Los irrompibles lazos del des...

By Saddyers

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Narra, desde el punto de vista de su protagonista, la historia de un escéptico y corriente chico de diecisiet... More

Esa noche...
Creo que este es mi mundo
Mirando al cielo
Cuida al prójimo
La mirada de un extraño
Tormenta en la frontera
Aquello que desconocemos
Oro azul

Demasiado cerca

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By Saddyers

Observaba mi mano izquierda, sentado en las mismas escaleras en las que pude apreciar por primera vez el cielo nocturno de aquel mundo desconocido para mí. La notaba dolorida y me fijé en que habían numerosas y pequeñas marcas o fisuras, similares a arañazos diminutos esparcidos hasta casi la mitad del antebrazo. Haciendo memoria, no recordaba haberlos visto antes, pero con todo lo que había ocurrido, era difícil no haber pasado algo por alto. Decidí no darle más importancia y distraje mi cabeza en otra cosa, mientras observaba el horizonte violáceo perder cada vez más fuerza, pregonando la pronta salida del Sol.

Era consciente de que mi mayor enemigo en ese momento no era aquel minino, sospechoso de mi destino incierto, si no la omnipresente soledad. Así es, la soledad. Tenía a Layla y Ogo dispuestos a ayudarme, pero seguía sintiéndome solo. Fue algo de lo que no me había dado cuenta antes, pero me percaté de que junto a esa soledad, me comenzaba a faltar algo más: ese amor que sabía que estaba ahí aunque pasara desapercibido la mayoría del tiempo. Esa cálida sensación de saber que ahí hay dos personas dispuestas a apoyarte pase lo que pase, aunque nunca llegaran a decirlo abiertamente, esas dos personas que siempre esperaban de mí lo mejor y que lucharían conmigo si fuera necesario.

Me hacían falta mis padres.

La angustia se colgaba de mi pecho cuando pensaba en lo que deberían estar pasando en aquel momento, buscando a un hijo indiferente que ni siquiera tenía claro que hacer con su vida. Recordaba con pesar lo indiferente que había sido con ellos la mayor parte de mi adolescencia —sobre todo al principio—, siempre dando por hecho que iban contra mí, cuando en realidad era todo lo contrario. También me avergonzaba pensar en todas las veces que cerré la puerta de mi habitación en la cara de las únicas personas que verdaderamente siempre estarían dispuestas a apoyarme.

Darme cuenta de lo capullo que había sido toda mi vida con ellos no era agradable, así que hurgué entre mis recuerdos y reviví las veces que llegaba a casa después de un largo día en el instituto, entraba a la cocina, saludaba a mi padre, o respondía a su saludo, ambos igual de desganados, mientras leía el periódico sentado en la mesa de la cocina. Daba un beso a mi madre, siempre atareada, cogía algún refrigerio de la nevera y desaparecía el resto del día en mi habitación o en la calle.

Antes del incidente, esos recuerdos para mí no tenían valor, pero después, descubrí que toda aquella indiferencia entre nosotros era la prueba de la existencia del amor incondicional de mis padres. Un amor en el que no se necesitaba decir —demasiadas veces— "te quiero" para que se fuese consciente de ello. Desde entonces comencé a atesorar esos recuerdos tanto como los demás, pues serían la única arma para paliar mi soledad.

No solo atesoraba recuerdos tan, a primeras impresiones, frívolos. Atesoraba los de mi infancia con más recelo que un capitán su barco puesto que ese gato pudo haberme quitado a mis padres, pero nunca conseguiría quitarme mi recuerdo de ellos. Aquellas noches de verano en el monte, a mi padre enseñándome como montar una tienda, a mis primos molestones saboteando mi sueño, a mi madre despertando a todos a las tantas de la madrugada para que pudiéramos ver el Sol naciente en el horizonte. Nada de eso podría serme arrebatado jamás.

―Kyle.

La miré. Por la mañana era más guapa e intimidante que bajo la luz tímida de algunas velas.

―Es la hora, vamos.

―¿En qué se supone qué iremos?

―¿Cómo qué en qué? Anda, coge esto y sígueme.

La seguí hasta el granero, donde había pasado la noche. Abrió los portones de las cuadras y sacó a esas desgraciadas criaturas que me habían impedido dormir como se debe debido a sus bufidos y desagradables sonidos varios. A pesar de todo no pude evitar sentirme intrigado por ellas, pues aún no las había visto bien del todo. Esperé a que Layla las sacara del granero para fijarme mejor.

Efectivamente, no me sonaban ni por asomo. Carecían de patas delanteras y yacían erguidas, casi alcanzando los dos metros de altura, sobre dos enormes patas traseras acentuadas por un enorme pie con tres dedos y una corta garra al final de estos. Sus pelajes tenían distintas tonalidades de marrón con suaves pinceladas blancas allí o allá, pero coincidían en lo corto y suave que parecía. La cola era larga y gruesa, seguramente muy musculosa, con un pequeño mechón de pelo blanco en la punta. Ambas criaturas tenían unas cabezas anchas, morrudas, acompañadas por unos pares de ojos grandes y saltones junto a unas orejas en forma de tubo, las cuales no eran muy largas y le caían hasta la mandíbula. Una de las criaturas tenía unos cuernos negros en forma de espiral que apuntaban hacia el frente con su par de filos burdos, mientras que la otra criatura los tenía recortados y apenas le sobresalían unos centímetros de la cabeza.

―¿Cómo se llaman? ―Le pregunté mientras aguantaba por ella las sillas y correas.

―Bonnie y Vance ―respondió sin mirarme, concentrada en ensillarlos.

―Me refiero a...

―Son nuris. El tuyo es Vance, el que no tiene cuernos —arrebató el último par de correas de entre mis brazos y ató al nuri sin cuernos al suyo—. Vamos, súbete, no tenemos toda la mañana.

Obedecí y me subí al nuri sin rechistar. El nuri bufó aquejado un poco al hacerlo, pero sin previo aviso Layla chasqueo la lengua y hundió los talones sobre el torso de Bonnie, haciendo acelerar a la criatura de una forma que no era normal, y con ella, a mi nuri y a mí. Ambas criaturas alcanzaban una velocidad considerable, suficiente para tuviera que ocultar mi rostro tras el cuello del nuri por culpa del viento y tener que agarrar con recelo las correas, pues una caída a esa velocidad no pintaba demasiado bien, aunque permanecer sobre mi nuri tampoco era agradable, pues tenía la manía de sacudir la lengua al viento y algunas gotas de saliva me llegaban a la cara. Cuando mi nuri casi alcanzaba la misma velocidad que el nuri de Layla, pude fijarme mejor en ella, que se veía como toda una jinete de nuris experta, con su cabello rubio sacudiéndose violentamente por el viento mientras permanecía inclinada ligeramente sobre el nuri observando tras unas gafas, similares a las de un aviador, la dirección que debíamos tomar.

«No te odia Kyle, sencillamente se le habrá olvidado darte unas»

No me lo creía ni yo.

Los primeros rayo de luz saludaban desde el horizonte, justo cuando nos adentrábamos en un bosque de árboles, para mi alivio, comunes y corrientes. Poco después fue cuando me percaté nuevamente del Sol, o mejor dicho, "soles". Así es, habían nada más y nada menos que tres soles en el horizonte, uno totalmente fuera y dos aún asomando. Los tres tenían un tamaño muy pequeño respecto al Sol terrestre, pero según las teorías que formulé en ese instante, esos tres astros proporcionaban en conjunto un brillo y calor similar al Sol común. Fue algo extraño al principio percatarse de eso, pues mi caída había sido durante el día, pero hurgando en mis adentros, recordé ese preciso instante en el que los rayos de luz me cegaron y no pude ni siquiera ver uno de los tres soles.

―¿¡Queda mucho!?

―¡Un poco más y llegamos!

Tras pasar unos cuantos árboles más, casi al instante tras las palabras de Layla, llegamos a un claro. Un claro —hecho por mí— repleto de troncos partidos a la mitad, tierra removida y un enorme cráter en el centro que alcanzaba el metro de profundidad. Ambos nuris se detuvieron y Layla se bajó de un salto, descolgando de las alforjas un rifle que antes estaba parcialmente oculto y no pude ver antes. Debo admitir que una serie de pensamientos macabros se me pasaron por la cabeza en el instante en el que lo vi.

―¿Por qué llevas un rifle? ―En mi voz se notaba cierto nerviosismo. Mi complejo de perro de caza lisiado hablaba por mí.

―El bosque no es cosa de niños. Haz lo que tengas que hacer, vigilaré que nada se te coma mientras lo haces.

Fue muy egocéntrico por mi parte, así que no pensé más en ello y avancé hasta el cráter, fingiendo saber lo que hacía, o tan siquiera lo que buscaba. En realidad no se me ocurría nada, aquel incidente había sido tan aleatorio y tan inexplicable que era difícil hasta pensar en qué tipo de respuestas debería buscar. Me acuclillé junto al cráter y observé de reojo a Layla, que patrullaba con el rifle entre las manos, buscando entre las copas de los árboles o bajo los árboles caídos, seguramente tratando de hallar algún paracaídas o artilugio que detuviese la caída. Yo también lo haría.

Yo también decidí hacer lo mismo: buscar bajo los árboles caídos. Si ahí podría haber un paracaídas o un artilugio, también podría haber alguna pista sobre el incidente, pero no tardé más de cinco minutos en darme cuenta de que estaba buscando una aguja en un pajar. El área de impacto no era demasiado grande, sin embargo estaba repleta de obstáculos que dificultaban la búsqueda. Entonces caí: Layla y yo estábamos perdiendo el tiempo.

Me puse en pie y me senté sobre un tronco con las manos en la frente, frustrado y algo nervioso, tratando de llegar a alguna conclusión a la que no había podido llegar antes, pero era mucho pedir. Algo tan increíble como un minino abriendo un "vórticelumínicomosellame", una enorme caída y el simple hecho de estar vivo era demasiado aleatorio como para llegar a una conclusión exacta. Por lo menos para mí.

Layla se acercó a mí al ver que no hacía nada.

―¿Y bien?

No respondí. La notable frustración de mi rostro lo hizo de forma silenciosa. Ella soltó un suspiro, apoyó la culata del rifle contra el suelo y me miró, seguramente reuniendo el coraje para decir algo.

―Supongamos por un momento que te creo...

Por lo visto la búsqueda de alguien también había sido infructuosa.

―¿Hay armas en tu mundo?

Sonreí por la fácil respuesta a esa pregunta y alcé la mirada.

―Demasiadas.

―Ya veo...en este también hay demasiadas, quizás.

―Aún así no puedo evitar que me gusten.

―¿Las armas?

―Sí, lo que realmente no me gusta es lo que se hace con ellas.

Ella postró ante mí aquel rifle, enseñándomelo. No tenía nada fuera de lo común, si no fuera por el tambor de seis o siete balas que tenía en la recámara y las ornamentaciones florales sobre el metal de la recámara y el martillo.

―Es un rifle de tiro lejano Pecky, calibre .308, con propulsión mixta de pólvora y alarido.

―Semi-automático, por lo visto.

―Así es, su hermano menor Teddy, del mismo calibre tiene capacidad para una sola bala del calibre .338 ―observó su rifle, con cierto cariño y detenimiento—. Me lo dio mi madre, fue quien me enseñó a disparar. ¿Tú sabes disparar?

―Nunca he disparado una real.

―Ella siempre me decía que un arma no tenía nada de malo, siempre y cuando se supiera usar. Y no solo se refería a lo técnico.

Por la forma en que lo dijo, pude sacar conclusiones.

―¿Qué le pasó?

―Una enfermedad se la llevó hace dos años. No teníamos el dinero para pagarle el tratamiento ―se colgó el rifle a la espalda, algo seria―. Si ya has terminado, vayámonos. Hay faena en la granja.

―Sí, vamos. Las respuestas no están aquí.

Ni ahí, ni en ningún lugar porque simplemente no las había, no por ahora. Sin embargo el día no había sido tan improductivo como parecía, pues había conseguido, aunque parcialmente, la confianza de Layla, cosa que me resultaba casi tan difícil de conseguir como aquellas improbables respuestas. Cuando llegamos a la granja, ya el calor de la mañana golpeaba con fuerza. Aún así debía cumplir mi parte del trato, así que me presenté ante Ogo, que me consiguió un peto de cuero, un par de botas y una horquilla.

Cuando amarraba tras de mí las correas del peto, mientras me explicaba sobre lo que tenía que hacer, Ogo me tomó del brazo, preocupado. Yo me giré, mirándole.

―Chico, ¿qué tienes ahí?

Estaba tan acostumbrado a la constante molestia en el brazo izquierdo, que no me había dado cuenta de que aquellas numerosas y ya no tan diminutas lesiones se habían abierto y aumentado de tamaño, el suficiente para sangrar. El suelo se manchó con mi sangre y el dolor se agudizaba tanto que incluso comencé a sentirme algo mareado, pero nunca fui aprensivo con la sangre, así que deduje que formaba parte de la anomalía de mi brazo.

¿Cómo era posible qué hace unas horas las lesiones fueran diminutas, y ahora sin previo aviso aumentasen de tamaño?

Fui tan lejos a buscar pistas, respuestas o lo que fuese para tratar de combatir mi incertidumbre, pero tenía la siguiente pista tan cerca, que incluso la tuve ante mis ojos esa misma mañana y no la había visto.

―¡Layla, trae toallas y vendas, rápido!

Layla se asomó unos segundos, viendo como Ogo me tapaba el brazo con una camisa, la cual era ya casi incapaz de absorber más sangre. Ella salió corriendo y no tardó en venir con lo necesario para intentar detener esa misteriosa hemorragia. Ellos parecían bastante sorprendidos, incluso asustados, pero yo solo observaba sin más lo que, según una corazonada, sería el siguiente paso para volver a mi mundo, porque estaba seguro de que lo que le ocurría a mi brazo, tenía que ver con el incidente y ese sospechoso gato.

Ellos, se asustaron. Fríamente, yo me alegré.


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