Honor y sangre

Galing kay SebastianPain

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Ron Dickens es un joven de voluntad y honor inquebrantables, quien aspira a convertirse en el mejor policía d... Higit pa

PRÓLOGO
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CAPÍTULO UNO - HUESOS Y LLAMAS
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CAPÍTULO DOS - ORDEN Y ENTROPÍA
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CAPÍTULO TRES - EN EL OJO DE LA TORMENTA
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CAPÍTULO CUATRO - A SANGRE FRÍA
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CAPÍTULO CINCO - EN LA LINEA DE FUEGO
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EPÍLOGO - NUEVA VIDA

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Galing kay SebastianPain

Cuando ya había transcurrido casi veinte minutos y terminaba su tercer cigarrillo, por la esquina frente a él, Ron vio como doblaban una camioneta y tres furgones de las fuerzas militares. Se detuvieron frente al edificio, ante la mirada asombrada de los peatones y conductores que pasaban por allí, y de la camioneta que marchaba al frente descendió un militar. Se adivinaba que era de rango, por las distinciones en su solapa. Cruzó la calle y Ron se acercó.

—Señor, soy el agente Dickens. Yo llevo el caso —dijo. El militar se paró frente a él y le hizo la venia.

—Coronel Winstone, señor —saludó.

—Venga, sígame.

Ron ingresó de nuevo al edificio, seguido por el coronel detrás. Llamó con los nudillos en la puerta de la oficina de Ullman, y luego abrió.

—¿Puede decirle al grupo de agentes que vayan a sala de reuniones? —le pidió.

—Sí, claro. La sala está al fondo, la primer puerta a la derecha. Irán enseguida.

—Gracias —dijo Ron, y luego miró al coronel—. Por aquí —le indicó.

Caminaron juntos hacia la sala de reuniones. Al llegar, Ron abrió y encendió las luces. Había sillas dispuestas frente a una impecable pared blanca. Tras las filas de sillas, había un proyector de escritorio, el cual Ron encendió para colocar el mapa encima de su lente captor, hasta encuadrar el lugar donde Rashid había señalado. Poco a poco, los agentes designados por Ullman comenzaron a ingresar a la sala y fueron tomando asiento en las sillas del medio. El coronel Winstone, sin embargo, se quedó de pie con las manos a la espalda y en posición firme, al lado del escritorio donde estaba el proyector, como si le estuviera haciendo una guardia personal. El último agente en entrar cerró la puerta tras de sí, mientras Ron caminaba al frente. El mapa, gigantesco, se reflejaba en la pared.

—Muy bien, señores, a partir de este momento entraremos en protocolo de captura. Buscamos a Ibrahim Kahlil, de nacionalidad árabe, edad promedio entre cuarenta y cinco y cincuenta y cinco años, terrorista miembro de la Yihad y asociado con Bill Hanson, Carlos Papá Muerte Ortíz, y Jhon Beckerly. Según la confesión de su cómplice, el lugar donde Kahlil se encuentra está ubicado en este sector de aquí —Ron señaló un claro de la pared con el índice, trazando un circulo—, ubicado a cuatro kilómetros y medio de Lovingston, aproximadamente, siguiendo por la carretera veintinueve, hacia el norte. Como ven, es una zona boscosa, por lo cual es muy difícil que haya residencias en un lugar como ese. Prestaremos especial atención a cualquier vehículo o domicilio sospechoso, también a cualquier actividad humana, no importa si son leñadores o campesinos. Detendremos e interrogaremos a cada persona que nos encontremos en un kilometro a la redonda de esta posición.

—¿A cada persona? —preguntó un agente, asombrado.

—A cada persona, sí —confirmó Ron—. Lo normal es que no encontremos a nadie, como dije, es una zona espesamente boscosa, con toda seguridad sin luz eléctrica ni agua potable. Para ello, contamos con el apoyo de un equipo táctico guiado por el coronel Winstone, quien nos proporcionará fuego de cobertura en caso de ser necesario, y perros de búsqueda, además de perimetrar la zona reduciendo el rango de rastreo. ¡No abriremos fuego a no ser que seamos atacados, es de vital importancia capturar a Kahlil con vida! —exclamó. —¿Lo comprenden?

—Sí, señor —respondieron algunos.

—¿Alguien tiene alguna pregunta?

—¿Cómo sabremos quien es el hombre que busca? —preguntó uno de ellos.

—¿Creé que sea muy difícil reconocer a un árabe en medio de un bosque, agente? —preguntó Ron. El agente que había hecho la pregunta, un chico de quizá, menos de treinta años, bajó la vista avergonzado por la obviedad de la interrogante.

—No, señor.

—Entonces ya sabemos lo que hay que hacer. En marcha.

El grupo salió de la habitación, Ron al pasar apagó el proyector y sacó el mapa, doblándolo nuevamente para llevárselo como guía. Los agentes del FBI marcharon rumbo al estacionamiento de vehículos federales, en cuanto salieron del edificio, y el coronel hacia su camioneta militar.

—Señor Winstone ­—dijo Ron, al alcanzarlo. El coronel se giró hacia él antes de cruzar la calle.

—Dígame, agente Dickens.

—¿Podría viajar con usted? Para darle algunas indicaciones cuando lleguemos al lugar.

—Claro, no hay problema, si no le molesta viajar atrás.

—No hay drama —asintió.

Ambos cruzaron la calle rápidamente. El coronel subió al lado del acompañante, y Ron subió a los asientos traseros de la camioneta, una enorme 4x4 Dodge. Emprendieron la marcha seguidos por los furgones, y una vez que enfilaron la avenida aledaña, las patrullas federales se unieron a la caravana de vehículos, bajo las miradas curiosas de conductores y peatones que presenciaban el despliegue de fuerzas. Durante todo el camino, Ron viajó en completo silencio, observando hacia afuera a través de su ventanilla polarizada. Toda su concentración estaba puesta en capturar a Kahlil, ensayando mentalmente como sería el interrogatorio cuando por fin lo tuviera en sus manos, la fuerza que utilizaría, las palabras necesarias, hasta el más mínimo detalle con tal de obtener al fin la ubicación precisa de Hanson. Sería la captura más grande de su vida, y la única manera de tener paz consigo mismo.

Una vez alcanzaron los accesos a la carretera veintinueve, tardaron casi media hora en atravesar el pequeño pueblito de Lovingston, hasta llegar a la ubicación marcada. En el punto exacto, Ron vio que había un camino a la izquierda, pedregoso e invadido por la vegetación, que no figuraba en el mapa, así que le indicó al coronel que se dirigiera hacia allí. La camioneta comenzó a traquetear y sacudirse de un lado al otro a medida que transitaban por el sendero bordeado de árboles, con piedras y raíces sobresaliendo, hasta llegar a un sitio en donde el camino se interrumpía. El chofer detuvo la camioneta entonces, y tras ellos, el resto de vehículos también frenó.

—Investigaremos a partir de aquí, supongo que no debemos estar lejos —dijo Ron, mientras bajaba del vehículo. El coronel también descendió.

—¿Cuáles son las instrucciones, agente?

—Dígales a sus hombres que formen un perímetro a partir de aquí, con un vigía cada trescientos metros. Desde este punto seguiremos a pie, e iremos reduciendo el perímetro poco a poco. Quienes sea que estén aquí, quedarán entre el bosque y nosotros, y a no ser que conozcan otro camino, no van a poder utilizar vehículos para escapar ya que la única ruta de acceso la tendremos bloqueada —respondió—. Los agentes del FBI vienen con usted y conmigo. Serán nuestra segunda línea de cobertura.

—Sí, señor —dijo el coronel. Luego caminó hacia los furgones y dio palmetazos en la carrocería de cada uno de ellos a medida que caminaba—. ¡Muy bien, todos abajo! ¡Quiero formación de contingencia en quince segundos! —los militares comenzaron a bajar corriendo junto a sus perros, con sus fusiles de asalto colgados al hombro, y se formaron haciendo filas frente al coronel. —¡Un hombre cada trescientos metros a partir de aquí, formaremos una barrera infranqueable, nada sale y nada entra de nuestro perímetro! ¡A trabajar!

—¡Señor, sí señor! —gritaron todos a la vez.

Los agentes del FBI, algunos de ellos con arietes de hierro y cortadores de pernos, se unieron a Ron en cuanto el coronel terminó de dar las instrucciones a su pelotón, el cual ya comenzaba a dispersarse asumiendo posiciones. El coronel le cedió el paso a otro agente que se acercaba al grupo con una maleta llena de material para proteger evidencias, y luego caminó tras él.

—Muy bien, estamos listos —dijo Ron, una vez que ya todos estaban en su posición—. Avanzaremos desde aquí hacia el norte, tanto como podamos. Si en cinco kilómetros no encontramos nada, regresamos y volvemos a empezar en dirección oeste.

—¡Marchen! —ordenó el coronel.

El grupo comenzó a avanzar en completo silencio, bajo el ulular de los pájaros y solamente escuchando el sonido de sus pasos sobre la hierba fresca. Bajo las copas de los abedules y pinos que poblaban el bosque, el aire era fresco y cargado de humedad, pero a pesar de ello, Ron sentía que una película de sudor le cubría el rostro y el corazón le palpitaba desbocado en el pecho. Caminaba con su arma por delante, al igual que el resto de los agentes y los militares, que apuntaban con sus rifles y miraban a todas direcciones, atentos al más mínimo movimiento. Casi un kilometro y medio después, el grupo comenzó a cerrarse progresivamente, hasta que cuando ya habían avanzado casi dos kilómetros en terreno salvaje, pudieron alcanzar un claro en la espesura de la vegetación natural.

—Alto —susurró Ron. El coronel levantó el puño derecho y sus hombres se detuvieron al verle.

En aquel lugar despejado de árboles había una cabaña campestre, enorme y espaciosa, situada al lado de un granero. Había al menos cuatro jeeps estacionados sin un orden prioritario, y Ron sintió como se le secaba la boca. Aquel tenía que ser el sitio, no cabía la mínima duda, pensó, mientras sacaba la pistola de su cintura.

—Todo está demasiado quieto... —dijo el coronel Winstone.

Ron entonces dio un paso al frente, y respiró hondo, sin dejar de apuntar hacia adelante.

—¡Somos el FBI! —gritó. En el silencio del bosque, se escuchó tan claro que Ron pensó que con toda seguridad lo oirían desde la cabaña, aún a pesar de estar a una distancia de cien metros. —¡Salgan con las manos en alto, tenemos la casa rodeada!

Esperó un minuto, pero no pasó absolutamente nada. Ni movimiento en la cabaña, ni disparos de respuesta. Todo estaba en calma, inalterable. Decidió intentar de nuevo, esta vez de forma más directa.

—¡Ríndase ahora mismo, Kahlil! ¡Sabemos que está aquí, no tiene adonde escapar! —volvió a gritar. Sin embargo, no ocurrió nada. Confundido, Ron miró al coronel. —Voy a entrar, necesito que me cubra.

—Sí —respondió, y le hizo una seña con el índice hacia adelante a sus hombres.

—Ariete, conmigo. El resto, detrás y agachados —les indicó a los agentes.

El grupo rodeó enseguida la cabaña pasando por debajo de la línea de visión de las ventanas, junto con la cobertura del cuerpo militar. Ron, seguido de tres agentes armados y dos que sostenían el pesado ariete de acero, corrieron hacia la puerta principal con las armas en alto. Al llegar, se posicionaron a cada lado de la puerta. Listo para la incursión, Ron miró a los agentes que cargaban el ariete, y asintiendo con la cabeza, les marcó cada segundo. Al tercero, levantaron el ariete haciendo péndulo y lo estrellaron contra la puerta, que se abrió de par en par dando un golpazo. Ron entonces apuntó con su arma hacia adelante en una fracción de segundo, al mismo tiempo que entraba listo para disparar a cualquier movimiento, pero al instante tuvo que bajar la guardia, cubriéndose la nariz.

El suelo de la sala principal estaba lleno de al menos diez cadáveres hinchados y de un mortecino color violeta, debido a la humedad y el calor acumulado dentro de la casa cerrada. Ninguno de ellos entraba en descomposición aún, pero el hedor se comenzaba a hacer sentir de igual manera, mezclado con el olor característico de la sangre reseca. Ron vio la escena analizando cualquier detalle que le pudiese brindar un mínimo de información. Luego salió de nuevo al bosque.

—Están todos muertos, coronel. Aquí no hay nadie ­—dijo.

—¡Descansen! —les ordenó a sus hombres, y todos bajaron las armas. Luego se acercó a Ron, mirándolo extrañado. —¿Cómo que están todos muertos?

—Véalo usted mismo —respondió, y ambos entraron a la sala. Ron comenzó a señalar entonces al entorno—. Hay impactos de bala en las paredes, y en el mobiliario. Aquí hubo una reyerta y por la disposición de los cuerpos, diría que fue improvisada por completo, casi inesperada. Por el tamaño de la gran mayoría de heridas, creo que se balearon a quemarropa, todo sucedió aquí, en esta sala. No hubo fuego de cobertura y parece que fueron dos grupos distintos de hombres ­—se acuclilló al lado de un cadáver, y utilizando la punta de su arma para no tocarlo, observó la solapa de su camisa. Tenía un prendedor con el logo de la Yihad, entonces se puso de pie—. Son los hombres de Kahlil, pero no sé quienes sean los demás.

—Esto no parece tener sentido, ¿por qué se matarían entre sí?

—No tengo idea... pero necesito saber si Kahlil está aquí —Ron salió de nuevo hacia afuera, y le hizo una seña al agente con el maletín de evidencias para que se acercara. Una vez ingresaron juntos, el agente apoyó el maletín encima de la mesa donde aún reposaban algunos rifles AK47, y lo abrió. Ron se acercó a él—. Dame un par de guantes, por favor.

Guardó su arma de nuevo en el porta pistola, y se colocó los guantes de látex. Comenzó a revisar la ropa y los bolsillos de cada uno de los cuerpos, buscando identificaciones. Efectivamente, había algunos cuerpos con nombre musulmán o iraquí, pero había otros que tenían nombre y apellido estadounidense. Su mente no pudo evitar preguntarse si serían hombres de Hanson. Quizá Kahlil lo hubiese traicionado, y decidió masacrar a sus hombres en venganza por haber frustrado sus planes y echado a perder los negocios. ¿También habría matado a Hanson? Se preguntó. Lo dudaba, pero no era imposible. Y su corazón albergó nuevas posibilidades, nuevas esperanzas.

—Agente Dickens —dijo un agente que también revisaba la escena. Estaba de pie, tras una mesa estilo escritorio caída a un lado. Miraba hacia abajo a algo que Ron no podía ver desde allí, ya que la mesa se lo ocultaba.

—¿Sí?

—Aquí hay otro cuerpo, no sé si lo ha visto.

Ron se puso de pie, caminó entre los cadáveres y rodeó la mesa. Efectivamente, allí había otro cuerpo, pero Ron sintió que se le helaba la sangre en cuanto lo vio. No necesitaba leer su identificación para saber quien era, había recibido un disparo en el rostro que le había destrozado casi por completo, pero aún así pudo reconocerlo debido al recuerdo de las imágenes de seguridad del aeropuerto y la ropa que llevaba. Era Kahlil, con toda certeza. La barba era inconfundible y lo que aún quedaba de su cara, también.

Ron se sacó los guantes y los arrojó al suelo, exasperado. El agente lo miró sin comprender que sucedía, y Ron señaló con un gesto del brazo a la sala completa.

—Hay que tomar análisis de ADN de cada cuerpo, no quiero que quede nadie sin identificar. Hay que registrar la casa para ver que documentos hay, quizá hallemos un hilo conector que nos indique de una vez que mierda pasó aquí —mientras caminaba hacia la salida, vio un cartucho de pistola tirado en el suelo, y le dio un puntapié haciéndolo rebotar contra una pared—. ¡Por un demonio! ¡A la mierda! —gritó.

Ron salió de nuevo al fresco del bosque, bajo la mirada de algunos agentes y la del propio coronel. Se tomó la cabeza con las manos y miró hacia los árboles, donde la luz del sol se colaba entre sus copas siseantes, rutilando entre las hojas y enramadas. Había estado tan cerca, se repetía mentalmente una y otra vez. Y Hanson volvía a escaparse, a ser indetectable. Hiciera lo que hiciera, siempre parecía correr a su espalda sin alcanzarlo jamás. Por detrás, el coronel Winstone se acercó y le apoyó una mano en el hombro.

—Agente, ¿se encuentra bien? —le preguntó.

Ron bajó la mirada, conteniendo la frustración y la rabia, y al mirar el suelo permaneció pensativo. No dijo absolutamente nada, tampoco respondió a la pregunta del coronel, solo observó huellas en la tierra fresca. Había piedras, hojas y tierra levantada en una franja de línea recta, como si un vehículo hubiera dado un acelerón brusco. Las huellas se perdían más adelante, en dirección al camino por donde habían llegado kilómetros antes. Alguien había sobrevivido al tiroteo, y no solo eso, sino que también se había escapado. Solo debía descubrir quien era, y adonde había ido. Infundido por un nuevo impulso, miró al coronel.

—¿Creé que sus hombres podrían hacer un barrido de la zona? Como mucho uno o dos kilómetros a la redonda —preguntó.

—Sí, claro que sí, ¿por qué?

—Hay huellas que aún no se han borrado, mire —dijo, señalando el suelo—. Alguien huyó de aquí, y quizá todavía tenemos tiempo de encontrar un nexo que nos conecte con Hanson. Llame a sus hombres, yo reuniré a mis agentes.

—Sí, señor.

Ambos hombres convocaron a cada uno de sus grupos, y una vez que todos estuvieron listos, Ron se paró al frente.

—La búsqueda aún no termina, señores —dijo—. Alguien salió de esta cabaña luego del tiroteo, desconozco si un hombre de Kahlil o de Hanson, quizá hasta el propio Hanson pudo haber pasado por aquí. Pero si hay algo seguro es el hecho de que nadie huye de un sitio sin dejar algo atrás. Por lo tanto, vamos a barrer la zona en un perímetro de un kilometro a un kilometro y medio a partir de aquí y alrededor de la cabaña. No vamos a dejar rincón, árbol o roca sin registrar. Es posible que incluso haya caminos aledaños que no aparecen en el mapa, así que debemos tener los ojos bien abiertos. Mis agentes cortarán trozos de camisas de los cuerpos y se los darán a olfatear a sus perros, para acelerar aún más la búsqueda. ¿De acuerdo?

Los miembros del ejercito vociferaron un "¡Sí, señor!" a coro. Los agentes del FBI, asintieron con la cabeza y volvieron a la cabaña, para emprender las tareas. Ron caminó hacia uno de los jeeps, y recostando su espalda a la puerta del chofer de uno de ellos, sacó el paquete de Marlboro de su chaqueta, extrajo un cigarrillo y lo encendió, mirando de nuevo hacia el cielo que se dejaba entrever por las ramas de los árboles. Dio un suspiro agotado, y trató de no pensar en nada más, al menos por un buen rato.

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