La decisión del corsario (Val...

By marielizlotero

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«Valle de Lagos es la cárcel de los aventureros y de las almas que quieren sanar, y dos almas perdidas están... More

Sinopsis.
Capítulo uno.
Capítulo dos.
Capítulo tres.
Capítulo cuatro.
Capítulo cinco.
Capítulo seis.
Capítulo siete.
Capítulo ocho.
Capítulo nueve.
Capítulo diez.
Capítulo once.
Capítulo doce.
Capítulo trece.
Capítulo catorce.
Capítulo quince.
Capítulo dieciséis.
Capítulo diecisiete.
Capítulo dieciocho.
Capítulo diecinueve.
Capítulo veinte.

Epílogo.

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By marielizlotero

No se tomaba por costumbre que un tosco varón forjado en batalla, cambiara la espada y la pistola por hachas y picos, el mar por el campo o un bajel por la tierra.

Pero el horizonte que veía desde la ventana en cada amanecer, poseía una dulce voz que gritaba «libertad».

Y para Nicolás, ser libre valía cada sacrificio.

―¿Qué te parece? ―le preguntó Nicolás.

El sol del mediodía bañó la caoba, dotándola de un brillo particular como si hubiese sido pintada con oro. Sofía deslizó ambas manos por el vientre abultado y sonrió.

―Es preciosa ―respondió―. No puedo esperar a subirla a la habitación del bebé.

Nicolas sonrió, complacido. No poseía manos expertas cuando de carpintería se trataba, pero tampoco quería encargar la cuna de su primer hijo ―o hija― a nadie más. Quería construirla él mismo.

Por suerte, contaba con la asesoría de un experto.

―Ya que no me han dejado construir la cuna ―habló Samuel. Tenía un tarro de cerveza en la mano. Debía tratarse de la segunda o la tercera―, he tallado una muñeca, si es niña, y una mecedora en forma de caballo, si es niño. Leticia le cosió un vestido bastante bonito.

―Es el regalo más apropiado que hemos recibido hasta ahora ―comentó Nicolás, observando a Sofía de refilón.

Sofía disimuló una sonrisa.

―Lilia le regaló un bastón al bebé ―dijo― para que tuviera con qué defenderse.

Samuel elevó ambas cejas. Levantó la mirada por encima del hombro y detalló los movimientos parsimoniosos y bien pensados de la mujer en cuestión. Sus manos estaban apoyadas en la empuñadura del bastón.

―Qué mujer tan extraña, ¿no? ―sopesó Samuel, un poco ausente. Lilia hizo un amago de sonrisa ante lo que su acompañante, una mujer negra que debía ser su doncella, le dijo―. No le gusta sonreír.

―Le gusta ―le dijo Sofía―, pero no con todo el mundo. A pesar de ese carácter que posee, me parece que le cuesta entablar relaciones amenas.

―Mm. ―Samuel pudo jurar que Lilia Almonte lo observó fijamente a los ojos. Una mirada perdida y ausente, por supuesto, dada su ceguera. De repente, fue poseedora de una apariencia dulce, aunque entristecida. Apartó su atención de ella―. ¿Qué has pensado sobre las mejoras para el molino? ―le preguntó a Nicolás.

El aludido asintió.

―Son excelentes reformas. Álvaro me ha hecho otras recomendaciones que te contaré en los próximos días. ―El ruido de voces se elevó no muy lejos del lugar en donde estaban―. Los invitados siguen llegando. ―Observó a Sofía de soslayo―. ¿De dónde has sacado a tanta gente?

―De donde hemos sacado a tanta gente ―le corrigió―. He puesto en la lista a tus muchachos y también al...

―Mi buen Santamaría. ―Augusto se aproximó a ellos con una copa de vino que acababa de tomar de la bandeja de un sirviente.

Nicolás intentó sonreír. Le salió una mueca.

―Impresionante el hecho de que te tomaras un descanso para celebrar el próximo nacimiento de mi primogénito.

―No me siento en la capacidad de hacerle un desplante a su esposa, con lo atenta que ha sido mediante su carta.

―Sí ―hizo un gesto burlón―, una mujer atenta, sin duda.

―¿Cómo se encuentra Iridia? ―preguntó Sofía.

―Perfectamente instalada en la capital de Nueva España. Su hijo tuvo un poco de fiebre y por ello no ha podido asistir. Acá entre nosotros: ¿cómo pretende esa mujer que no se enferme si al niño le encanta jugar bajo la lluvia? ―Sacudió la cabeza―. ¡Qué problema con los críos!

―¿Cuando piensas tener los tuyos? ―bromeó Nicolás.

―Cuando aprenda a mear sin abrirme la bragueta.

Sofía fingió mala cara, pero acabó por echarse a reír. Levantó la mano y saludó a su familia.

Como era de esperarse, su madre la avasalló con toda clase de obsequios: ropa tejida por ella misma, juguetes de madera y trapo, una canastilla con frutas frescas y un nuevo camisón de mangas largas, tan necesario durante las noches frescas. Álvaro pidió que llevaran a las caballerizas un portillo negro.

Su primer caballo. Con lo mucho que le gustaba montar a Nicolás, un potrillo era bien recibido.

La única persona que no había traído un obsequio para el bebé, sino para la madre, fue Augusto: un vestido de seda italiana verde y una concha.

―Los mitos dicen que obsequiarle una concha a una mujer le traerá la fertilidad ―le explicó―. Mientras más hijos le dé a su marido, más lejos estará del mar, lo que significa que su larga ausencia, permanente si la vida se encuentra de buenas, me proveerá una infinita alegría. El vestido corre por mi cuenta.

No sabía si Elena se había puesto de acuerdo con el almirante, pero además de obsequiarle una descomunal cantidad de ropa a la criatura, le entregó a Sofía un precioso collar de esmeraldas.

―Mi abuela quería regalártelo si algún día te casabas, algo que por ese entonces parecía imposible, pero eso ha cambiado, por fortuna. ―Sonrió con picardía―. ¿Cierto, cuñada?

Sofía se echó a reír mientras se aferraba a su brazo.

―Tachemos las dos primeras letras de la palabra imposible, porque soy un ejemplo de que algunos sí se cumplen.

―No todos, por desgracia.

Sofía creyó oírla suspirar.

―¿Sucede algo?

―Es la cuarta que toma.

―¿Quién? ¿Y qué está tomando?

―Sebastián.

―¿Mi hermano ha llegado? ―Estaba sorprendida. No era su costumbre llegar y no acercarse a saludarla.

―Ha pasado poco más de un año ―recordó Elena― desde que don Ulises murió. Veo a tu hermano bastante desmejorado, y mucho más bebedor.

Sofía no tuvo más remedio que asentir. Sebastián no había vuelto al pueblo durante meses. Se estableció en una casa nueva en la capital mientras se llevaba a cabo la Real Audiencia. En los catorce meses que habían transcurrido desde que inició el proceso, había visitado Valle de Lagos en dos únicas ocasiones: para su boda y ahora. Tenía la esperanza de que se quedara hasta el nacimiento de la criatura. El saber que estaba solo y a merced de sus demonios la dejaba intranquila.

Después de haber matado a Bernardo, Sebastián no volvió a ser el mismo.

Instó a Elena a que se acercaran a él. Estaba apartado de la gente, con la vista centrada en los campos de cacao. La refrescante brisa sacudía los arbustos. Era una maravillosa y tranquila imagen que apartaba sus preocupaciones.

Deseó que hiciera lo mismo por su hermano.

―Hola, extraño.

Sebastián se dio la vuelta al escuchar la voz de su hermana. Sofía contuvo el aliento al verlo y comprendió por qué no había ido a saludarla en cuanto llegó.

Elena no se había equivocado al decir que se veía desmejorado. La mirada que, antaño, solía poseer la calidez protectora de su hermano mayor, estaba ensombrecida por una perpetua tristeza y culpa. Una mancha oscura bordeaba sus ojos. Estaba delgado, el cabello le rozaba los hombros y proyectaba una postura encorvada. Apestaba a ron.

―El primer crío de los Palarez. ―Sebastián levantó el tarro con una débil sonrisa curvando sus agrietados labios―. Felicidades. No te he traído un regalo, lo lamento.

―Te perdonaré si te quedas hasta el nacimiento. Nicolás y yo queremos que Elena y tú sean los padrinos.

La débil sonrisa de Sebastián decayó.

―Samuel tomará mi lugar. No encontrarás un mejor padrino que él, con lo consentidor que es ¡Hasta trabaja junto a tu marido en el molino que compró!

―Quiero que el padrino seas tú ―insistió con dulzura. Sonrió con amago de timidez.

Pero la mirada de Sebastián era dura.

―No apadrinaré niños aunque sean sobrinos míos.

Sofía se cuestionó en silencio si aquella decisión estaba relacionada con Ulises, quien había sido el padrino de Sebastián. Decidió no hacer comentarios al respecto.

―Si te quedas ―Sofía cambió de tema―, es posible que presencies otra boda.

Sebastián levantó las cejas.

―¿Sí? ¿De quién?

―La mía ―respondió Elena―. Es posible que pronto considere la idea de casarme.

―¿Alguien ya ha pedido tu mano? ―preguntó él, pero su atención estaba puesta en el tarro de ron.

―No, pero estoy cansada de esperar. El hombre que quiero ni siquiera es capaz de sostenerme la mirada.

Sebastián no le sostuvo la mirada.

―Pues que pena.

―Sí. ―Asintió con pesar―. Una gran pena.

Para Sofía, los sentimientos que Elena tenía por su hermano no eran un secreto. En su juventud, Elena solía pasar más tiempo en la casa de los Palaez que en la suya, de modo que veía a Sebastián con frecuencia. El enamoramiento fue inimaginable, lento y, al final, doloroso para ella. Nunca esperó que la mirase de cualquier otra forma que no fuera la amiga de su hermana. Supuso que era imposible no sentir afecto por alguien como él. Sebastián era agradable, respetuoso y solía abandonar cualquier actividad que estuviera realizando para recibirla con toda la galardonería de la que hacía alarde.

Un encandilamiento de juventud perdía rápidamente sus efectos.

La desgracia hacía su entrada al transformarse en un sentimiento cada vez más perpetuo. E igualmente imposible.

―Discúlpenme ―dijo Elena.

Se apartó con un movimiento de cabeza. Nicolás le sonrió al acercarse.

―¿Cuanto más calculas que puede tardar la audiencia? ―le preguntó Sofía.

Sebastián sacudió el tarro de ron y dio un sorbo lento.

―Meses, como mínimo.

―¿Volverás a establecerte en Valle de Lagos?

Sebastián apartó la mirada.

―Deja de hacerme preguntas. Me... ―Carraspeó. Sofía observó el temblequeo de su mano―. Me voy a casa. Estoy cansado y borracho.

Sofía detuvo su hubiesen al agarrarlo del brazo.

―Estoy preocupada por ti, nada más. Abandonaré mis cuestionamientos, pero por favor quédate. Lo único que quiero es compartir un momento agradable con toda mi familia reunida

Y si algo que Sebastián era incapaz de hacer, sin importar qué tan desmejorado o cabizbajo se sintiera, era negarse ante una peticiones que cualquiera de sus dos hermanas le hiciera. De modo que le tendió el brazo y la acompañó a saludar al resto de los invitados.

Marita llegó corriendo desde las pesebreras en compañía de Cristiano, anunciando a todo pulmón que el potrillo había sido instalado y alimentado y que había que mandarle a hacer una silla de montar con el nombre del bebé.

―Debería llamarse Marita si es niña ―sugirió la muchacha―. Y demás está decir que, sin importar que sea, ¡yo voy a ayudar a cuidarlo!

―¿Esperan un niño o una niña? ―iandagó Leticia. Se le veía animada y tranquila. Sofía se preguntó si se debía a que su marido se había quedado en Cuba.

―Los Santamaría siempre hemos tenido varones como primogénito ―comentó Lázaro―, pero tratándose de Nicolás, es posible que esa secuencia sea destruida.

―Yo digo que será una niña ―respondió Sofía.

―Yo he descubierto que estar de acuerdo con mi esposa es una apuesta segura, así que niña ―dijo Nicolás.

Un eco de carcajadas se extendió por el jardín. Desde hacía mucho tiempo que Sofía no presenciaba una celebración tan jocunda, y mucho menos en la posición en la que actualmente se encontraba: la de una mujer casada en espera de su primer hijo atendiendo un convivio en su propia casa.

Una risotada brotó de su garganta. Mujer casada ¡Era una mujer casada! Con lo consecuente que había sido al dejar en claro que jamás se casaría...

Pero en cuanto cayó la tarde y el cielo pincelado de naranja y amarillo bañó los campos de cacao por donde ella y Nicolás paseaban, aceptó su destino con una amplia sonrisa. Observó la paz en el rostro de su marido ―¡su marido!― y como el brillo de felicidad en sus ojos color diamante refulgía.

―Este es ―habló Nicolás. Su mirada detalló la propiedad, donde el regocijo y la música se escuchaban a pesar de la distancia―. Este es el lugar al que pertenecemos.

Sofía recorrió la anchura de su vientre. La palma se empapó del calor de un amor que le comprimía los pulmones. Los ojos de Nicolás encontraron los de ella. Le sonrió. En su rostro no había espacio para otra emoción que no fuera felicidad, tranquilidad y amor; un amor tan inmenso como el mar que alguna vez acogió sus almas quebradas.

―Eres inmensidad ―susurró ella a su barriga― y como un mar te vamos a llenar de amor.

Nicolás la abrazó desde atrás. La barba de varios días le raspó la mejilla. No hubo necesidad de decir algo más; los silencios también tenían una voz. Y la felicidad que ellos sentían ante el inmenso y precioso futuro que los aguardaban, no necesitaba ser expresada con palabras.

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