellos.

    —Ninguno, Etor —respondió sin dejar de mirar a Lauren—. ¿Te vas a portar bien, chica?

    Lauren divisó por el rabillo del ojo al dueño de la voz, una silueta en sombras a pesar de la luz del farolillo; seguramente era aquel que había abierto y cerrado las verjas, un simple mayordomo. Bufó enfadada, ojalá no diera la voz de alarma. Al menos hasta que tuviera las piernas firmes para escapar.

    —Suéltame —siseó cuando todo dejó de dar vueltas a su alrededor.

    —¿Quieres dar con tus huesos en el suelo otra vez? —Enoc disimuló el orgullo que le producía la actitud belicosa de la joven.

    —Lo que quiero es largarme de aquí —masculló Lauren, dándole un empujón.

    —Eso no va a ser posible —le advirtió, indiferente a su mirada airada—. Estoy seguro de que el capitán querrá hablar contigo sobre lo que ha pasado esta noche.

    —Seguro que el capitán no tiene otra cosa mejor que hacer —ironizó Lauren, echando una mirada furtiva al palacete. La luz del porche acababa de encenderse y la puerta comenzaba a abrirse—. Déjese de sandeces y olvídeme —escupió enfadada dando media vuelta para dirigirse a la verja que circundaba la propiedad.

    Estaban haciendo demasiado ruido y pronto saldría alguien a investigar qué pasaba. Y eso era algo que no le convenía en absoluto. Bastantes problemas tenía ya como para encima llamar la atención del capitán Jauregui. Había oído hablar de él a los marinos, a los capataces del puerto e incluso a los pescadores en los merenderos. Su reputación de hombre fiero y decidido era por todos conocida, también sus contactos con las altas esferas y sus numerosos sobornos para hacerse con las mejores dársenas de atraque y con la mirada baja de los aduaneros. Un hombre con tanto poder seguro que tendría gustos extraños. Y ya tenía suficientes complicaciones como para además tener que esquivar al capitán.

    —Ni lo intentes, marinera de agua dulce —le exhortó Enoc agarrándole de nuevo—. Yergue la espalda y afronta la tempestad, estoy seguro de que las has capeado peores.

    —Seguro que es mucho más divertido ahogarme que entrar ahí —se resistió dando un tirón—. No conozco al capitán y pretendo seguir así, hará mi vida mucho más fácil.

    —Claro que lo conoces. —¿Tan mala memoria tenía la chica?—. Has hablado con él hace menos de una semana, en tu covacha.

    —¿En mi casa? —Lauren entornó los ojos, pensativa—. ¿El viejo? —Enoc asintió divertido al ver su desconcierto—. ¿Y qué puñetas quiere de mí?

    —Imagino que lo que querría cualquier abuelo: ocuparse de su nieta.

    —¡Vaya manera de decirlo! —Lauren negó con la cabeza, asqueada—. Tú y yo sabemos que no soy su nieta.

    —Tú no sabes nada. Yo sé que eres la hija de Michael, y como este lo era del capitán, no te queda otro remedio que sumar dos más dos y aceptar que eres su nieta.

    Lauren inspiró bruscamente. Rígido su cuerpo. Pálido su rostro. Con miedo en sus ojos.

    —¿Qué te pasa muchacha? —inquirió Enoc al percatarse de su repentina lividez.

    —Nada —siseó dirigiendo la mirada hacia la residencia, donde una mujer esperaba inmóvil junto a la puerta abierta. Después giró despacio y observó el muro que rodeaba la propiedad. La oscura silueta del mayordomo aguardaba junto a la verja; el farolillo, olvidado en el suelo, solo iluminaba unas recias botas negras.

    Enoc no perdió detalle de los movimientos de la joven. No sabía qué diablos le había pasado, pero estaba seguro de que no era nada bueno. Su talante desafiante había dado paso a una actitud tensa, a la defensiva.

    —Señor Abad, ¿van a entrar en casa? —indagó la mujer que estaba junto a la puerta.

    —Ahora mismo, señora Muriel. Por favor, avise al capitán de que he traído a su nieta —contestó Enoc antes de dirigirse al supuesto mayordomo—. Etor, meta el coche en el garaje.

    Lauren abrió los ojos como platos cuando el aludido comenzó a caminar oscilante hacia ellos y la luz del porche le iluminó.

Eso no podía ser un mayordomo. ¡Era grande como una montaña! El hombre más alto y ancho que había visto nunca. Era calvo y tenía el cráneo tatuado, al igual que los gruesos brazos; sus enormes manos parecían tenazas; sus piernas, robustos troncos; y su cuello, el mástil de un navío.

    —Vamos, muchacha —le instó Enoc al ver que se quedaba paralizada.

    Lauren miró al coloso, a la casa y, de repente, empujó a Enoc para a continuación dirigirse con paso inseguro a las altas puertas de hierro forjado. Si el viejo era su abuelo y esa era la casa familiar, seguro que Michael estaría allí. ¡Por nada del mundo se dejaría atrapar!

    —¡Etor, deténgale! —gritó Enoc levantándose.

    El gigante abrió los brazos en cruz y comenzó a trotar.

    Lauren observó al inmenso hombre que se abalanzaba sobre ella, parecía bastante torpe, como si no supiera andar sobre tierra firme. No sería difícil darle esquinazo.

Apretó los dientes y apresuró el paso ignorando a fuerza de voluntad el dolor y el mareo que le hacían tambalear. Al llegar junto al gigantón hizo un quiebro para esquivarle, y este, con una velocidad tan inesperada como inusitada, giró sobre sí mismo y le hundió el puño en la tripa.

    Lauren cayó de rodillas jadeante, abrazándose el estómago con ambas manos.

    —¡Maldita sea, Etor, le dije que la detuviera, no que la matara!

    —No está muerta, jefe —objetó el gigante—, solo la he golpeado un poquito para que no corriera tanto. Ya sabe que no se me da bien correr. No, señor —indicó rascándose la calva.

    —Llévele a la casa, luego hablaremos de cómo se debe detener a alguien —le ordenó Enoc enfadado—. ¡Es una mujer, no un fardo! Tenga más cuidado —bufó al ver como Etor se lo echaba al hombro.

    —Si quiere que haga las cosas bien, debería dar las órdenes adecuadas, sí, señor, porque sin órdenes adecuadas las cosas no se hacen bien, y a mí me ha dicho que le lleve a casa, pero no cómo debía llevarle. No, señor, no me lo ha dicho —rezongó el gigante a la vez que recolocaba a la joven para llevarla en brazos cual bebé.

    Lauren se dejó transportar mientras intentaba recuperar la respiración; no podía negar que Etor tenía un derechazo contundente... y muy poco cuidado con lo que se traía entre manos. Soportó estoicamente los pinchazos en las costillas que le provocó el ascenso por la escalinata y estuvo a punto de conseguir una nueva brecha en la frente cuando el hombretón traspasó la puerta y su cabeza rozó el dintel. Intentó bajar de sus brazos en ese momento, pero este se limitó a apretar con saña sus hercúleos dedos, por lo que no le quedó más remedio que quedarse quietecita y observar atónita lo que le rodeaba.

    Atravesaron un elegante vestíbulo de cuyo techo colgaba una lámpara formada por cientos de cristales y en el que se abrían cuatro puertas, una en cada pared. Cruzaron la más ancha, con forma de arco, accediendo a un salón. Era un amplio espacio desde el que se podía ver la galería abierta del segundo piso, pues no tenía techo, sino que este era la bóveda acristalada que coronaba el tejado. En la estancia se abrían varias puertas y en donde debería estar la pared este, se elevaba una elegante escalera que giraba sobre sí misma hasta llegar a la planta superior. Consolas de mármol y cristal coronadas por costosos espejos y cuadros se ubicaban en cada pared junto a lujosas butacas tapizadas en tafetán rojo. En el centro de la estancia, destacando sobre todo lo demás, había un enorme sofá circular de terciopelo rojo. Y justo ahí fue donde le dejó caer Etor.

Sin ningún cuidado, por cierto.

    Lauren no pudo evitar el gemido que escapó de sus labios al estrellarse contra el duro asiento que cualquiera hubiera pensado que era mullido dada su apariencia.

    —Etor, tenga más cuidado, está herida —le regañó Enoc al ver el gesto de la joven.

    — Sí que es blandita la chavala—bufó el hombretón lanzando una inquietante mirada a Lauren —. Ni que fuera a romperse.

    — Por supuesto que no voy a romperme —replicó Lauren furiosa, sentándose erguida. O al menos intentándolo. El respaldo era tan bajo que apenas si le sujetaba la mitad de la espalda. «Muy bonito, muy lujoso, muy caro y puñeteramente incómodo», pensó.

    Se frotó con disimulo el estómago mientras observaba con atención a quienes le rodeaban, buscando a la única persona en el mundo a la que no quería ver. La mujer que había abierto la puerta estaba junto a la escalera, mirándole con curiosidad. Por su indumentaria debía de ser una sirvienta, vestido negro, delantal blanco con una puntilla en el borde y una cofia del mismo color recogiéndole el pelo. Oculta tras ella había otra fémina más joven vestida de idéntica manera que le miraba asustada.

Estuvo tentada de soltar un aterrador «Bu» para ver con cuánta fuerza era capaz de gritar. El gigantón estaba apoyado en una pared, concentrado en abrillantar sus botas frotándolas contra las perneras de los pantalones.

Enoc, de pie frente al sofá circular, mantenía la mirada fija en las escaleras.

    Lauren se giró lentamente, casi con temor, hasta quedar enfrentado a estas. Suspiró aliviada al ver quiénes bajaban por ellas:el viejo que se había presentado en su casa hacía menos de una semana y una mujer de mediana edad, rubia, vestida con una falda negra de varias capas que ensalzaba su estrecha cintura y una blusa blanca con cuello marinero. No había nadie más tras ellos. Tragó el nudo que tenía en la garganta y desvió la mirada a las múltiples puertas que daban a la estancia. Todas estaban abiertas. Se inclinó intentando averiguar qué había tras ellas, pero apenas si atisbó a ver retazos. Una mesa de billar, tras una; lo que parecía ser un montón de plantas, tras otra; y una enorme mesa de comedor, en la última. Nada más. Las salas eran demasiado grandes para poder abarcarlas por completo con una simple mirada.Michael podría estar oculto en cualquiera de ellas, esperando su oportunidad.

    Un espasmo nervioso le contrajo el estómago.

    Biel acabó de bajar las escaleras sin dejar de observar a su nieta, quien con su característica desvergüenza no le prestaba la más mínima atención. Parecía más interesada en escrutar el interior de las salas. Debía reconocer que la muchacha no parecía asombrada por la riqueza y el lujo que le rodeaba, y si lo estaba, lo disimulaba muy bien. Y eso le gustó. Contempló inquisidor su rostro magullado cuando se giró para observar el comedor, y entornó los ojos al comprobar que se abrazaba con ambas manos el estómago. Dirigió la mirada a Enoc y enarcó una ceja.

    —¿En qué lío se ha metido ahora mi nieta? —le preguntó con voz atronadora.

    —En ninguno que le interese, viejo —espetó Lauren al instante, poniéndose en pie sobre sus inestables piernas.

    —¡Halacabuyas insolente, siéntate y no abras la boca hasta que se te pregunte! —siseó Biel mirándole con aversión.

    —¿Y si no quiero? —le desafió.

    —¿Le hago sentar, capitán? —inquirió Etor, dirigiéndose oscilante al sillón circular.

    — No será necesario, Etor, estoy seguro de que Lauren prefiere ceder a montar una pelea en la que sabe que tiene todas las de perder, ¿verdad? —intervino Enoc, mirando a la belicosa muchacha con una ceja arqueada.

    Lauren bufó con fuerza y se cruzó de brazos en actitud beligerante, negándose a sentarse. Enoc no pudo evitar esbozar una ladina sonrisa. La chica era tan terca como su abuelo.

    Biel se golpeó los botines con la punta del bastón mientras observaba a su apaleada nieta. Apenas si podía mantenerse en pie, mucho menos enfrentarse a Etor, y aun así seguía mostrándose desafiante. No sabía si le complacía su valiente testarudez o si aborrecía la estupidez supina de que hacía gala.

    —Señor Abad, ¿qué ha ocurrido para que Lauren se encuentre en tan lamentable estado?

    —No creo que sea adecuado de escuchar por los sensibles oídos femeninos —respondió este, señalando a las mujeres.

    Lauren no pudo evitar poner los ojos en blanco al oírle. ¿Sensibles, las mujeres? ¿Desde cuándo? Que ella supiera eran todas unas arpías. Todas menos Anna.

    —Señoras, discúlpennos por favor —solicitó Biel, observando enfadado el impertinente gesto de la muchacha. Las criadas se fueron, pero la mujer que le había acompañado hizo caso omiso a su orden—. Sinuhe, por favor.

    —No. Sabes de sobra que mis oídos no son nada sensibles —respondió afable pero categórica. El capitán suspiró y asintió con la cabeza. Ella le dedicó una encantadora sonrisa antes de girarse hacia la puerta por la que habían desaparecido las sirvientas—. Señora Muriel, tenga la amabilidad de llamar al doctor del Closs. Cristina, prepare agua timolada y paños, por favor.

    —Sinuhe... —comenzó a gruñir el viejo.

    —¿Pretendes que me quede con los brazos cruzados mientras esperamos a Doc? —replicó ella enarcando una ceja.

    —Sería lo más conveniente, es como un perro rabioso, no sabemos cómo reaccionará.

    —Hágale caso al viejo, señora. De vez en cuando, muerdo —masculló Lauren ofendida. ¿Cómo se atrevían a hablar de ella como si no estuviera presente? Aunque, claro, eran ricachones, ¿qué otra cosa podía esperar?

    —Mientras estés en mi casa te comportarás con educación, aunque tenga que molerte a palos para conseguirlo —exclamó Biel furioso, levantando el bastón. ¡Nadie osaba responder así a Sinuhe y vivía para contarlo!

    Lauren descruzó los brazos, todo su cuerpo tenso, preparado para el próximo golpe. Un golpe al que pensaba responder.

    — Capitán, estoy segura de que nuestra invitada solo pretendía dar veracidad a tus palabras —le retuvo Sinuhe con fina ironía, posando su grácil mano sobre el brazo del anciano—. Lauren, ¿verdad? —Esta asintió mirándola perspicaz—.Hace tiempo que oigo hablar de ti, estoy encantada de que hayas decidido visitarnos —dijo con afabilidad no exenta de desafío.

    —No ha sido una decisión voluntaria —replicó Lauren aceptando el reto—. Preferiría estar en las cloacas que aquí.

    —No cabe duda de que muerdes —musitó Sinuhe divertida a la vez que clavaba sus dedos con fuerza en el brazo del capitán, indicándole mediante este gesto que la dejara hablar a ella. Biel tenía muchas virtudes, pero paciencia y sutileza no se contaban entre ellas.

    Lauren centró la mirada en el viejo, dispuesto a contraatacar si este se abalanzaba sobre ella con su maldito bastón. No le volvería a pillar por sorpresa otra vez.

El ruido de una puerta al abrirse le sobresaltó. Giró la cabeza con brusquedad y contuvo el aliento, seguro de que se encontraría cara a cara con Michael. El vértigo le atacó de nuevo, haciéndole tambalearse, pero aun así su mirada permaneció fija en la puerta... por la que salió una de las sirvientas. Cerró los ojos aliviada. Ojalá la habitación dejara de dar vueltas y el suelo se mantuviera quieto.

Ni a Sinuhe ni al resto de los reunidos en  el salón les pasó por alto la repentina palidez de la muchacha ni el miedo reflejado en su cara.

    Muriel caminó con ligereza hasta la señora para comentarle en voz queda que el médico llegaría en breve, y para preguntarle dónde debían llevar el agua timolada. No era conveniente limpiar las heridas de la joven en el sofá, pues era muy difícil limpiar la sangre del terciopelo.

    Lauren ignoró la llegada de la mujer y miró a su alrededor mientras se esforzaba por mantener el equilibrio. No lo veía por ninguna parte, pero eso no significaba que no estuviera observándole escondido. Era propio de Michael jugar al gato y al ratón. Se obligó a tranquilizarse, o al menos lo intentó hasta que captó por el rabillo del ojo un movimiento en la galería del segundo piso.

Alzó la mirada, pero solo llegó a ver una sombra ocultándose tras una columna. Se movió hacia un lado, intentando captar algo más, aunque no era necesario. Sabía de sobra quién le vigilaba. Tenía que irse de allí sin perder un instante.

    Estudió el salón, las puertas que daban al vestíbulo, al viejo y a las mujeres hablando frente a las escaleras, a Etor cerca de lo que parecía ser el comedor y, por último, su mirada recayó en una sala en la que se abrían unas puertaventanas que probablemente darían al jardín. Dio un paso en esa dirección.

    —Ni lo intentes —le advirtió Enoc, acercándose a ella. Le había estado observando y había leído sus intenciones tan claramente como leía una carta de navegación.

    Lauren puso los ojos en blanco, volvió a cruzarse de brazos y, tras bufar enfurruñada, se dejó caer en el sofá.

    Enoc asintió satisfecho, ya era hora de que la muchacha se rindiera, de hecho, no sabía cómo había conseguido aguantar en pie tanto tiempo. Retrocedió hasta una de las butacas y se sentó. El sofá circular era muy bonito, pero también muy incómodo. Echó una mirada a la chavala, quien por fin parecía estar relajada, y aprovechó para liarse un cigarro que no se fumaría aún, pues la señora Sinuhe aborrecía el humo. Y, en el mismo momento en que enrollaba el papelillo, la avispada muchacha echó a correr.

    —¡Maldito sea! —gruñó tirando el cigarrillo.

    Lauren atravesó el salón, entró en la sala y se dirigió a las puertaventanas con Enoc pisándole los talones. Unos metros más y sería libre. La oscuridad reinaba en el exterior, tras las puertas abiertas. No le sería difícil esconderse.

    Una sombra gigantesca se abalanzó sobre ella, lanzándole contra la pared y dejándole sin respiración.

    —Esta vez no le he pegado —afirmó Etor agarrándole por el cuello. Había entrado allí por una de las múltiples puertas que daban a cada estancia.

    Lauren se revolvió contra el gigante al comprobar que Enoc y el viejo caminaban hacia ella. Clavó los dedos en las férreas manazas de Etor y lanzó una patada que esperaba le diera en sus, seguramente inmensas, joyas de la familia. El coloso se limitó a hacerse a un lado, estaba demasiado acostumbrado a peleas de taberna como para caer en ese truco.

    —Capitán, se revuelve como una anguila, se me va a escapar, y a mí se me da muy mal correr —le advirtió Etor intentando contener a la joven que se agitaba desesperado contra él.

    —No deje que se le escape, Etor —exigió Biel acercándose a ellos tras Enoc.

    —Como ordene, capitán —asintió golpeándole en el estómago. Lauren exhaló un trémulo lamento antes de derrumbarse. Solo los dedos del gigantón envolviendo su pescuezo impidieron que se diera de bruces contra el suelo—. Se ha desmayado, que poco aguante tiene —musitó mirándole perplejo a la vez que la volvía a coger en brazos.

    —No me he desmayado —musitó Lauren luchando por sobreponerse a las náuseas y la debilidad que le instaban a cerrar los ojos.

    —¡Etor, qué le he dicho antes sobre tener cuidado! —gritó Enoc furioso.

    —El capitán me dijo que la detuviera —se defendió entrando de nuevo en el salón.

    —Está bien, Etor, no se preocupe —intercedió Biel observando los ojos casi cerrados de su nieta. No tardaría en perder la conciencia—. Llévela a uno de los dormitorios del servicio, en el desván y átela a la cama. Veremos si así consigue tranquilizarse un poco.

    —¡No! —gritó una joven desde la galería abierta de la planta superior.

    La misma palabra «No» que había escapado en un susurro apenas audible de los labios de Lauren. Giró la cabeza e intentó enfocar la mirada, pero solo vio una difusa silueta blanca.

    —Camila, deberías estar en tu cuarto —la reprendió Biel—. Este asunto no es adecuado para una señorita como tú.

    —¿Acaso no te das cuenta de que está aterrorizada? —inquirió ella ignorando la regañina—. No puedes atarla a la cama, sería inhumano.

    —No estoy aterrorizada —farfulló Lauren cerrando los ojos mientras pensaba que si los ángeles hablaran, lo harían con una voz tan pura como la de esa muchacha que parecía querer ayudarle.

    —Pequeña, no lo entiendes. Es la hija de Michael, no nos podemos fiar de ella —explicó Biel.

    —Lo entiende mejor que tú, capitán —rebatió Sinuhe acercándose a Etor—. Llévela al dormitorio de Michael, y no la ate.

    —¡Señora! —jadeó Biel, enfadado al ver que contradecía su orden.

    —¿Capitán? —La mujer arqueó una de sus elegantes cejas y se cruzó de brazos.

    —Haga lo que dice mi esposa, Etor, pero manténganse junto a la cama y cierre la puerta con llave, no la abrirá a nadie excepto a mí. Y si se despierta e intenta levantarse —señaló a Lauren—, vuelva a dormirle. —El gigante asintió dirigiéndose a las escaleras—. En cuanto a ti, Sinuhe, no quiero que entres en el dormitorio de Michael, Lauren podría ser peligrosa —la advirtió severo. Ella respondió con una ladina sonrisa antes de retirarse a la cocina

—. Y ahora, señor Abad, cuénteme qué ha pasado —exigió Biel encaminándose a la sala de fumar, donde estaba seguro que nadie, y en ese nadie incluía explícitamente a su esposa, entraría.

    Sinuhe esperó hasta que los hombres desaparecieron del salón y luego le indicó a la señora Muriel que llevara lo que necesitaban a la habitación de Michael. No, de Lauren. No iba a permitir que la muchacha recibiera al doctor con la cara ensangrentada. Subió las escaleras y recorrió la galería, donde se encontró con su hija, Camila, quien tal y como había supuesto, estaba esperándola. Entraron juntas en el dormitorio, y juntas ignoraron la airada mirada que Etor les dirigió al imaginar lo que pensaban hacer.

    —El capitán se va a enfadar mucho, sí, señor —musitó el gigante sentándose en una silla.

    —Perro ladrador poco mordedor —recitó Sinuhe arqueando una estilizada ceja.

    Etor se limitó a encogerse de hombros. La señora cabello y su hija siempre conseguían lo que se proponían, ni siquiera el capitán podría impedírselo, mucho menos él.

    Muriel entró poco después con una bandeja que contenía paños de algodón y una palangana de agua timolada, llenando el aire con los tranquilizadores efluvios del tomillo y el orégano. La dejó sobre la mesilla y tras el gesto de Sinuhe abandonó la estancia.

    Mientras su madre se ocupaba de desabrocharle la chaqueta y quitarle las botas y los calcetines a la muchacha, Camila le observó con atención. No cabía duda de que era la hija de Michael. Pero no tenía su mirada cruel y tampoco se comportaba como él. Puede que fuera insolente y desafiante, pero no desprendía la perversa maldad que siempre había emanado del sádico hijo del capitán. Sus rasgos eran apacibles, su nariz estaba torcida, quizás debido a alguna pelea, y sus labios, algo más gruesos que los de su difunto padre, carecían del rictus avieso de Michael. El cabello, largo para la moda imperante, caía revuelto sobre su frente, dulcificando su rostro y haciéndole parecer una niña traviesa.

    —¿Vas a estar mirándola toda la noche o piensas ayudarme? —preguntó divertida Sinuhe.
   
    Camila, notando el intenso rubor que coloreaba sus mejillas, asintió en silencio y hundió uno de los paños en la palangana.

    Lauren sintió una tenue caricia sobre la frente. Arrugó el ceño y sacudió la cabeza, intentando despertarse. Pero cuando la caricia se repitió, fue tan suave, tan etérea, que en lugar de asustarle, le tranquilizó. Un instante después escuchó una afectuosa voz femenina. Abrió los ojos e intentó enfocar la mirada, pero un quedo susurro le instó a volver a cerrarlos. Se durmió arrullada por sus murmullos.

    —...Y le arranqué media oreja a Ernest de un tiro —finalizó Enoc el relato.

    —Bien hecho, señor Abad. —Biel se quedó pensativo antes de volver a hablar—. Vaya al Lobo Tuerto esta noche. Llévese a algunos tripulantes del Estrella del Mar. Pague la deuda de mi nieta y averigüe por qué motivo la ha contraído. Luego ya veremos qué hacemos.

    Enoc asintió conforme, no esperaba otra actuación del capitán.

    Biel miró la hora en el reloj de pared y esbozó una ladina sonrisa.

    —Ha pasado casi media hora, tiempo suficiente para que mi esposa se haya ocupado de esa pillastre... Espero que haya tenido la buena cabeza de regresar al salón, no me apetece regañarla —«y ganarme una de sus broncas»—. Esperaremos a Doc en la habitación de Michael.

    Pero no fue necesario. Apenas acababan de entrar en el salón, y de descubrir que Sinuhe y Camila continuaban en la planta superior, cuando unos golpes en la puerta les advirtieron de la llegada del galeno. Le saludaron con la efusividad amistosa que solo se da en los hombres que han pasado muchos años, y muchas correrías, juntos.

    —Mi nieta está arriba. Me gustaría que le echaras un vistazo.

    —Así que la muchacha ha entrado en razón y ha decidido mostrarse dócil —comentó Doc, sorprendido. Había desayunado hacía poco con Biel y este se había mostrado desalentado con respecto a su rebelde nieta.

    —No exactamente. Han sido los puños de un rufián, y posteriormente los de Etor, los que lo han conseguido —murmuró exasperado Biel. Doc frunció el ceño ante la incompleta aclaración de su amigo y este se apresuró a referirle las circunstancias mientras subían a la planta superior.

    Al entrar en el dormitorio se encontraron a Etor observando enfurruñado a las mujeres mientras estas vaciaban el armario hablando en quedos murmullos.

    —¿Se puede saber qué estáis haciendo aquí? —inquirió Biel enfadado. O al menos fingiéndose enfadado. Sabía de sobra que las encontraría allí, pero eso no significaba que fuera a mostrarse conforme con su rebeldía.

    —Calla, la vas a despertar —le reprendió Camila dirigiendo la mirada hacia la durmiente, quien al escuchar la voz del capitán había empezado a removerse en la cama—. Shh, no pasa nada. Duérmete otra vez —le ordenó con dulzura.

    Biel arqueó una ceja al comprobar que los rasgos de la joven se relajaban y sus manos se quedaban quietas de nuevo sobre las pulcras sábanas. Camila tenía ese efecto sobre todo ser vivo. Bastaba oír su voz para que los perros dejaran de ladrar, los hombres de discutir y las mujeres de gritar.

Era una de las cualidades que más admiraba en la hija de su esposa. Su capacidad de mostrarse serena y dulce en cualquier circunstancia y de trasmitir esa plácida entereza a quienes la rodeaban. Sonrió a su pupila desarmado, como siempre, y dirigió la mirada a su mujer.

    —Señora mía, creí haber dejado claro que nadie debía entrar aquí en mi ausencia.

    —Capitán, creí haber dejado claro que no iba a consentir que Lauren continuara teniendo la cara ensangrentada —replicó ella tomando las prendas que habían sacado del armario y colocándolas sobre el regazo de su hija—. Fernando, gracias por acudir con tanta premura. Eres un buen amigo —saludó al doctor con visible cariño.

    —Siempre a su disposición, señora.

    —Más tarde hablaremos sobre tu tendencia a ignorar mis órdenes —masculló Biel observando los tejemanejes de su mujer—. ¿Qué estás haciendo con eso?

    —Voy a aventarla. Lauren va a necesitar ropa y hasta que esté recuperada para que el sastre le tome medidas, bien puede usar la de Michael—explicó dirigiéndose a la puerta con Camila tras ella—. Por cierto, más tarde hablaremos sobre tu tendencia a darme órdenes que no pienso cumplir —apuntó con una radiante sonrisa antes de salir.

    —Biel, viejo lobo, no sabes hasta qué punto te envidio —comentó Doc, inclinando la cabeza ante Sinuhe y Camila a modo de despedida—. Fuiste listo al llevarla al altar con tanta premura. Yo mismo la hubiera secuestrado si me hubieras dado tiempo.

    —Te hubiera costado la vida —replicó Biel sonriendo orgulloso.

    —Un pequeño precio a pagar por el placer de su compañía —sentenció Doc, acercándose a la cama—. Así que esta es la famosa Lauren. No hay duda de que es hija de Michael —comentó observándole con atención—. Esa brecha necesitará algunos puntos. ¿Es el oído izquierdo el que le golpearon? —inquirió al percatarse de que la muchacha había pegado dicha oreja a la almohada, síntoma de que buscaba calor, y con este, alivio.

    —Sí —indicó Enoc—. Cuando llegué hasta ella estaba recibiendo una buena tunda en los riñones, apenas tuve tiempo de sacar la mataduques cuando vi que Ernest le golpeaba en la cabeza. No sé dónde le habrá golpeado antes de que yo llegara. También debe tener en cuenta que Etor le asestó un par de puñetazos en el estómago.

    —Le aticé flojito. No tengo la culpa de que sea una blanducha, no, señor —se defendió el gigantón.

    —Entiendo —murmuró Doc inclinándose sobre la joven. A pesar de que esta había empezado a removerse de nuevo al escuchar sus voces, ahora estaba inusitadamente quieta y su respiración había dejado de ser pausada, clara indicación de que estaba despierta y alerta—. Etor, colóquese junto a la cama, mucho me temo que está a punto de anunciarnos que ha recuperado la conciencia y no creo que lo haga dócilmente.

—«No, si es digna nieta del capitán»

—.Lauren, voy a reconocerte. Tienes dos opciones: seguir fingiéndote dormida, lo que hará la tarea mucho más fácil para todos, o pelear, lo que complicará las cosas, sobre todo para ti —anunció antes de comenzar a desabrocharle la camisa.

    Lauren eligió la segunda opción, tal y como el galeno había supuesto.

    En el momento en que sintió las manos del hombre sobre su pecho se incorporó e intentó asestarle un puñetazo. Por supuesto no lo consiguió. La manaza de Etor alrededor de su cuello, apretando sin ninguna consideración a su respiración, o más bien a su falta de ella, se ocupó de dejarle pegado al lecho.

    —Este juego comienza a cansarme —musitó Enoc, observando sus esfuerzos por respirar—. Afloje un poco, Etor.

    —No estoy apretando apenas, jefe —murmuró este aturullado—. Si aflojo se removerá como antes, se escapará y entonces le pegaré y usted se enfadará. —Miró indeciso al capitán, esperando sus indicaciones.

    —¿Te vas a portar correctamente, polizóna? —inquirió Biel acercándose a la cama.

    Lauren miró a su abuelo, apretó los dientes y siguió forcejeando, cada vez más débil, para liberarse de la presa del gigantón.

    Biel golpeó con el bastón el suelo, contando los segundos, esperando una respuesta que no llegaba. Su nieta parecía preferir morir asfixiado antes que dar su brazo a torcer. Y eso le complació.

    —Átela a la cama, señor Abad —ordenó.

    Lauren se quedó inmóvil y una repentina palidez privó de todo color a su rostro. Dejó de luchar y posó ambas manos sobre la sábana a la vez que susurraba algo.

    —Flaquee un poco en su agarre, Etor —exigió Biel satisfecho al verle ceder—. Adelante, Lauren, te escucho —le instó, observándole con atención. No le había pasado desapercibida la inesperada reacción de la joven, y daría su brazo derecho por saber cuál había sido el motivo de esta. No debería asustarse tanto por una simple amenaza.

    — No será necesario que me aten  —consiguió decir Lauren al cabo de unas cuantas toses.

    — Procedamos pues, antes de que se te ocurra rebelarte otra vez y tenga que reconocer a un cadáver en vez de a una herida —masculló Doc enfadado, mirando alternativamente a Etor y Biel antes de acercarse para quitarle la ropa.

    — Tampoco es necesario que me desnuden, puedo hacerlo yo sola —bufó Lauren, apartándole de un manotazo e incorporándose para quitarse la chaqueta y la camisa quedando solo con una venda alrededor de sus senos. En cuanto acabó de hacerlo pegó la espalda al elaborado cabecero de caoba.

    —Tienes mucho trabajo por delante, Biel, tu nieta adolece de tu mismo carácter —afirmó Doc jocoso, sacando el otoscopio del maletín. Biel se limitó a golpear el bastón contra su pie, pensativo—. Vamos a empezar por mirar ese oído —indicó inclinándose sobre Lauren.

    Esta apretó los labios e intentó quedarse muy quieta, pero en el momento en el que la redondeada punta de metal penetró en su oreja, no pudo evitar dar un respingo.

    —Tranquila, sé que te duele, pero necesito verlo para hacerme una idea de la lesión —intentó apaciguarle posando una mano sobre su hombro desnudo.

    —No me toque —le advirtió Lauren  apartándose.

    —Va a ser complicado no hacerlo. Si no estás dispuesta a cooperar dilo ahora, prefiero atarte antes de que te provoques más daños con un movimiento inesperado —le espetó con total frialdad, usando lo único que la chica parecía temer.

    Lauren le miró furiosa un instante antes de asentir.

    Fernando cabeceó satisfecho y volvió a la tarea, teniendo, eso sí, sumo cuidado. La muchacha era un polvorín a punto de explotar, intentaría no ser la mecha que la encendiera.

    —Tienes el tímpano perforado, debes impedir que te entre agua en el oído durante un par de semanas. Le daré una fórmula a la señora Muriel para que la tomes tras las comidas, ayudará a evitar la infección y, si todo va bien, el vértigo y el dolor desaparecerán en unos días y el tímpano se recuperará en no más de un mes. Veamos ahora el resto.

    Lauren bufó indignada cuando comenzó a auscultarle el pecho, ganándose un furioso carraspeo del doctor. A su corazón no le pasaba nada y a su cuerpo tampoco. Solo le habían dado unos cuantos golpes, en cuanto le dejaran irse a su casa y dormir tranquila en su cama se le pasaría el malestar. Estaba segura.

    —Tus latidos son fuertes y regulares. Correctos.

    —Qué descubrimiento... —ironizó Lauren tensándose cuando sintió las manos del médico sobre sus hombros, instándole a inclinarse hacia delante.

    —Relájate —le indicó con amabilidad no exenta de firmeza—. No voy a hacerte daño.

    —¿Está seguro? Debe de ser el único hombre de esta puñetera casa que no pretende hacérmelo. —Separó enfurruñada la espalda del cabecero mientras Biel, frente a la cama, le dirigía una furiosa mirada acompañada del rítmico golpeteo del bastón contra el suelo.

    Fernando no pudo evitar esbozar una sonrisa. No cabía duda de que la nieta del capitán tenía redaños. Se colocó tras ella para continuar su reconocimiento y en ese mismo instante su sonrisa murió y sus manos se detuvieron en el aire.

    Biel y Enoc, atentos a cada gesto del doctor, adelantaron un paso al percatarse de la furiosa perplejidad dibujada en su rostro.

Fernando negó con la cabeza, indicándoles que se mantuvieran frente a la cama y, cuando comprobó que obedecían su silenciosa petición, procedió al examen. Palpó con cuidado la zona lumbar, avizor a los sonidos que pudiera emitir la muchacha, pero esta mantuvo la boca cerrada, solo los estremecimientos que le recorrían le indicaron cuán dolorida estaba.

    Lauren aguantó con entereza la exploración, el maldito doctor parecía empeñado en arrancarle algún jadeo de dolor. Pues iba listo. Después de la noche que había pasado, sus fricciones no eran más que bruscas caricias. Se tumbó remisa bocarriba cuando así se lo indicó, y colocó las manos a ambos lados de sus caderas... como se le ocurriera ir a donde no debía, le rompería la nariz. Aunque luego el gigante le asfixiara. Al menos se llevaría esa satisfacción al otro barrio.

    Fernando se percató de la súbita tensión que emanaba de la joven y decidió explicarle en todo momento lo que hacía, esperando de esta manera no sobresaltarle.

Resiguió cada costilla con las yemas de los dedos a la vez que le ordenaba respirar con más o menos fuerza, atento a cualquier indicio que le indicara que algo no estaba bien, y mientras, Lauren obedecía a regañadientes a la vez que le lanzaba furiosas miradas que asustarían a un hombre menos curtido que él. Igual que haría su abuelo.

    Lauren suspiró aliviado cuando el doctor se apartó por fin. Estaba harta de jadear como un perro o inspirar hasta reventarse los pulmones mientras le manoseaba. Era humillante. Giró la cabeza hacia la derecha, deseoso de dejar de sentir sobre su expuesto cuerpo la mirada de su abuelo y del chófer, y en ese momento descubrió que, al igual que en el resto de la casa, en esa habitación también había más de una puerta. ¿Para qué demonios querían los ricachones tantas? ¿Acaso no sabían entrar y salir por la misma? Las dos puertas se abrían en paredes enfrentadas. Una de ellas daba a la galería interior. La otra, oculta tras cortinas, se abría a una terraza. Un escalofrío le recorrió. Cualquiera podría ocultarse allí. Michael podría estar acechándole sin que se diera cuenta.

    —Posees un cuerpo delgado pero fibroso. Has tenido suerte de tener los músculos del abdomen y la espalda tonificados, ya que han limitado en parte el impacto de los golpes...

    Fernando detuvo su perorata al percatarse de que Lauren miraba con fijeza las puertaventanas que daban al corredor exterior, ignorándole. Indignado, carraspeó para llamar su atención. Cosa que consiguió, aunque no de la manera que pretendía. La muchacha se estremeció, incorporándose con brusquedad a la vez que miraba a su alrededor aterrorizada.

    No fue el único de los presentes que se percató de su extraña reacción.

    Enoc entornó los ojos, pensativo, mientras que Biel se limitó a enarcar una ceja y acercase a la cama.

    —¿Estás bien? —le preguntó preocupado. Prefería con mucho a la Lauren desafiante y maleducada que a la muchacha asustada que era en ese instante.

    —¿Por qué no iba a estarlo? Esta noche solo me han apaleado, intentado asfixiar, obligada a desnudarme y manoseada —replicó con desdén antes de tumbarse de nuevo. Un sonoro golpe del bastón en el suelo le indicó que su contestación no había sido bien recibida.

    —Como iba diciendo —se apresuró a continuar Fernando para evitar el previsible estallido de Biel—, no pareces tener ninguna costilla rota, aunque eso solo lo podrá determinar una visita al departamento de radiología de la universidad. —Desvió la mirada hacia el capitán y este negó con la cabeza. Doc nunca se había equivocado en sus diagnósticos, no iba a empezar a hacerlo ahora. Además, no se fiaba de esas máquinas infernales—. Con respecto a los riñones, no parecen lesionados, no obstante y como medida cautelar, guardarás reposo una semana y durante los próximos tres días evacuarás en una botella esterilizada que le daré a la señora Muriel, así podré comprobar que tu orina no contiene sangre ni sedimentos.

    Lauren le miró como si hubiera perdido el juicio a la vez que negaba con la cabeza.

    —Claro, sin problemas. No tengo otra cosa mejor que hacer que estar aquí una semana, meando en una botella. ¿Puede ser de vino o prefiere algún licor más acorde a sus circunstancias? ¿Coñac, tal vez? Estoy seguro de que se ha pegado varios lingotazos antes de entrar aquí —ironizó poniendo los ojos en blanco.

    —¡Lauren! —bramó el capitán enfurecido—. Aprenderás a contener tu lengua.

    —Tranquilo, Biel. Creo que Lauren no me ha entendido, déjame que se lo explique de manera que pueda comprenderlo —le contuvo Fernando inclinándose sobre Lauren con una afable sonrisa—. Guardarás reposo una semana, lo quieras o no, y si te niegas a utilizar la botella, haré que te aten a la cama y yo mismo me encargaré de meterte una goma por la polla cada dos horas y sacarte toda la orina. Y te aseguro que no te va a resultar agradable —afirmó en tono suave y a la vez severo—. Quizá quieras replantear tu decisión...

    Lauren miró asombrado al galeno. Este había hablado sin alzar la voz y con extrema amabilidad, pero su amenaza era indiscutible. Puñeta, era aún peor que el viejo.

    Doc enarcó una ceja, expectante. Y al ver que no respondía en menos de diez segundos, un tiempo que estimó suficiente, se giró hacia Etor.

    —Átela a la cama —ordenó.

    —No —jadeó Lauren, desviando la mirada hacia las puertas que daban a la terraza.

    —¿Vas a cooperar?

    —Por ahora —masculló aferrando las sábanas con fuerza entre sus dedos agarrotados.

    Fernando hubo de hacer un esfuerzo para no sonreír ante su actitud desafiante. Incluso acorralada continuaba revolviéndose. Cruzó la mirada con Enoc, quien no se molestaba en ocultar su sonrisa. No así el capitán, que miraba a su nieta pensativo.

    —Con eso me basta —aceptó el galeno dirigiéndose hacia la puerta—. Voy a lavarme las manos, luego te coseré la brecha de la frente —indicó—. Señor Abad, ¿podría prestarle un pijama? —Lauren abrió la boca para negarse, pero la firme mirada de Doc le hizo volver a cerrarla. Enoc asintió abandonando la habitación—. Bajaré a la cocina para informar a la señora Muriel de lo que necesito. Etor, procure que no se maten mutuamente —comentó mirando alternativamente a Biel y Lauren.

    El gigante se rascó la calva sentándose en una silla. Si el capitán quería matar a su nieta lo impediría. Pero si era la nieta el que atacaba al capitán, le golpearía... y si era tan blandengue que se moría, peor para él.

    Un denso silencio dominó el ambiente cuando nieta y abuelo enfrentaron sus miradas. Ninguno de los dos habló. Se estudiaron el uno al otro durante varios minutos, intentando descubrir los secretos del contrario a través de los iris negros del anciano y los verdes de la joven. Se desafiaron en silencio y aceptaron de idéntica manera el desafío lanzado.

    —No voy a quedarme aquí —siseó Lauren sin apartar la vista del que decía ser su abuelo—. Estaré muy lejos antes de que amanezca.

    —Inténtalo, mocosa insolente, y te las verás conmigo.

    —Estoy deseándolo.

    —Capitán, la señora me envía con los mandados del doctor —musitó Cristina, la sirviente más joven, amedrentada. Había entrado tras llamar a la puerta un par de veces, y se había encontrado con la mirada furiosa del capitán, y la no menos peligrosa de la joven. No sabía cuál de las dos le daba más miedo.

    —Déjelo sobre el escritorio.

    La mujer obedeció de inmediato y abandonó la estancia con premura. Un instante después entró Enoc con un pijama en los brazos, y tras él, Fernando, portando una botella.

    —Ya sabes lo que tienes que hacer —dijo dejándola sobre el escritorio, junto al pijama.

— Etor, salga al corredor y colóquese junto a la puerta. Nosotros esperaremos en la galería interior —afirmó mirando a Lauren.

— Tienes diez minutos, aprovéchalos.
    Y tras ese tiempo volvieron a entrar. Lauren les esperaba en la cama, vestida con el pijama. La botella, utilizada como le había sido requerido, estaba en el suelo, a los pies de la cama.

    —Bien hecho —aprobó Fernando—. Tómate esto y después te coseré la herida. —Le acercó una taza de fina porcelana de la cual emanaba un extraño olor.

    —¿Qué es? —Lo olisqueó, reconociendo el clavo y la canela, no así el resto de aromas.

    —Un preparado que te hará sentir mejor. Tómatelo. —Cansada de luchar, Lauren se lo bebió de un trago—. Muy bien, ahora túmbate.

    Lauren esperó inmóvil mientras el doctor hilvanaba el hilo en la aguja, pedía a Etor que le acercara una silla y luego se sentaba mirándole con atención. ¿Por qué no le cosía de una puñetera vez? Sintió como sus párpados se cerraban y parpadeó repetidas veces solo para comprobar que era incapaz de enfocar la mirada.

    —¿Qué me pasa? —preguntó aturdida.

    —Es el láudano, ya está haciendo efecto. Déjate llevar.

    —¿Me ha dado láudano? —jadeó intentando fijar la mirada en las puertas del corredor exterior—. No puedo dormirme. Él está ahí —musitó antes de que sus ojos se cerraran.

    —¿A quién se referirá? —comentó Enoc extrañado—. No es la primera vez que mira hacia allí asustada...

    Biel no se molestó en contestar. Caminó con rapidez hacia las puertas y las abrió de golpe. Salió fuera y, tras pulsar el interruptor que encendía la luz, observó con atención el corredor. Por supuesto, no había nadie. Al regresar al dormitorio se encontró con la sonrisa burlona de Enoc, la cual ignoró. Esperó paciente a que Doc acabara de coser a su nieta, y luego ordenó a Etor que colocara la silla frente a las puertaventanas y permaneciera allí toda la noche, vigilando que Lauren no intentara escaparse. Por supuesto su ubicación no tenía nada que ver con los temores de la  muchacha, y así se apresuró a confirmárselo a sus suspicaces amigos.

    —¿Y bien? —Biel, en la sala de fumar, vertió coñac en tres copas—. ¿Qué opinas de mi nieta? —le preguntó al doctor.

    —¿Quieres sinceridad? —Doc acercó el puro a la lumbre que le tendía Enoc.

    —La exijo.

    —Entonces, opino que te complace sobremanera referirte a ella como tu nieta —afirmó burlón, reclinándose en el sofá a la vez que posaba los pies sobre la banqueta a juego. Lo bueno de una habitación para fumadores era que las mujeres no entraban allí.

    —No digas necedades, Doc —le espetó Biel antes de chupar de la pipa para darle tiro—. Y usted, señor Abad, borre esa risueña sonrisa de su cara. No me gusta.

    —Mis disculpas, capitán—replicó Enoc—, pero Doc tiene razón. He perdido la cuenta de las veces que le ha llamado nieta.

    —Majaderos —masculló Biel poniendo los pies sobre la mesita de madera labrada—. ¿Qué había en la espalda de mi... de Lauren ? —Fijó la mirada en el médico.

    —Cicatrices —musitó Doc repentinamente serio—. Multitud de ellas. De distinto tamaño y profundidad.

    —¿Crees que la han azotado? —inquirió el anciano abandonando su postura relajada para adoptar una furiosa rigidez.

    —No solo eso. —Doc apretó los dientes—. Hay azotes, sí. Pero las laceraciones más numerosas provienen de algún objeto irregular y punzante. No sabría identificar cuál.

    —¿Recientes?

    —Antiguas. Tienen los bordes borrosos y están desdibujadas. La piel ha ido creciendo, estirándolas. Diría que las tiene desde niña.

    —Entiendo.

    —No, Biel. No creo que lo entiendas. —Doc apagó el puro en el cenicero de cobre y se levantó del sillón. Enoc y Biel le imitaron—. Es insolente y sumamente desconfiada, tiene la espalda llena de cicatrices y se muestra en todo momento a la defensiva... a no ser que se le amenace con atarla, entonces se vuelve dócil, o todo lo dócil que puede ser un perro rabioso. Dime, viejo amigo, ¿qué vas a hacer con ella una vez se haya recuperado? ¿Piensas legitimarlo?

    —No lo sé, Doc. Lauren va a la deriva, necesito saber si está dispuesta a emprender rumbo a buen puerto antes de decidirme a llevarle en mi barco. Debo pensar en mi esposa y su hija. También en Marc...

    El galeno asintió, comprendiendo el dilema al que se enfrentaba Biel. Había prometido a su difunto hermano legar parte de la compañía Jauregui al único hijo de este, su sobrino Marc, capitán del
Luz del Alba.

Al no contar con herederos directos que pudieran reclamar su herencia, el resto sería en usufructo para Sinuhe y Camila. Pero la repentina aparición de Lauren podía cambiarlo todo. Legitimarla significaría convertirla en heredera de Michael, y como tal, a la muerte del capitán la legítima entraría en vigor y heredaría las dos terceras partes y Biel solo podría legar libremente una tercera, la que había prometido a Marc. Y, Fernando, conociéndolo como lo conocía, sabía que no faltaría a la palabra dada, dejando a Sinuhe y Camila a merced de Lauren. Mucho poder en manos de una muchacha a la que apenas conocían, y que además provenía de una sangre tan maldita como la de Michael y Montserrat. Pero aun así, todo cristiano merecía una oportunidad.

    Observó con atención a su amigo, su semblante meditabundo y la forma en que aferraba el bastón, golpeándose los botines con él rítmicamente, le indicaban que pensaba darle a su nieta esa oportunidad... y también que no se mostraría clemente ni paciente. Lo cual podría ser contraproducente, más teniendo en cuenta el carácter explosivo de ambos.

    —Permíteme unos consejos con respecto a la chica —apuntó mirándole con confianza a la vez que apoyaba una mano en su hombro—. No dejes que la punta de tu bastón se despegue del suelo y usa adecuadamente esa voz de trueno que Dios en su infinita sabiduría te ha otorgado. Por dócil que sea el perro, siempre se revolverá ante un amo cruel... y tu perro no es exactamente dócil.

    —Intentaré contener mi genio cuando no sea necesario meterla en vereda —aceptó Biel. Habían navegado juntos muchos años, ambos sabían que la paciencia y la delicadeza no eran su fuerte.

    —Eso espero Biel, si no, te enfrentarás a una tempestad de la que no te será fácil salir a flote —le advirtió palmeándole la espalda a modo de despedida—. Es tarde. Volveré mañana.

    Enoc acompañó al galeno hasta el coche aparcado frente a la casa.

    —Señor Abad, procure contener a nieta y abuelo, e intente que Biel no se exceda en sus arrebatos, puede llegar a ser en exceso inclemente.

    —Llevo toda la vida a su lado —afirmó este por toda respuesta.

    —Cierto. ¿Cuántos años tenía usted cuando le salvó la vida al capitán? ¿Doce? ¿Trece?

    —Trece. Y él en recompensa me proporcionó una nueva.

    —Tras algunos encontronazos, imagino.

    —Tras muchos.

    —Quiera Dios que Lauren tenga su suerte.

    —La tendrá. No es Michael.

    —No puede serlo —replicó preocupado Fernando antes de montar en el coche.

    Enoc se adelantó hasta las verjas para abrir las puertas y permitir la salida al doctor, y después regresó a la casa, donde recogió un abultado sobre que el capitán había dejado en la sala de fumar. Tras esto montó en el Alfonso XIII, aún tenía un trabajo pendiente. Era cerca de la medianoche, los marineros del Estrella del Mar estarían jugando a las cartas, algunos probablemente borrachos, otros simplemente animados.

Esos últimos eran los que le interesaban como compañeros. Sonrió. Había llegado la hora de visitar a un malnacido.

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