Annabeth se ha quedado paralizada, totalmente sin palabras.
Su mente trabaja a toda velocidad, procesando lo que su padre le ha confesado.
Adoptada.
Ella es adoptada.
—Soy adoptada —repite ella en voz alta como un robot, pero sus palabras no se sienten reales. No es posible que todo su mundo haya sido una gran mentira, que su padre no sea el real y que su odio por Atenea haya sido mal dirigido: no debe odiar a una persona, sino a dos—. Esto no puede ser verdad.
Frederick lanza un profundo suspiro y aprieta el puente de su nariz con agotamiento, como si la confesión hubiese mermado todas sus energías.
—Perdóname, Annabeth —suspira.
Annabeth siente que el mundo se le cae encima al ver que es cierto, que su padre no le juega una horrible broma: le está contando la verdad.
Annabeth siente que todo el color se le va de la cara, y su respiración se vuelve superficial.
—¿Qué...? —Annabeth no sabe qué decir. Su mente trabaja a toda velocidad, intentando comprender lo que su padre le acaba de contar.
Frederick suspira.
—Te adopté cuando eras un bebé...
—Alto. —Annabeth se pone de pie y empieza a caminar por la cocina, como si ponerse en movimiento le hará despertar de esa pesadilla—. Aún intento procesarlo.
—Entiendo que puede resultar difícil...
—¡¿Difícil?! —Annabeth se detiene, mirando con enojo a los tristes ojos de su padre—. ¡Acabas de decir que mi vida es una total mentira!
—No es una mentira, tu madre y yo te ama...
—¡Ella no es mi madre y tampoco me ama! —replica Annabeth, empezando a gritar—. ¿Cómo pudiste mentirme toda la vida?
—Perdóname... —Él se levanta, intentando acercarse a ella, pero Annabeth retrocede, mirándolo con odio.
—Esto nunca te lo voy a perdonar.
Annabeth corre lejos, lejos de su padre, lejos de la cabaña.
Ojalá también pudiera correr lejos de la isla y de la enorme verdad que acaba de golpearla con la fuerza de un huracán.