Amanecer Contigo, Camren G'P

By issaBC

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Barcelona, 1916. En su lecho de muerte, Michael, la oveja negra y único heredero de la acaudalada familia Jau... More

CAPITULO 1
CAPITULO 2
CAPITULO 3
CAPITULO 5
CAPITULO 6
CAPITULO 7
CAPITULO 8
CAPITULO 9
CAPITULO 10
CAPITULO 11
CAPITULO 12
CAPITULO 13
CAPITULO 14
CAPITULO 15
CAPITULO 16
CAPITULO 17
CAPITULO 18
CAPITULO 19
CAPITULO 20
CAPITULO 21
CAPITULO 22
CAPITULO 23
CAPITULO 24
CAPITULO 25
CAPITULO 26
CAPITULO 27
CAPITULO 28
CAPITULO 29
CAPITULO 30
CAPÍTULO 31
CAPITULO 32
CAPITULO 33
CAPITULO 34
Epílogo

CAPITULO 4

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  Ah... Perro Negro —dijo él—. Es un tipo de cuidado, pero aún son peores los que lo enviaron.

ROBERT LOUIS STEVENSON,
La isla del tesoro

    5 de abril de 1916. Antes de anochecer.

Tras abandonar el depósito de los muelles de la Muralla, Lauren se quitó la chaqueta, colgándosela del codo. En solo una semana el clima había cambiado, y el helador tramontana había dado paso a un húmedo y bochornoso xaloc.Alzó la mirada hacia el cielo, de un azul intenso que no presagiaba tormentas, y la bajó hacia las altas y cortas olas que se estrellaban contra el espigón, el viento podía hacerlas cambiar. Un escalofrío le recorrió la espalda al recordar lo que era ser lanzanda contra aquellas rocas.

    Un cosquilleo en la nuca, seguido por el fuerte aguijonazo del miedo, hizo que se olvidara de antiguos temores y se irguiera para enfrentarse a los nuevos. Giró sobre los talones buscando el origen de la persistente sensación y se encontró con su cada día menos inesperado perseguidor a pocos metros de ella. Dejó escapar un suspiro, por un momento su instinto le había hecho pensar que eran los hombres de Marcel quienes le observaban. Pero no, era el chófer del viejo quien, apoyado en relajada postura contra una de las paredes del depósito, le vigilaba fumando un cigarrillo.

    Enoc se llevó la mano a la visera de su gorra, burlón, cuando la muchacha le vio. Tras llevar casi una semana convertido en su sombra, ya no se molestaba en ocultarse. La nieta del capitán tenía la vista y el olfato de un albatros, los reflejos de un pez vela y el instinto de un tiburón, nada se escapaba a su percepción.

    Lauren le saludó con un gesto a la vez que una maliciosa sonrisa se dibujaba en su rostro. Metió las manos en los bolsillos del pantalón y echó a andar hacia el paseo de Colón mientras cavilaba la manera de dar esquinazo al tenaz hombre.

    Enoc tiró el cigarrillo al suelo y se apresuró a seguirle. Estaba impaciente por ver qué truco intentaría esa tarde. Casi podía decirse que estaban empatados. La joven había conseguido burlarle dos veces, y él había logrado seguirle hasta la casa, sin perderle de vista, otras tres. Esos momentos de persecución eran lo más divertido de todo el día, ya que la díscola muchacha ocupaba la jornada en ir al puerto, realizar su trabajo —un trabajo que Enoc se encargaba de que encontrara sin problemas— y regresar a casa. El antiguo marinero frunció el ceño al ver que su presa caminaba en dirección contraria a la Barceloneta. ¡Maldita fuera!, pensó sonriente, la chavala ya estaba haciendo de las suyas.

    Lauren cambió de rumbo al llegar al cuartel de Atarazanas, adentrándose en las retorcidas callejuelas que cruzaban el Raval. Sin dejar de echar vistazos a su espalda se camufló entre la multitud de inmigrantes y obreros que rondaban frente a las tabernas y burdeles y, cuando estuvo segura de haber perdido a su rastreador, se dirigió de nuevo al puerto con la intención de bajar desde allí a su distrito.

    —Estás hoy muy juguetóna—escuchó una voz sibilante tras ella.

    Lauren se detuvo en seco, la sonrisa borrada de su rostro, la espalda tensa y los puños cerrados junto a sus muslos. Se giró lentamente hasta quedar cara a cara con el dueño de la voz. El hombre, vestido con un traje que, de tan elegante que quería ser, resultaba ridículo, le miró por debajo del ala de su sombrero mostrando una aterradora sonrisa.

    —El jefe quiere verte.

    —Dile a Marcel que mañana iré al Lobo Tuerto —replicó Lauren dando un paso atrás.

    —Creo que no me has entendido. El jefe quiere verte ahora. Lleva muchos años esperándote, no quiere postergarlo más.

    Lauren asintió complaciente, dio un paso hacia él y, de improviso, giró sobre sí misma y echó a correr tan rápido como pudo en dirección contraria. La gorra que llevaba salió volando mientras todos los músculos de su cuerpo vibraban alcanzando su máxima tensión.

    No le sirvió de nada.

    Una pared humana salió a su encuentro deteniéndole con un fortísimo puñetazo en el estómago que le hizo caer de rodillas. Se levantó veloz, dispuesta a dar media vuelta y emprender la huida, pero otro golpe, esta vez una patada en la espalda, le hizo caer de nuevo. Alzó la mirada para ver quién le atacaba, y gruñó enfadado por ser tan imbécil de no hacer caso a su instinto cuando este le había advertido en el puerto.

    Ernest, el lugarteniente de Marcel, no estaba solo. Lo acompañaban dos montañas humanas, demasiado malolientes y sonrientes para su gusto.

    Levantó las manos en un gesto de rendición.

    —Marcel está muy enfadado. Hiciste un trato y no lo has cumplido —comentó Ernest.

    —Pensaba ir a verle, he tardado más de lo que pensaba en reunir el dinero, pero ya lo tengo —mintió Lauren.

    —El jefe se va a llevar una decepción. ¿Estás segura de que lo tienes todo? Por lo que sabemos, no has conseguido reunir ni una cuarta parte.

    —Sí, mañana lo tendré todo —volvió a mentir Lauren mirando a su alrededor, buscando una vía de escape.

    —¡Ah, bueno! ¿Habéis oído eso, chicos? No lo tendrá hasta mañana —afirmó burlón Ernest—. El jefe lo quiere hoy, no mañana.

    —Estoy segura de que le dará igual un día antes que un día después. —Lauren dio un paso atrás que le hizo chocar con uno de los matones.

    —Yo estoy seguro de que no. Además, llámalo intuición si quieres, pero creo que el jefe prefiere que no le pagues en dinero —comentó Ernest con una sonrisa taimada.

    Lauren se concentró en los dos matones que la rodeaban, tragó saliva y sin pensarlo dos veces se dejó caer al suelo, rodó entre las piernas de ambos y, poniéndose en pie con rapidez, echó a correr. Le volvieron a atrapar un instante después. Uno de ellos le sujetó por el brazo y tomando impulso lo lanzó contra una pared. El tremendo golpe unido al dolor que sintió en el rostro, le dejaron aturdida durante unos segundos, los necesarios para que la inmovilizaran, prendiéndole cada uno por un brazo.

    —¡No, no, no! —bramó Ernest enfurecido al ver la sangre que manchaba la faz de su presa—. ¡Marcel no quiere que le toquemos la cara!

    —Lo siento, jefe, se me fue la mano...

    —¡Que no se te vuelva a ir!

    Lauren sacudió la cabeza intentando salir de la confusión en la que se encontraba inmersa. La sangre que brotaba de la brecha en su frente le caía sobre los ojos, impidiéndole ver bien. El sabor metálico que colmaba su boca le indicó que también sangraba profusamente por la nariz. Se tocó los dientes con la lengua, probando su firmeza, y suspiró agradecida al ver que estaban todos en su sitio a pesar del brutal golpe. Escupió asqueada y levantó la cabeza solo para encontrarse frente a la complacida mirada de Ernest.

    —Marcel nos ha pedido que te suavicemos un poco, espero que no te lo tomes como algo personal —comentó antes de golpearle.

    Y mientras Ernest se ensañaba con ferocidad no exenta de control en el estómago y las costillas, Lauren contuvo como pudo los gemidos de dolor que pugnaban por escapar de sus labios. Le conocía lo suficiente como para saber lo peligroso que era quejarse ante él.

    —¿No gritas, Lauren? No pasa nada porque te quejes un poco, nadie espera que te comportes como una héroe —sugirió con tono aburrido acariciándole la cara.

    Un segundo después le clavó el puño bajo el plexo solar, dejándole sin respiración.

Sonrió al verle boquear en busca de aire mientras sus hombres le sujetaban, más para impedir que cayera al suelo que porque temieran que escapara.

    —¡Estupendo! Por fin reaccionas como debes —se congratuló.

    Caminó lentamente hasta colocarse a su espalda y le propinó una nueva tanda de golpes a la altura de los riñones. En esta ocasión logró su propósito: deleitarse con sus gritos.

    —Parece que te vas suavizando. ¿Qué hago, continúo con la paliza o ya tienes bastante?

    —Suficiente —barbotó Lauren.

    —Eso pensaba yo —coincidió Ernest—. Ponedla de rodillas, pero no le soltéis, no quiero que se caiga mientras me ocupo de una última cosa —ordenó a sus hombres y acto seguido le golpeó con todas sus fuerzas con la palma de la mano en la oreja izquierda.

    Un dolor atroz e imposible de soportar estalló en la cabeza de Lauren. Las náuseas acompañaron al mareo que siguió al golpe, el suelo pareció subir hasta su cabeza mientras que todo a su alrededor parecía adoptar la consistencia del humo. Solo los matones que lo sujetaban impidieron que diera de bruces contra el suelo.

    —No sabes cuánto me ha molestado tu empecinamiento en escapar de nosotros. No deberías haberte portado tan mal —musitó Ernest dándole una patada en la entrepierna.

    Lauren gritó tan alto como su alterada respiración le permitió.

    —Ya está domada. Soltadle —ordenó el jefecillo a los matones.

    Lauren cayó al suelo, pero antes de poder acurrucarse en posición fetal, Ernest, aferrándole por el pelo, le elevó hasta que quedó de rodillas, el delgado hilo de sangre que resbalaba por su oído izquierdo uniéndose al que se secaba sobre su pómulo y su boca

    —Ahora vas a ser una buena chica y vas a acompañarme sin quejarte —le advirtió.

    —¡Dejad tranquila a la muchacha! —gritó alguien tras ellos.

    Lauren maldijo para sus adentros al reconocer al propietario de la voz. Bastante complicada era su situación como para tener que preocuparse de que el chófer del viejo intentara ayudarle y acabara molido a palos. Esperaba por su bien que se diera cuenta y se largara. El hombre le caía bien, no quería que acabara con los huesos rotos por su culpa.

    —Ve a dar una vuelta, amigo, esto no es de tu incumbencia —replicó Ernest sin girarse para mirar a quien tan inoportunamente le interrumpía.

    — Mucho me temo que eso no es posible..., amigo. —respondió Enoc con el rostro oculto por las sombras entre las que se encontraba. El clic que siguió a sus palabras consiguió que Ernest se girara hacia él y le tomara en serio.

    Lauren parpadeó aturdida, incapaz de creer lo que sus ojos veían. El hombre con quien había jugado al gato y al ratón durante toda la semana empuñaba con inusitada destreza una mataduques.

    —Baje la pistola, hombre, no hay nada que no se pueda solucionar hablando —sugirió Ernest con afabilidad a la vez que llevaba la mano con disimulo al costado.

    —Aleje las manos de la chaqueta y dígale a sus hombres que no se metan. No querrá que mi amiga se ponga nerviosa —le espetó Enoc apuntándole.

    El rufián alejó las manos de su cuerpo alzándolas ligeramente e hizo un gesto con la cabeza para que los matones hicieran lo mismo.

    —Aléjense de la muchacha —ordenó Enoc sin variar su postura.

    —Se está precipitando. Estos son asuntos que no le conciernen y si se mete, puede salir perjudicado —le advirtió Ernest obedeciendo renuente a la vez que hacía un gesto a sus hombres para que se apartaran.

    —Todo lo que concierna a la chica es asunto mío —replicó Enoc con inusitada ferocidad—. Lauren, ven aquí.

    Lauren miró a aquel al que había creído inofensivo, tragó saliva y haciendo acopio de sus últimas fuerzas echó a andar hacia él, con cuidado de no interponerse en la trayectoria de la pistola.

    Enoc la miró de reojo sin dejar de observar a los hombres que tenía enfrente. Apretó los dientes al ver los pasos erráticos de la muchacha y la sangre que recorría su cara.

    —¿Estás bien? —le preguntó cuando llegó a su altura. Lauren afirmó con la cabeza e irguió la espalda, intentando recobrar el orgullo perdido—. Deje las manos quietas o le descerrajo un tiro en mitad de la frente —le advirtió a Ernest con voz neutra al ver que volvía a llevar la mano hacia el interior de la chaqueta.

    —Ya tiene a la muchacha, pero... Mírele bien, no puede ni tenerse en pie. ¿Qué va a hacer ahora? ¿De verdad cree que puede escapar? En el momento en que ella caiga y usted baje la pistola para recogerla, estarán muertos —le amenazó Ernest, alzando las manos—. Lauren tiene asuntos pendientes con mi jefe, y yo soy el encargado de llevarla ante él. No se meta en medio, amigo, puede ser contraproducente para usted.

    Enoc enarcó una ceja y apretó ligeramente el gatillo de la mataduques haciendo que los bribones recularan.

    —¿Tienes cuentas pendientes con el jefe de este hombre? —le preguntó a Lauren. Esta no dijo nada, ni siquiera parpadeó—. Entiendo. ¿Cuánto y a quién? —inquirió dirigiendo la mirada hacia Ernest con frialdad.

    —No podrá pagarlo

    —Eso lo decidirá el capitán Jauregui. ¿Cuánto y a quién? —reiteró.

    —¡Jauregui! —exclamó Lauren apenas sin resuello. ¿Qué pintaba el dueño de una de las navieras más importantes de Barcelona en esa historia? Y, ¿de qué lo conocía el chófer?

    —¿El capitán Jauregui? ¿Qué demonios tiene que ver el viejo lobo con esto? —Ernest entornó los ojos, suspicaz—. Muéstreme el rostro —solicitó con un respeto que no había manifestado antes.

    Enoc sonrió enigmático, dio un paso a un lado para alejarse de la oscuridad que le había cubierto hasta ese instante y se quitó con la mano libre la gorra.

    —¡Señor Abad! —jadeó asombrado el bellaco al reconocer a la sombra del malhumorado capitán.

    —¿Tengo que volver a repetir la pregunta, Ernest? —inquirió Enoc, dando nombre al rufián y demostrando así que sabía desde el principio con quién se las estaba viendo.

    —Cuánto, no lo puedo decir. A quién, a Marcel.

    —En la madrugada iré al Lobo Tuerto a arreglar cuentas. Comuníqueselo a su jefe.

    —Señor Abad, sigo pensando que se está precipitando. El capitán Jauregui no se mostrará muy contento cuando sepa que se ha inmiscuido en los asuntos de Marcel, y menos por una cuestión tan insignificante como esta. El capitán tiene sus trapicheos, y no tienen nada que ver con los de Marcel—afirmó Ernest conciliador.

    Conocía bien la reputación del viejo lobo; sobornaba a los mandamases del puerto, compraba favores a los políticos, manejaba a su antojo a la guardia y tenía amigos influyentes, pero sus gustos no incluían a hermosas jovencitas menos con miembro.

    —Lárguese, Ernest —ordenó Enoc, y acto seguido disparó al cielo.

    Lauren lo miró estupefacta, ¿qué estaba haciendo? Iba a echarse a la guardia encima.

    —Quedan seis balas, deberían largar velas —advirtió Enoc a los matones.

    No fue necesario más. Los dos gorilas echaron a correr como alma que lleva el diablo a la vez que maldecían a voz en grito a los locos que disparaban en mitad de la calle llamando la atención de quien nada tenía que ver en sus asuntos.

    —Se arrepentirá de esto —siseó Ernest sin decidirse a abandonar el lugar.

    —En absoluto. Será usted quien se arrepienta, dudo de que al capitán Jauregui le entusiasme saber que ha atacado a su... —Enoc se detuvo antes de decir quién era realmente Lauren. El capitán no reconocería públicamente a su nieta hasta conocerla mejor y saber si merecía o no ese título—. A alguien por quien profesa cierto interés —finalizó la frase. No estaba de más avisar a ese bribón, y por ende a su jefe, de que Lauren contaba con la protección del capitán.

    —¿Interés, por esa escoria?

    Enoc no respondió, simplemente apuntó a la cabeza de Ernest y disparó.

    Un pedazo de la oreja del hombre salió volando por los aires a la vez que un reguero de sangre manchaba el inmaculado y ridículo traje.

    —Tenga cuidado con lo que dice, puede resultar perjudicial para su salud.

    —¡Vámonos! —jadeó Lauren al ver la mirada de odio que les dirigía el secuaz de Marcel antes de salir huyendo—. La guardia puede aparecer en cualquier momento.

    —No se molestarán, es tarde, y aunque lo hicieran, no habría ningún problema —repuso Enoc guardando la pistola. Tras esto, se colocó al lado de Lauren y le pasó el brazo por los hombros para sostenerle—. La próxima vez que te estén dando una paliza, grita alto —indicó con seriedad—. Ha faltado poco para que no te encontrara. —Sacó de la cinturilla del pantalón la gorra que minutos atrás se le había caído a la joven y se la encasquetó en la cabeza—. Arregla tus ropas y límpiate la cara. —Le tendió un pañuelo, y sin esperar un segundo más, le instó a caminar—. Silencio ahora —exigió Enoc al ver que Lauren abría la boca para replicar—. No pierdas aliento hablando.

    Lauren cerró la boca, no porque no tuviera miles de preguntas que hacerle, que las tenía, sino porque el pulso en su oído se había convertido en un dolor punzante que, unido a los lamentos agónicos de su maltratado cuerpo, le producía tal mareo que apenas podía mantenerse erguida.

Necesitaba hacer uso de toda su concentración para conseguir dar un paso tras otro.

    —Aguanta un poco más. Pronto llegaremos —le susurró Enoc.

    Lauren asintió aturdida. Apenas estaba consciente cuando entraron en uno de los almacenes propiedad de la Compañía Marítima Agramunt, aunque sí parpadeó asombrado al ver al hermoso Alfonso XIII guardado en él. Enoc le instó a ocupar el asiento del acompañante del caro deportivo para después sentarse tras el volante y arrancar.

    —Lléveme a casa, por favor —susurró Lauren dejando que sus ojos se cerraran al fin.

    —No lo dudes. Vamos a casa.

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