Oculto en Saturno

By BlendPekoe

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La vida de Ezequiel se vuelve perfecta desde el momento en que conoce a Matías, los sueños y todos los imposi... More

Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Epílogo

Capítulo 28

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By BlendPekoe

No pude estar mucho tiempo parado, me sentía cansado y con algunas náuseas. En la esquina había una parada de autobús y allí me senté a esperar. Un lugar poco iluminado, compuesto por un cartel y un banco de concreto, nuestro transporte público era de frecuencia baja y de noche no funcionaba, por lo que las comodidades y las luces no eran necesarias. Mordí mis labios repasando lo que sucedió esa tarde, odié todas mis acciones y palabras pero no por ellos, por mí. Odié mis emociones, odié mis pensamientos, odié mis intenciones de herir, odié ser alguien que deseaba la muerte de otra persona.

Mi espera se sintió eterna, observé la entrada con la esperanza de que saliera temprano y cada persona que emergía del edificio se convertía en una pequeña desilusión. Hasta que el auto que buscaba a la recepcionista de los consultorios llegó y, unos minutos después, ella salió a la calle para subirse en él. Luego apareció Francisco en el umbral, haciendo que el aire se sintiera menos pesado y más fácil de respirar. Caminó en mi dirección sin percatarse de mi presencia hasta estar a unos pasos, ni siquiera necesité hacer una señal, siempre estaba atento a todo. Le causó gracia verme sentado en la parada en lugar de estar medio escondido a un costado de la entrada, por lo que se acercó con ánimo burlón. Lucía encantador, prolijo en cada detalle de pies a cabeza, lleno de energía, alegre por el inesperado encuentro, dedicándome un gesto de complicidad que celebraba la intimidad que compartíamos. A pesar de mi angustia, mi admiración hacia él se hizo presente y quedé cautivado por su imagen. Pero notó que algo no estaba bien y su expresión cambió a una de preocupación. Se sentó a mi lado y apoyó su mano en la mía, sus ojos me examinaron con detenimiento, un escudriño que me consolaba.

—Estás afligido —señaló con amabilidad.

Quise sonreír, cualquier otra persona habría preguntado qué me pasaba pero él se ocupaba de no hacerme sentir obligado a contarle lo que sucedía mientras que su mano apretaba la mía con fuerza en una especie de ruego.

—Vi a mis padres.

Dio un pequeño suspiro de comprensión. Me aliviaba que conociera mi historia con ellos y no tener que repetirla en ese momento. Tomó mi rostro y acarició mis pómulos con sus pulgares.

—Estás un poco pálido.

—No me siento muy bien —admití, tomé un poco de aire—. Dije cosas muy feas.

Tal vez si Francisco perdonaba la persona horrible en la que me convertí ese día, yo podría sentirme mejor. Me dedicó una pequeña y triste sonrisa llena de simpatía antes de tomar mi brazo y obligarme a dejar el asiento con él.

Guio la caminata hasta su casa sin soltarme en ningún momento. Su seguridad y dominio me reconfortaban, me protegían de la realidad, me daban un refugio. El camino a su departamento se sentía como el camino a otro mundo que me daba la oportunidad de dejar atrás todo lo malo. Aunque sabía que ese otro mundo no estaba dentro de un edificio, ese otro mundo estaba donde estaba Francisco.

—¿Te desahogaste? —preguntó con suavidad.

Quedé confundido y pensé un momento.

—No sé... —dudé, porque desahogarse sonaba a estar conforme o contento—. Dije cosas crueles... que yo no tenía padres, que quería que se mueran... mi intención fue lastimar.

Me pareció necesario aclarar que no se trató de un encuentro terapéutico en ninguna forma posible, seguro de que él intentaría buscarle el lado positivo.

—Me da envidia que lo hayas hecho —comentó con simpleza.

Lo miré con sorpresa pero él caminaba indiferente a su confesión.

—Creí que te llevabas bien con tus padres.

Su respuesta fue una extraña sonrisa, de esas que son deliberadamente forzadas.

Incluso él podía guardar rencor. Ante esa idea me sentí menos horrible, menos avergonzado y mi crueldad dejó de parecerme tan desalmada.

En el espejo del ascensor pude ver mi pésimo aspecto, mis ojos estaban un poco hinchados, mi pelo desordenado, mi rostro demacrado. Me sentí lastimoso y feo, por lo que bajé la vista al suelo. Francisco, a mi lado, se apoyó en mí demostrando que me prestaba atención.

—Perdón por venir a verte con mis problemas.

—¿No fue así cómo nos conocimos?

Su intento de hacerme sonreír funcionó. Se me había olvidado que él me vio en peor estado, de mal humor, grosero, descuidado, y, a pesar de eso, yo le gustaba.

Cuando entramos a su casa dejó caer la mochila que llevaba en la mano y me abrazó.

—Sigues pálido —murmuró.

Aun así el abrazo no fue interrumpido. Quería quedarme allí, en sus brazos, con su calor, su perfume, escuchando su respiración. Limpiaba mi alma. Volvió a mí un pensamiento, mezclado con una sobrecogedora sensación: Francisco era fácil de amar. Una sonrisa suya, una mirada, una caricia, cosas tan sencillas como esas, reparaban el daño en mí. Pero en ese momento mi cuerpo y estómago no pensaban lo mismo, sentí que las náuseas aumentaban

—Creo que mejor me recuesto.

En realidad eso era lo que mi estómago me estaba pidiendo y una vez acostado mi malestar empezó a aliviarse. Francisco se sentó a mi lado acariciándome, sin sacarme los ojos de encima.

—Ahora puedo devolverte el favor de cuidarme —bromeó.

Cuidar y ser cuidado, acompañar y ser acompañado. La vida era injusta, con él y conmigo, pero también nos daba nuevas oportunidades. En ese momento podría estar solo en mi casa, llorando, dolido, sintiéndome la persona más miserable del mundo, consumido por pensamientos y sentimientos oscuros. Pero estaba allí, recostado en la cama de Francisco, siendo consolado por su expresión llena de afecto. Cada caricia borraba una tristeza y me devolvía un poco de esperanza.

—Gracias.

Después de un rato insistí en que cenara, un momento que me sirvió para repasar el encuentro con mis padres de una forma más calmada. La furia dentro de mí había cesado pero no podía arrepentirme de mis palabras. Que murieran o no, no cambiaba nada, verlos sufrir tampoco era gratificante, pero no me arrepentía. Posiblemente era un desahogo como Francisco insinuó. Aunque se sentía un desahogo que llegaba tarde, como si fuera algo que tuve que haber hecho el día de la traición. Ese día me quedé callado por miedo, no tenía el carácter necesario para responder, discutir y defenderme.

Francisco pidió una bebida deportiva para mí junto con la cena. Mi estómago parecía una piedra que no permitía ingerir ningún tipo de alimento por lo que la bebida se ocupó de devolverme la fuerza que me faltaba. Se recostó a mi lado a pesar de ser muy temprano con la única intención de hacerme compañía.

—¿Te sientes mejor?

Se apoyaba sobre un codo mientras que con un dedo dibujaba líneas en mi brazo.

—Sí, mucho mejor.

Sonrió con dulzura y besó mi cabeza. Contemplé sus ojos brillantes, sus labios suaves, su piel cuidada, su cabello desordenado por el cambio de ropa, cada detalle que tenía a mi alcance. A mis ojos era precioso, no solo por su aspecto, toda su persona lo era. Y la verdad era que la vida fue más injusta con él que conmigo.

—¿Es cierto que envidias lo que hice hoy?

Puso atención a su mano que paseaba por mi brazo, no muy a gusto con mi pregunta.

—Sí. —dijo sin mirarme—. Lamentablemente entiendo por qué mis padres hicieron las cosas que hicieron y mi conciencia no me deja hacerlo. Es uno de los problemas de mi profesión —intentó bromear.

Tomé su mano y la besé.

—Yo te envidio a ti. Me gustaría ser tan fuerte como tú.

Se sonrió complacido al oírme.

—¿Hablas de no perder la paciencia? —se burló buscando hacerme reír.

Cosa que logró. Y esa risa se mezcló con algunas lágrimas que me tomaron por sorpresa. Pero no eran de amargura, eran de gratitud. Una gratitud que me invadía al punto de conmoverme, porque a pesar de toda mi desdicha, una vez más estaba riendo y era gracias a Francisco. Me acurruqué a su lado, escondiendo mi rostro en su pecho, y él siguió con la tarea de acariciar mi cabello en silencio.

Me pregunté si estaría mal pensar en un futuro junto a él y vivir a su lado las cosas que creía que ya no podría vivir. Si estaría mal volver a tener un hogar.

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