La decisión del corsario (Val...

Door marielizlotero

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«Valle de Lagos es la cárcel de los aventureros y de las almas que quieren sanar, y dos almas perdidas están... Meer

Sinopsis.
Capítulo uno.
Capítulo dos.
Capítulo tres.
Capítulo cuatro.
Capítulo cinco.
Capítulo seis.
Capítulo siete.
Capítulo ocho.
Capítulo nueve.
Capítulo diez.
Capítulo doce.
Capítulo trece.
Capítulo catorce.
Capítulo quince.
Capítulo dieciséis.
Capítulo diecisiete.
Capítulo dieciocho.
Capítulo diecinueve.
Capítulo veinte.
Epílogo.

Capítulo once.

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Door marielizlotero

La puerta del cuarto de navegación se abrió con tal lentitud que las bisagras rechinaron, y fue cuando Nicolás encontró la silueta de Sofía asomándose por el espacio entreabierto.

―Estamos llegando a tierra ―le informó ella en voz baja.

Detrás del escritorio, con las manos apretando los papeles que sujetaba, el capitán suspiró.

―Pasa ―le dijo―. Ya vendrá alguien a indicarnos cuándo podremos desembarcar.

Sofía se adentró al cuarto con vacilación, echando una rápida mirada hacia la cubierta por encima del hombro. Samuel, Jorge y Jesús la observaban sin afanarse en ocultarlo. Con el amago de cerrarla, los vio movilizarse para flanquear la entrada.

―Cabezaduras ―masculló entre dientes y cerró la puerta.

―He de imaginar que están custodiando la entrada ―supuso Nicolás, y al instante puntualizó―: Otra vez.

Sofía jugueteó con el cordón de la cotilla. Se posicionó detrás de su asiento.

―Te han concedido el beneficio de la duda ―le recordó ella con entusiasmo―. Por fortuna, no han vuelto a hacer un comentario sobre la playa.

―No significa que lo hayan olvidado.

―No, pero...

Sofía presionó las manos en los hombros de Nicolás.

―Lo aceptarán ―le susurró, intuyendo el flujo de sus pensamientos.

Un suspiro profundo evidenció su agotamiento. Dejando los papeles en el escritorio, Nicolás descansó una mano sobre la de Sofía y le dio un apretón.

―Te he convertido en mi querida ―masculló con pesadez e hizo una mueca como si hubiese encontrado un mal sabor en su boca.

Sofía le besó la mejilla.

―No podemos pedir nada mejor dada nuestra situación.

―Podría llevarte a una iglesia y hacerte mi esposa ―levantó la cabeza, buscando sus dulces ojos color ébano―, pero quisiera que en nuestra boda esté tu familia. No puedo ni quiero darte menos.

Una sonrisa tonta se le formó a Sofía, e incapaz de contener su contentura, recogió las faldas y se sentó sobre sus piernas. Le sujetó el rostro con ambas manos y le dejó en los labios un beso que él prolongó, permitiendo que el contacto se llevara parte de su preocupación.

Al mirarlo, comprobó por sus ojos empequeñecidos y la sonrisa débil el agotamiento de una noche entera sin dormir. Con la punta de los dedos, Sofía recorrió el contorno de sus ojos, deleitándose con la textura rasposa de sus cejas.

―No has dormido mucho ―lo acusó con la voz suave y pausada, observando como su gesto denotaba una diversión infantil.

―He estado revisando los documentos que tomamos de la casa de Lope de Castro.

Sofía observó de refilón los papeles dispersos en la superficie de madera.

―¿Has encontrado algo nuevo?

―Busco un patrón. ―La instó a levantarse con un pequeño empujón―. Sabemos con seguridad algunas cosas. La tripulación de la Honda, capitaneada por Bernardo, asaltó el barco que contenía las joyas destinadas al rey el 11 de junio del año pasado cerca del sur de Florida. En Cuba, firmaste un documento de recibido a un hombre llamado... ―Buscó el nombre entre los documentos.

―Lucio de la Garza ―recordó Sofía.

―Lucio. ―Desistió en la búsqueda con un asentimiento―. Por lo que nos dijo Lope de Castro, hizo la falsificación de los documentos durante su viaje de la isla a Nueva España, viajó al pueblo y se reunió con Ricardo.

―Quien pagó a unos asaltantes para que nos emboscaran y plantaran los permisos falsos entre nuestras pertenencias. ―Asintió con amargura.

Nicolás le tomó la mano, la condujo a la boca y le dejó un beso en la palma.

―Hasta la fecha, hemos visto el nombre de Evaristo Quiñones tres veces. ―Nicolás centró la mirada cansada en los papeles, imaginando su orden―. Ricardo lo utilizó para negociar con el esclavista. También aparece en los permisos falsos y en las cartas con instrucciones que Lope de Castro recibía.

―¿Asumes que es un nombre falso?

―Estoy seguro. Victoria no lo conoce, y afirmó de forma enfática que Lope de Castro utiliza un nombre distinto para cada cliente.

«Victoria». La mención de su nombre trajo el recuerdo de la agridulce despedida.

Victoria había cumplido con su palabra: a cambio de que la dejaran ir, entregó la mercancía que guardaba celosamente en la bodega y le permitió a Nicolás que se la enviara al virrey.

―Es el único lugar seguro ―había dicho, y para sorpresa de Sofía ninguno de los presentes se opuso.

Hicieron uso de la oscuridad de la noche para viajar hacia la desembocadura del río al norte de Vera Cruz. Transitaron por los bosques, lejos de los caminos que se encontraban saturados por la guardia.

―Es un río sin vigilancia ―explicó Victoria―. La barra en la desembocadura impide la entrada a los barcos, pero si usan botes pequeños podrán atravesarla.

Nicolás observó a Cristiano.

―¿Te parece que estaríamos cerca del barco si partimos por esa desembocadura?

―Cerca del segundo punto de reunión, al menos ―respondió con los brazos cruzados. Era la única persona que había expresado abiertamente su oposición a que dejaran ir a la mujer.

―Bueno, pues. ―Nicolás observó a Victoria―. Subirás al barco con nosotros y te llevaremos a donde quieras.

Tomaron un descanso de tres cuartos de hora a orillas del río, a menos de dos horas de la desembocadura. Al momento de partir, Victoria había desaparecido. Le dejó una misiva a Sofía.

Estimada amiga,

Lamento marcharme sin despedirme. Siempre me ha costado decir adiós cuando el cariño es genuino. He tomado la decisión de marcharme y no decir a donde. Es más seguro para mí, y también para ti. Con mi ausencia, podrás actuar con libertad. Haz con Lope y los permisos lo que consideres necesario. Gracias por permitirme tener una segunda oportunidad. Deseo que seas bendecida con una vida maravillosa.

Siempre tuya,

Isabel

Un silencio abrumador se cernió sobre ambos. Le bastó una mirada rápida a su semblante para comprender a la velocidad que iban los pensamientos de Nicolás.

―¿Te preocupa que Victoria se haya marchado? ―le preguntó ella.

Nicolás negó con la cabeza.

―No la necesitamos para testificar. Quizás te contentará saber que es probable que no la condenen. Firmó las cartas como Isabel Portocarrero, pero ha utilizado el nombre de Victoria.

―Lo que te tiene tan inquieto...

―Es no saber contra quién luchamos. ―Asintió―. Supongo que es una preocupación colectiva. Casi parece que peleamos contra una sombra.

Sofía no supo qué más hacer para que consiguiera aliviar esa pesada carga autoimpuesta. Enlistando las posibilidades, optó por la que consideró la indicada.

Emprendió su camino hacia la botica, un botiquín pequeño en forma de armario de dos puertas cerradas con un pestillo, compartimentado en cajoncitos donde se guardaban los frascos con elíxires y aceites. Sofía tomó uno marrón, lo destapó y se lo llevó a la nariz. Sonrió al reconocer el olor.

―La mayoría de los frascos están vacíos ―puntualizó ella, moviéndose con parsimonia. Se detuvo al llegar al escritorio―. ¿No acostumbras a revisar su inventario?

―En ciertas ocasiones. ―Nicolás fijó su atención en los movimientos de ella: depositó el frasco sobre el escritorio y se centró en la tarea de arremangarle la manga izquierda y quitarle el paño negro de la muñeca―. Hay otra botica en la bodega. Esa es mía. ―Señaló el maletín con la quijada―. Solo comparto el contenido en caso de una emergencia.

―Pues esperemos que no haya ninguna. ―Al presionar los pulgares en la muñeca, Nicolás dio un salto en el asiento―. ¿Qué más utilizas para mitigar el dolor además de la lavanda?

―Sal, cúrcuma... ―Nicolás dio otro brinco cuando le presionó el pliegue dorsal―. Querida, temo que el remedio duele más que el mal que me acarrea.

Sofía contuvo una risa. Vertió en las manos un poco del aceite e inspiró la maravillosa esencia a lavanda y mar, un olor que parecía adherido permanentemente a la piel de aquel maravilloso hombre, como si hubiese decidido ―¡finalmente!― patentarla como suya.

―Tenme confianza ―le dijo, iniciando con movimientos en círculo sobre la piel―. ¿Te dabas a ti mismo los masajes?

―Mmm.

Sofía apartó la mirada de su tarea y estudió el cambio sutil, aunque evidente, en su semblante. Tenía el ceño fruncido y luchaba por mantener los ojos abiertos, atormentado por el sueño contenido. La tensión que mantenía erguido su cuerpo comenzó a ceder a la par que se repantingaba en la silla.

―Sí ―respondió después de un rato.

―¿Por qué no le pediste a uno de tus muchachos que lo hiciera? O a tu matasanos.

―Inadmisible ―le dijo―. No puedo darme el lujo de mostrar debilidades. Eso podría costarme la capitanía y no puedo permitir una tontería como esa. Necesito a todos mis hombres.

―Bueno. ―Sofía asintió despacio―. Entonces yo cuidaré de ti.

Un amago de sonrisa se dibujó en la boca de Nicolás. Alargó la mano y le acarició la barbilla. El contacto era tan cálido y dulce que Sofía se olvidó de la tarea por un instante y detuvo el movimiento de sus manos.

―¿Estás intentando distraerme? ―aventuró ella.

―¿Funciona?

El brillo de diversión era evidente en sus cansados ojos azules. Sofía soltó una risita entontecida.

―No. ―Le apartó la mano con un suave manotazo―. Demuestre su valentía, capitán.

―Este es un dolor que puedo soportar.

―Hasta que alguien lo toca ―intuyó.

Nicolás hizo una pausa antes de asentir.

―Háblame sobre tu tripulación ―lo instó ella.

―¿Qué quieres saber?

―Todo. ―Sonrió. Le hizo girar lenta y cuidadosamente la muñeca―. ¿Qué tan diferente es a un barco de la Flota?

Con los labios fruncidos, Nicolás contuvo el aliento en cuanto Sofía comenzó a frotar la muñeca en los puntos donde el dolor lo enervaba.

―La elección del capitán se lleva a cabo a través de una votación ―comenzó a decir―. Es nuestro primer artículo en el código: «Todo hombre tendrá igualdad de voto». Basta con que uno de ellos desconfíe de su capitán para someterlo a un juicio. Cualquier miembro puede dar un paso adelante y postularse como capitán, dejando la rencilla al margen de dos posibles soluciones: votación o la posibilidad de un combate a muerte.

―¿Cómo te hiciste capitán?

Nicolás ancló la mirada en la labor de sus manos, que recorrían lo largo y ancho de su brazo con movimientos gentiles, presionando aquí y allá donde lo sintió más tenso. Sofía se movía al ritmo de los tumbos que daba el barco, pero sin perder un ápice de su concentración.

―Abordamos un buque español, una balandra, que venía desde España con un mensaje para el virrey. No estaba escoltada por naves de la armada, pero la acompañaba un buque de aviso que se adelantó para llevarle la noticia a Su Excelencia.

―Debió ser importante.

―No lo sabíamos en ese entonces, pero lo intuimos. ―Flexionó los dedos, haciendo que Sofía redujera la presión de los pulgares. Una vez que devolvió el brazo al reposabrazos, continuó―: Un secretario designado por el rey llevaba el documento firmado donde se avisaba del nombramiento del nuevo virrey. ―La sintió temblar, pero no dijo nada―. A la buena de Dios, traer consigo tan importante documento mantuvo a la tripulación viva. No opusieron resistencia al abordaje y tampoco usaron los cañones. Subimos a los rehenes al barco. Johan, el capitán pirata con el que tenía la deuda, quería conservarlos para pedir un rescate. Fue un abordaje impecable y preciso y supimos neutralizar los pocos levantamientos de la tripulación. Me recompensó con la corbeta. La bauticé como «La Santa». ―El recuerdo le provocó un suspiro cansado―. Fue la primera y única vez que abordamos un barco y libramos la batalla sin muertes.

―¿Cómo obtuviste tu tripulación?

Nicolás alargó la pierna, dando un golpe con la suela de la bota sobre el piso de madera.

―La mayoría de los hombres del barco mercante tomaron la decisión de abandonar a la tripulación y unirse a nosotros. Johan no necesitaba más muchachos de los que ya tenía, así que me los dio junto con la capitanía de la corbeta.

La presión de los masajes llegó hasta el codo, impregnando la manga con el aceite. Los dedos de Sofía volvieron a descender, trazando círculos con los pulgares. Nicolás observó su rostro, estudiando los rasgos serios y que le hizo torcer la boca con timidez. El dolor de la muñeca menguó de manera considerable, haciendo que la usual tensión martirizante le devolviera un poco de movilidad indolora.

―¿Mejor? ―le preguntó ella. La sonrisa deslumbrante de Nicolás le concedió una respuesta inmediata .

―Dios bendiga esas manos, mujer ¿Te parece suficiente esa respuesta?

Sofía se acercó lo suficiente para besarlo, un contacto rápido pero dulce.

―Habría bastado un sencillo «sí».

Nicolás la sujetó de la cintura y tiró de ella para que se acomodara sobre su regazo. Sofía le envolvió el cuello con los brazos, evitando tocarlo con las manos que aún tenían residuos del aceite. Lo miró a los ojos, abiertos y atentos, mientras contemplaba como las comisuras se le volvían a levantar.

―Dios, ten piedad de aquellos que se interpongan en mi camino hacia ti. ―Nicolás trazó la forma de su mandíbula con los labios, haciéndola temblar―. Temo que ni siquiera los perros guardianes que esperan por nosotros tras la puerta podrán apartarte de mí.

Con un movimiento ágil, Sofía atrapó su boca con la suya, sellando una promesa que no había sido enunciada.

―No se preocupe, capitán. ―Sonrió contra su boca―. Jamás zarparía sin usted.

Un par de golpes contra la puerta frenó el recorrido por la piel de su cuello antes de que siquiera hubiese comenzado. Nicolás levantó la cabeza y observó el techo del cuarto de navegación con un gesto exánime, mientras su mente comenzaba a redactar el montón de maldiciones y denostaciones que ansiaba pronunciar en voz alta.

―¿Quién es? ―demandó en voz alta.

―Un hombre desarmado. ―Cristiano carraspeó antes de levantar la voz―. El bote ya está a un costado del barco ¿Cuántos muchachos van contigo?

―Ninguno, iré solo.

Sofía se puso de pie y lo miró fijamente.

―Voy contigo ―dijo.

―No ―replicó Nicolás, incorporándose―. Esperarás a bordo.

―Voy contigo ―afirmó ella tras sujetarlo de la muñeca izquierda―. No te estoy pidiendo permiso.

El silencio acunó aquella lucha de miradas, fijas y centradas en el objetivo de conseguir una victoria. Ninguno desistió, alargando el enfrentamiento hasta que Nicolás se vio obligado a suspirar.

―De acuerdo. ―Encorvó la postura, mostrándose tenso―. Al menos trae un arma contigo.

Sofía sonrió, victoriosa.

―Recuerda que ahora poseo tu puñal.

―Y con él me matarían mis hombres si llegasen a enterarse de que te lo he dado.

―Lo mantendré a salvo.

Al final, Nicolás optó por llevarse a alguno de sus muchachos y dejó dada la orden de que Cristiano y dos más encontraran una propiedad discreta y apartada en la que pudieran ocultarse. Intuía que su estadía en Cuba iba a tomarles varios días. No quería arriesgarse a que las noticias de Valle de Lagos los alcanzaran.

Llegando a la orilla, caminaron hacia un asentamiento donde alquilaron dos caballos. Nicolás los llevó por caminos apartados donde no encontraron a transeúntes ni a los guardias que solían patrullar las costas.

―¿Recuerdas a dónde fue tu hermano a hacer la denuncia? ―le preguntó Nicolás.

La brisa sacudió el pelo de Sofía, atado a prisa con broches de plata. Un par de mechones oscuros le entraron a la boca al abrirla, por lo que tuvo que apartarlos antes de responder.

―A la Real Compañía de Comercio ―le dijo. Por entre las ramas penetraron motas del sol de la mañana. Sujetó las riendas con firmeza y mantuvo la vista fija en el camino entremetido por una densa arboleda—. Debía reunirse con el almirante y poco después se presentó en el barco para realizar el arresto.

Un silencio inquisitivo se cernió sobre ellos.

―¿En qué piensas? ―indagó Sofía.

Nicolás la observó de refilón, y le pareció que ella hacía lo mismo.

―¿Has viajado al sur, a Bayamo?

Sofía no tuvo siquiera que pensarlo.

―No.

―Solía hacer negocios con la villa ―confesó―. Está ubicada tierra adentro, alejada de las rutas comerciales. La Política de Puerto Único limita la entrada de mercancías a asentamientos como este, así que subsisten con el contrabando que llega a las orillas del Río Cauto. Las autoridades a menudo echan por saco roto lo que ven o escuchan, permitiendo que el contrabando se propague. Allí hay un hombre del norte de Cuba que suele ser el enlace entre la gente del pueblo y nosotros. Me contó una vez que tiene un espía en el puerto de La Habana.

―¿Lucio? ―elucubró Sofía, indecisa

―No lo sé, nunca dio su nombre.

―¿No podríamos preguntarle?

―Reside en Bayamo. Tardaríamos días en llegar allá. Además...

―¿Además? ―lo instó ella. Le preocupó e intrigó a partes iguales su ceño fruncido.

―Ese hombre, a quien apodan Manosanta, es contrabandista de joyas. Es posible, aunque es una mera suposición, que sea el comprador de las joyas robadas. No se me ocurre hombre más ambicioso que ese. ―Nicolás soltó la mano izquierda de las riendas―. Dependiendo de lo que encontremos en Cuba, nuestra siguiente parada será Bayamo.

En la última hora del viaje, forzaron el avance de los caballos hasta detenerse en una posta. Avanzaron a pie hasta la plaza donde el movimiento de comerciantes y compradores los obligó a ralentizar el paso.

―Es aquí ―Sofía señaló el edificio, una construcción de piedra y ladrillo con las puertas de maderas contramarcadas por el arco de medio punto.

―¿Sabes con quién habló tu hermano? ―Nicolás alargó el brazo hacia adelante para cederle el paso.

―No. ―Sofía esquivó a un funcionario que abandonaba el edificio a prisa―. Me temo que el escribano del barco, quien podría saber, está con Sebastián. Es el único que conoce a detalle las reuniones de mi hermano.

―Preguntaremos ―concluyó, resuelto.

Sofía lo detuvo al tomarlo por la muñeca.

―¿No es peligroso? ¿Y si alguien te reconoce?

Nicolás estudió el entorno movido por los comerciantes y funcionarios ofuscados por el papeleo.

―Bellamy Tomer corre peligro. Nicolás Santamaría, por otro lado, no. ―Se soltó de su agarre y llevó el pulgar hasta la mejilla―. No te preocupes por mí, mujer. Siempre tomo precauciones.

La preocupación, sin embargo, no la abandonó, aunque el suave rose de sus dedos contra su mejilla calmó el descontrolado palpitar de su corazón. Se obligó a asentir y dejó que fuera él quien hiciera las preguntas.

―Buenas tardes ―habló él, atrayendo la atención del apresurado secretario que, absuelto en sus documentos, detuvo su avance de forma precipitada―. ¿Podría decirme con quién debo hablar para informarme sobre el estado de una demanda?

―¿Qué tipo de demanda?

―El hermano de mi prometida sometió una demanda a nombre del capitán de uno de sus barcos por piratería.

El hombre abrió los ojos, denotando entendimiento, y asintió.

―El Almirante Augusto de la Tejeda está a cargo de esos asuntos. Es con él con quién deben hablar.

Sofía palideció, y al mirar a Nicolás comprobó que la misma tensión angustiosa se situó en él.

―¿Cuándo podríamos reunirnos con él? ―indagó, impertérrito.

―El almirante se incorporó a la Compañía hace pocas semanas, de modo que sigue atendiendo los casos que quedaron pendientes.

―¿El nuestro es uno de esos casos pendientes?

―No lo sé, mi señor. No pertenezco a esa institución. Podría ponerlos en contacto con su secretario.

―Bien. ―Meditó en silencio cómo apresurar la reunión. Solo pudo pensar en una alternativa―. Dígale que Nicolás Santamaría desea verlo por asuntos relacionados a una patente de corso.

El hombre lo observó con curiosidad.

―Pensé que vino por la denuncia del hermano de su prometida.

―Ambos asuntos van de la mano. ―Lo instó a apurarse con una mirada beligerante―. Lo esperaré aquí. Estoy seguro de que pedirá verme de inmediato.

El hombre asintió y se internó detrás de una de las altas puertas. Sofía se plantó frente a él.

―Pensé que el almirante y tú tenían un pasado, y peligroso ―puntualizó, moviendo inquieta la cabeza de un lado a otro.

―Es un hombre que ama a su patria y haría lo necesario para protegerla. Labrará para mí una entrada de oro y mármol si con eso sirve a la Madre España.

―¿Cómo lo conociste? ¿Te has enfrentado a él? Samuel dijo que era un reconocido cazador de piratas.

―Nos arrestó en alta mar. Fue el hombre que me llevó ante el virrey. ―Una sonrisa sin humor le surcó el rostro―. Debe estar arrepentido. No solo no me colgaron, sino que me dieron una patente de corso.

―Parece que disfrutas de jugar con un perro al que le quitaste el hueso.

―No me sirve de nada acoquinarme ante la desgracia o los peligros a los que me enfrento mientras continúo lucrándome con la posición en la que me encuentro.

Impulsada por la inquietud, Sofía comenzó a dar golpes en el suelo con el pie. El eco del ruido quedó suprimido por el ruido de papeles y voces alteradas, así como el de los pasos aprisa y el de puertas abriéndose y cerrándose. Sofía se pasó una mano por la frente, secando la delgada capa de sudor que comenzaba a formarse.

―Preferiría que no estuvieras en la reunión ―le dijo Nicolás, tomándola por sorpresa―, pero no voy a imponerme y negarte que vengas conmigo.

―¿Por qué?

―El almirante no me tiene buena voluntad. Para él, soy el hombre que condujo a su hermano al mundo de la piratería.

Sofía lo miró con atención.

―¿Lo hiciste?

Un silencio tenso se ancló entre ellos.

―Sí ―admitió después.

Nicolás levantó la barbilla al escuchar el eco de los pasos aproximándose. El secretario apresurado se les acercó, cargando todavía los documentos que llevaba minutos antes.

―El almirante me ha pedido que le notifique que no puede recibirlo en estos momentos.

Bueno... Ciertamente, la respuesta sorprendió a Nicolás.

―¿Está seguro? ―cuestionó él con un deje de inquina.

―Por supuesto, mi buen señor. ―El secretario lo observó con antipatía. Debió tomar su pregunta como una afrenta―. Como le había indicado anteriormente, el almirante se incorporó a su puesto hace unas pocas semanas y tiene serios asuntos de los que hacerse cargo. Me pidió que le dijera que regrese dentro de tres días si es que está muy interesado en una reunión.

―¡Vaya bribón arrogante! ―masculló Nicolás. Es que no podía creérselo...

―¿Señor? ―el secretario frunció el ceño, visiblemente ofendido.

―No usted, su almirante rascamulas.

―Nicolás ―lo reprendió Sofía, tirando de la manga de su camisa.

―Sabido pues, compae. ―Sofía abrió los ojos al escucharlo hablar de aquel modo. Estaba tan furioso que había abandonado el porte elegante. Tenía la pinta de estar a dos palabras más de enloquecer―. Dile a ese berzotas cagalindes de agua dulce que vendré dentro de tres días ―señaló al secretario con el índice―, ¡y que más le vale que me reciba!

―¡Nicolás! ―masculló Sofía, pero fue en vano.

El corsario apuró el paso hacia la salida con tal escándalo que varios pares de ojos abandonaron sus labores para observar el espectáculo. Sofía también abandonó el lugar, dejando detrás de ella el irritante sonido del taconeo a medida que apresuraba el paso para alcanzarlo.

Finalmente lo consiguió a mitad de la plaza.

―¡Detente ya, por amor a Dios! ―Sofía lo sujetó del antebrazo derecho―. Si hubieras sido una granada, ¡habrías explotado allí mismo!

―¡Sí! ―gruñó él, dándose la vuelta y liberándose del apretón con un fuerte manoteo―. ¡Tal vez debí reventar el lugar y hacer que ese catacaldos me diera la cara!

Sofía se frotó la frente con impaciencia.

―¿Cuántos insultos necesitas decir en voz alta para sentirte mejor?

Nicolás la observó con tirria. Sofía se obligó a contener una carcajada. El motivo, bueno, no lo sabía, porque un corsario enfadado no parecía la compañía más segura. Aún así, avanzó hacia él con lentitud y le frotó los brazos.

―No sirve de nada que nos desquiciemos. El almirante no nos recibirá hasta dentro de tres días.

―Porque se trata de mí, porque me detesta masculló entre dientes―. ¿Y qué hago durante tres días?

―¿Enfriar la cabeza? ―sugirió con fingida inocencia.

―¿Y quién puede enfriarse con ese... ese tragavirotes?

Sofía calculó cuántos insultos había dicho en los últimos minutos. Le sorprendió el amplio léxico que podía emplear cuando se enfadaba. Raras eran las ocasiones en las que Sofía pronunciaba un insulto, y todas ellas habían sido justificadas, o eso creía recordar. Supuso que la educación que había recibido durante su infancia le enseñó a medir sus improperios, que de mamarracho no solían pasar.

Aunque lo había visto enfadado antes, la rabia que demostraba en ese instante era desmedida. Violenta. Estaba seguro de que, con la sola mención de su nombre, el almirante lo recibiría.

Pero estaba equivocado.

Sofía lo comprendió al instante.

Nicolás no se manejaba con la destreza acostumbraba cuando trastocaban su orgullo.

―Te vas a destrozar el dedo ―lo escuchó hablar, pero estaba tan centrada en sus pensamientos que lo percibió distante.

―¿Qué...? ―Sofía dejó a medias la pregunta al percatarse de que se estaba mordiendo la uña del pulgar. Desistió al instante―. Lo siento...

No sabía qué decir. Lo que un instante antes le había parecido jocoso, le despertó una repentina inquietud.

―¿Nos traerá problemas? ―aventuró ella.

Nicolás detectó el nacimiento de su preocupación en la manera pausada y casi asustadiza en que había hecho la pregunta.

―¿El almirante? ―Sofía asintió―. No, me parece que no. Puede que nos haga las cosas un poco más difíciles, pero tendrá sus límites.

―Te desagrada ―puntualizó al tiempo que achicaba los ojos―. Desconozco la magnitud del desprecio que se tienen, tal vez porque es poco lo que conozco de tu pasado en alta mar.

―Sabes más que cualquier otra persona.

Sofía levantó las cejas, pero en la mirada le descubrió un brillo incrédulo.

―Incluso más que Cristiano, y es mi mano derecha ―continuó―. Te aseguro que no soy hombre de admitir en voz alta sentimientos, ni mucho menos miedos, pero ambos los conoces. ―Le acarició el mentón y después la mejilla―. ¿Es eso lo que te preocupa o hay algo más?

―El almirante llevó a cabo el arresto de Bernardo. ―Asintió como respuesta a lo último―. Me preocupaba que fuera a levantar falsos en contra de Sebastián y es posible que mi pregunta lo hiciera sospechar que, tal vez, mi hermano era culpable. Si a esa sospecha se le añade la hostilidad que hay entre ustedes...

―Temes que nuestra relación perjudique a Sebastián ―sintetizó Nicolás.

―Si mi preocupación y mis temores se concentraran en una sola persona, me sería mucho más sencillo lidiar con ello.

―Y supongo que no es el caso.

―Me preocupo por mis muchachos, por mí misma... ―No supo si se debía al suave movimiento de sus dedos recorriendo la mejilla, pero de pronto Sofía sintió que se le acortaba la respiración―. Y por ti, tonto.

Nicolás esbozó una sonrisa.

―Un hombre no puede ser más que humilde ante el tierno corazón de una mujer preocupada.

―Estoy hablando en serio ―repuso con firmeza, pero también sonreía.

―Lo sé. ―Finalmente desistió de la caricia―. Busquemos a los muchachos. Si el petimetre del almirante no nos recibirá hasta dentro de tres días, lo más sabio es seguir el consejo de mi mujer y utilizarlos para enfriar la cabeza.

―¿Tu mujer? ―Sofía arqueó ambas cejas.

―¿Muy pronto? ―repuso con su sonrisa arrogante.

―Mmm. ―Se fingió orgullosa y altiva al levantar la barbilla―. Llévame al altar, y entonces lo consideraré.

Pasó junto a él golpeando su pierna con la falda. Nicolás permaneció en medio de la plaza mientras observaba el contoneo natural de su cuerpo a medida que se abría camino por entre la gente.

―¡Capitán! ―gritó ella―. Muévase o lo dejaré a la intemperie.

―¿Qué te parecería ese apelativo? ―inquirió una vez que le dio alcance―. ¿Capitana Sofía?

Sofía se esforzó por no sonreír.

―Ostentoso, en especial cuando tus hombres me consideran un mal fario.

―Considerarían un mal fario incluso a una mariposa. ―Le tendió el brazo izquierdo―. ¿Puedo escoltarla hasta nuestro punto de reunión, mi futura señora?

―¡Arrogante! ―Esta vez cedió al impulso de sonreír al tiempo que le envolvía el brazo―. Me parece que primero deberías proponerme matrimonio.

―¿No lo he hecho todavía? ―Arrugó el rostro en una mueca divertida―. Ahora comprendo por qué tus muchachos están desesperados por hacerme pedazos.

―No se preocupe, capitán. ―Sofía deslizó la mano discretamente y la entrelazó con la suya―. Que si alguien lo hará pedazos seré yo.

El tono pícaro se perdió gracias al barullo de la gente, y Nicolás no pudo evitar mover la cabeza con divertida resignación. Vaya mujer...

La tarde se presentó con raudo impulso, dejando caer la falda naranja y amarilla sobre el coqueto jardín y el bosque que rodeaban la casa.

Estaba en mejores condiciones de las que Sofía creía. Poseía un solo piso y se ubicaba en campo adentro, siendo protegida por la arboleda, de modo que los alrededores se encontraban revestidos de privacidad y calma: lo que todo fugitivo necesitaba.

El trayecto desde el punto de reunión hasta la casa fue poco más de dos cuartos de hora a caballo. Para su fortuna, los muchachos llegaron poco después con algunas carnes, vegetales y bebidas para la cena.

Jorge se interpuso entre Sofía y la entrada de la cocina.

―Por todos los cielos, ¡no!, le pido que no cocine. ―Le hizo un seña a Jesús para que se aproximara―. Nosotros nos encargaremos de la comida.

La carcajada de Cristiano atrajo la atención de los tres.

―Si dos marineros de agua dulce le están pidiendo a una mujer de buena cuna que no cocine, significa que nuestras vidas están en riesgo ¿Eh, compae? ―Volteó la cabeza hacia Nicolás, quien removía las sábanas de los muebles―. Si no te mata el mar, te mata una mala cocinera.

Nicolás no dijo nada, pero el movimiento de hombros dejó en evidencia su carcajada.

―¡Sí sé cocinar! ―se defendió la aludida―. La sopa de verduras con bacalao me queda bastante buena ―pronunció con orgullo.

Jorge y Jesús hicieron una mueca nauseabunda.

―La última vez que la preparó, casi la mitad de la tripulación enfermó ―le recordó Jesús.

―Eso fue porque no era bacalao lo que mi hermano pescó.

―Sí era bacalao ―aseguró Samuel entrando a la propiedad. Cargaba en los brazos un saco de papas pequeño―, lo que nos lleva a la conclusión de que la mano negra era la de la cocinera.

La carcajada de Cristiano desató una cadena jocosa que terminó por hacerla reír, no porque estaba dispuesta a admitir que era una terrible cocinera ―porque ciertamente era así―, sino porque era la primera carcajada sincera que les escuchaba soltar. «Un respiro», pensó. Y vaya que lo necesitaban.

La cena resultó una maravilla: lomo de puerco y verduras componían el plato fuerte y algunas frutas dulces cerraron la velada. Cuando quedaban pocos comiendo, un par de hombres sacaron sus instrumentos y comenzaron a cantar. Para el momento en que iban por la tercera canción, más de la mitad de los presentes comenzaban a evidenciar su embriaguez. Palabras palurdas salían de sus labios húmedos. La habitación pronto obtuvo un característico olor a ron.

Sofía disfrutaba del espectáculo en silencio, bebiendo uno que otro trago de ron cada tanto, en ocasiones absorta en sus pensamientos y otras en el cántico desafinado. Merecían un descanso después de tantos sobresaltos que habían recibido en las últimas semanas. El viaje desde Valle de Lagos estuvo arropado por mucha tensión y angustia y la llegada a Vera Cruz no mejoró la situación. Una noche de tragos, música y risa menguaría el cansancio.

Pero, aún así, Sofía no encontraba sosiego, ni siquiera en el ron, una bebida de la que solía disfrutar considerablemente. Sus ideas estaban dispersas y un tumulto de nombres gritados hacían escándalo en su mente. Durante unos largos minutos, el que predominó fue el de su hermano.

No sabía de él desde hacía varios meses. Según los cálculos que habían hecho, debió haber vuelto de su viaje hace casi dos meses. Las aguas al sur eran peligrosas, y tras el robo a la Honda, comenzaba a temerse lo peor.

Se frotó la frente con impaciencia y ahogó un suspiro. No había tenido el tiempo de preocuparme por tantos eventos ocurriendo a la par. Se preguntó en dónde estaría ¿Todavía en Cartagena? ¿Lo habrá interceptado la guardia al confundir los barcos? ¿Se encontrará de camino al pueblo?

¿Y si se cruzó con la Honda y su ladrón?

Dos manos se posaron sobre sus hombros tensos.

―¿Es la música o el pensamiento lo que te está atormentando? ―la voz de Nicolás coqueteó con la piel de su cuello.

Sofía se echó hacia atrás. La barba de Nicolás le raspó suavemente la mejilla con el movimiento.

―El pensamiento ―aventuró él con seguridad―. ¿Puedo preguntar qué es lo que ronda por tu cabeza?

―La melancolía mezclada con la angustia, imagino ―respondió ella con una sonrisa desganada―. Últimamente los días se están volviendo largos y agotadores.

―¿Quieres subir a descansar? Hacerte compañía es la justificación perfecta para alejarme de estos barraganes.

―No tienes que condenarte al encierro por hacerme compañía. Es más que probable que caiga rendida en la cama. ―Se levantó del asiento con paso medido―. La verdad es que el ron me ha adormecido las energías.

Pero al mirarlo a los ojos, Sofía encontró una pronunciada sombra de agotamiento en su mirada. Una alfombra negra señalaba la antesala de sus ojos cristalinos. Estaba exhausto, y no era para menos. No había dormido nada la noche anterior y durante casi todo el día estuvieron montando a caballo.

―Me pregunto quién llevará cargando a quien ―masculló ella a son de broma, pero un largo bostezo acortó el final de la oración.

Nicolás se echó a reír al tiempo que le envolvía el brazo alrededor de la cintura. Sofía lo abrazó también.

―Nosotros nos retiramos ―anunció Nicolás―. Tendremos una reunión en la mañana para decidir qué haremos.

Los muchachos levantaron los tarros y las tazas a modo de despedida.

Sentado en el duro asiento de la sala, Samuel dio un largo y pausado trago al vino de su copa. Tenía la mirada fija en Sofía, quien se aferraba al cuerpo de Nicolás mientras ambos abrían camino con lentitud por el pasillo rumbo a las habitaciones. A pesar de la distancia, los escuchó murmurar y reírse. El cansancio no magulló la comodidad con la que se sostenían y se apoyaban. Una inusual palpitación lo obligó a detener su ingesta.

―Se ve distinta ―le dijo a su compañero, Jesús, quien estaba secando una mancha de comida en su camisa con un paño.

―¿Quién? ―preguntó sin levantar la cabeza.

―Doña Sofía ―interrumpió Jorge. Le tendió a Jesús una jarra con agua―. Evidentemente los muchachos del corsario no van a notar el cambio de una mujer a la que no conocen, pero nosotros sí.

―Se ve muy contenta ―puntualizó Samuel―. Puedo contar con una mano, y me sobrarían los dedos, las veces que la he visto tan... serena. ―Arqueó las cejas―. Es desconcertante, si puedo añadir. Lo que me lleva a pensar que quizás, y solo quizás...

―Sé por dónde vas ―Jesús levantó la mirada― y no te vas a morir por admitirlo.

―¿Qué? ―preguntó el carpintero, desconcertado.

―Que te parece un buen tipo.

―Bueno, lo que se dice bueno...

―Para Sofía ―especificó Jesús.

Samuel bebió de la copa para ganar un instante de silencio.

―¿Qué coño harás con ella? ―Le preguntó Jorge a Jesús. La jarra de agua seguía en su mano―. Mete la maldita camisa en un balde. Mañana compramos jabón.

Finalmente, Jesús lanzó el paño sobre la mesa.

―De lo que hablábamos ―continuó― es que tal vez te has tomado muy a pecho la promesa de cuidar de Sofía. La conocemos desde hace años y nunca la vimos permitirle a un hombre que le ponga las manos en los hombros, que la sujete de la cintura o que se le acerque hasta estar codo con codo.

―Y por lo que vimos en la playa ―apostilló Jorge mientras dejaba la jarra en la mesa―, es evidente que hubo un contacto más allá que solo «codo con codo».

―Me parece un arrogante de mierda ―masculló Samuel―, pero sí que le ha hecho bien a Sofía.

―A las mujeres les sientan bien los sentimientos ―repuso una voz de repente.

Los sonoros pasos antecedieron la llegada de Cristiano. Samuel observó que se amarraba el fajín a la cintura. Agarró la pistola en la bota y la guardó entre la ropa.

―He visto a Nicolás desfilar por los pasillos con montones de mujeres, pero lamentablemente a ninguna se la lleva a dormir con el brazo alrededor de la cintura y una estúpida mirada de felicidad. ―Cristiano descansó las manos en las caderas. Deambuló la mirada por la sala y, tras ponerle fin a su inspección, devolvió su atención a los tres hombres―. Es un hombre inteligente, rápido en batalla y con un buen ojo crítico, solo que, como todo mortal, tiene un defecto: sus sentimientos le juegan en contra. No ha dormido bien y su atención ha estado más en los documentos que hemos reunido hasta ahora que en pensar en el siguiente paso. Le preocupa la seguridad de la mujer, y eso es algo que puede traernos mal fario. Su concentración está divagando. De no ser así, no habría dejado que Ricardo se fuera, nos hubiéramos dado cuenta antes de quién era Victoria en realidad y no se habría ido a dormir hasta organizar a los muchachos para ir a buscar al escribano que le entregó a Lope de Castro la firma de Sofía para que la falsificara.

Los tres hombres irguieron la postura.

―No habíamos pensado en eso ―admitió Samuel.

Cristiano agitó los hombros.

―Todavía podemos hacer algo al respecto.

―¿Te irás en contra de tu capitán? ¿O qué pretendes hacer?

―Dejarlo dormir. ―Esbozó una media sonrisa―. Y mientras nuestros capitanes recuperan la fuerza ―apuntó hacia la puerta con la barbilla―, nosotros buscaremos al escribano.

Los tres hombres se observaron de refilón, y después de un acuerdo silencioso, asintieron con la cabeza.

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