La curiosidad mató al gato

By Eirenagreywolf

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Jacob es el mejor en su trabajo, y sus clientes lo saben y pagan por ello, pero todo cambia con su último enc... More

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Cuatro meses después

La curiosidad mató al gato 1

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By Eirenagreywolf

Sentía curiosidad.

Me moví con seguridad entre la gente hasta que encontré un hueco bien situado junto a la barra. Con un poco de esfuerzo conseguí hacerme oír sobre el volumen de la música y al poco tenía una copa bien cargada entre mis manos. Me bebí media de golpe, y con un gemido de satisfacción me volví en mi asiento hacia la sala, buscando entre los numerosos rostros, el humo y las variantes luces de colores. Tardé unos pocos minutos en localizarlo, al otro lado de la sala, y solo porque se había levantado de donde estaba con sus amigos para bailar.

Genuina curiosidad, una sensación que sentía por primera vez en años.

¿Pero quién podría culparme por ello? Me habían pagado mucho por este encargo, y cuando digo mucho es mucho. Demasiado, incluso para mí, acostumbrado a no mover un dedo por menos de 4 cifras. Mis clientes lo saben, y lo aceptan. Saben que soy bueno, el mejor, y la excelencia en el mundo en el que me muevo se paga. Son conocedores de que los resultados bien merecen la pena y, si consiguen tener el honor de reunirse conmigo, la mayoría paga hasta con gusto. Yo soy el que tiene la última palabra y negocio el precio según el caso, puesto que hace mucho que puedo permitirme elegir aceptar o no el encargo que se me presenta. Cuanto más complicado o enrevesado, más me gusta, por lo que si atraes mi atención soy todo tuyo.

Sí, se puede decir que disfruto de mi trabajo y que he hecho de él un arte.

Pero esta vez había sido diferente. Solo un nombre, una transferencia de mucha pasta y libertad para hacer el trabajo como desease, con una única condición: no atraer la atención sobre él. ¿Quién podría haber previsto que esta forma de hacer las cosas sería la que me hiciese aceptar el encargo? O puede que por ese motivo lo hiciesen, es bien sabido que me gusta "jugar".

Una búsqueda rápida de mi objetivo en Google me dio un poco más de información. Era muy joven, el objetivo más joven que había tenido hasta el momento, segundo hijo del dueño, ya fallecido, de una empresa de gestión y seguridad informática creada a mediados de los 80 por su hermano y él, Derek y Johan Wolfard.

Tras la muerte de su padre el control total de la compañía había pasado a manos de su tío, liderándola con una junta directiva de la que en esos momentos formaban parte su hermano y su prima. A él no parecía interesarle el negocio familiar. La herencia millonaria se repartió entre su tío, su hermano mayor y él cuando llegó a la mayoría de edad.

Apenas había fotos suyas en la red, y las que pude encontrar eran de lejos o desenfocadas, saliendo de locales de moda o subiéndose a coches de lujo o, por el contrario, un rostro entre cientos, serio, en reuniones y cenas benéficas. No pude evitar sonreír. Veinteañero, millonario y sin redes sociales. «Seguro que tienen buena gente en nómina para tapar escándalos».

Entre las instantáneas encontré una en blanco y negro que me llamó la atención. Era una foto antigua de la familia en el entierro de su padre y madrastra, fallecidos en un extraño incendio en su cabaña de veraneo. Observé con curiosidad la foto y me centré en el muchacho de rostro serio y mirada esquiva de la derecha. Era el de menor edad de los tres jóvenes que salían en la foto, dos chicos y una chica (su hermano y su prima posiblemente). Miré la fecha. La instantánea se había tomado hacía 6 años, por lo que debía de tener 15 o 16. Y aunque aún tenía los rasgos algo redondos que da la adolescencia y una postura desgarbada, ya se podían apreciar en él detalles de que iba a ser un chico guapo y atractivo.

Alcé la mirada sobre mi copa y ahí estaba él, el mismo chico en carne y hueso. Le observé mientras bailaba. Se contoneaba en medio de la pista con los ojos cerrados, ausente. Largos mechones de pelo de un color poco natural flotaban ante su rostro, rubios cenicientos con toques de colores cuyos pigmentos habían ido desapareciendo con los lavados y que se iluminaban bajo las luces negras. Los apartaba de vez en cuando, de forma distraída, cuando se le pegaban a la piel por el sudor o en los húmedos labios entreabiertos, con unos largos dedos llenos de anillos.

Sí, realmente atractivo.

Y estaba claro que era plenamente consciente de ello.

Di un trago más, sin apartar la vista de él, con la garganta seca de repente. Fuertes fogonazos de luz iluminaban su figura en movimiento, dando la sensación de estar contemplando una secuencia de fotogramas con sus cortes, como en aquellas primeras viejas películas en blanco y negro en las que un jinete y su caballo galopaban a saltos en una pista sin fin. Tenía un cuerpo no muy delgado pero tonificado y bien formado, el cuerpo de un hombre que claramente acaba de dejar atrás la adolescencia. Una camiseta blanca de rejilla que poco margen dejaba a la imaginación bailaba suelta sobre su cuerpo y bajo ella se podían intuir unas bonitas clavículas y una piel clara, apenas contrastando con la escasa prenda. Unos vaqueros negros y rotos se ajustaban a sus largas piernas, más agujero que tela y, finalmente, el punto de contraste en un look plenamente blanco y negro: unas viejas y desgastadas zapatillas rojas.

Sonreí inclinando un poco la cabeza, siguiendo la línea de su cuerpo, pasando por un tatuaje en su brazo izquierdo «¿un lobo?», la marcada nuez de Adán y su fino cuello, de vuelta a su rostro. Entonces me encontré con que había abierto los ojos. Y que me estaba mirando. Un escalofrío me recorrió de arriba a abajo. Su mirada era fría y calmada, enmarcada por el oscuro kohl, sin mostrar nada de lo que podría estar pensando en ese momento. Pero yo ya conocía ese tipo de mirada. Era la que le dedicaría a su presa un animal salvaje que está seguro de su superioridad.

Le sonreí sin apartar mis ojos de los suyos y eso pareció divertirle. En respuesta, un atisbo de sonrisa pareció forjarse en sus labios antes de volver su atención a un amigo que se acercaba a él con una cerveza.

Y el momento pasó.

Me volví hacia la barra, inclinándome sobre ella y pedí otra copa. Llevaba solo un par de tragos cuando detecté un intenso olor a flores. Junto a mí se había sentado una chica. Vestido negro caro y mucho maquillaje, pero con unos ojos como zafiros que destacaban en un pequeño rostro como piedras preciosas. Mientras intentaba llamar la atención del camarero se apartó unos frondosos rizos castaños dejando a la vista un largo pendiente de brillantes. Un movimiento claramente estudiado. La llamativa joya dirigía la vista de todos a un cuello largo y fino, y de ahí, a su abultado pecho. Llamé de nuevo la atención del camarero por ella mientras la dedicaba una de mis más radiantes sonrisas. Ella correspondió.

«Bien podría divertirme un poco esta noche» pensé acercándome a ella mientras mis ojos perseguían por el espejo de detrás de la barra una figura de blanco y negro que aparecía y desaparecía entre la gente.

*

Había llovido mientras estábamos dentro y la noche que me esperaba al salir era inesperadamente fría y húmeda. Me dirigí a la avenida principal, dejando atrás el oscuro callejón en el que se escondía la entrada del local, y paseé arriba y abajo por la calle intentando no perder calor corporal mientras pedía un coche con el móvil. Tras varios minutos hasta conseguir la confirmación de uno, normal en un sábado por la noche, volví sobre mis pasos hasta la puerta del pub. Mientras esperaba a mi fortuita acompañante encendí un cigarro, subiéndome el cuello del abrigo para protegerme del aire que empezaba a soplar y dejando mi mente vagar libremente. Mi vista quedó anclada en el reflejo de las luces de la ciudad en los charcos que quedaban como recuerdo de la última precipitación. Pronto se volverían negros y sucios, y se disolverían hasta desaparecer, un paralelismo retorcido de la vida misma.

-¿Tienes fuego?

Volví a la realidad de golpe.

Me giré con tranquilidad en dirección a la voz y, sujetando el cigarro entre mis labios, busqué el encendedor en los bolsillos del abrigo. Encendí el mechero, iluminando su rostro infantil un instante, sin mostrar ningún signo de reconocimiento por mi parte. El aire que había empezado a soplar hizo imposible prender su cigarro las primeras veces así que al final se pegó a mí, haciendo una barrera con su cazadora varias tallas grandes. Aproveché el momento para observar un poco más detenidamente su rostro de cerca a la luz de la llama. Nariz redonda y aniñada, labios rellenos y unas largas y oscuras pestañas. Ya no había rebeldes mechones de colores bailando al son del viento. Había conseguido mantener el pelo alejado de la cara (y del fuego del encendedor) poniéndose un usado gorro de lana. No pude evitar pensar en lo joven que debía de parecer sin tanto lápiz de ojos ni adornos. Cuando por fin consiguió dar una calada con éxito alzó la mirada y pude intuir bajo las espesas pestañas dos ojos verdes claros, de ese verde aguado que no llama la atención, como descolorido, del mismo tono que su pelo ya desteñido.

-Gracias -susurró tras unos segundos, retirándose y dedicándome media sonrisa.

Pero no se alejó mucho, únicamente un par de pasos y sin apartar su mirada de mí. Permanecimos así, en silencio, uno frente al otro, fumando tranquilamente. Los tubos de neón que enmarcaban la entrada del local iluminaban la mitad de su cuerpo de rojo mientras que la otra parte permanecía en la oscuridad. Sus ojos parecían dos cuentas de cristal, acrecentando la sensación de hallarme ante un ser imposible, un pequeño diablillo salido de los avernos. Como dentro del local, mantuve el pulso de su mirada, con la diferencia de que en ese momento era por la inexplicable creencia de que, si pestañeaba, aunque fuese un instante, podría desaparecer.

-Nunca te he visto por aquí -dijo al fin rompiendo el silencio (y mis extraños pensamientos) girando el rostro con curiosidad. Su voz era más ronca de lo que esperaba.

-Es la primera vez -contesté dando una última calada a mi cigarro y lanzándolo a un charco. Ambos miramos su trayectoria, hasta oír el chisporroteo antes de apagarse.

-¿Ocio o trabajo? -preguntó entonces llevándose su propio cigarro a los labios.

Debo reconocer que la pregunta me pilló desprevenido. No es la pregunta que le harías a alguien al que conoces por casualidad en un oscuro y maloliente callejón a las puertas de un local de mala muerte. No pude evitar reír.

-Ambos -contesté con sinceridad. Esa noche me sentía osado.

-Entiendo...

-¡No creo! -dije sin perder la sonrisa.

En ese instante la puerta del local se abrió y salió mi conquista de la noche. Coqueta se acercó a mí y se enganchó en mi brazo.

-¿Nos vamos?

Asentí dándola una de mis mejores sonrisas.

-El taxi nos espera al final de la calle -la dije emprendiendo el camino. Pero antes me volví hacia él-. Ya nos veremos.

Él solo asintió mientras soltaba una bocanada de humo.

Sin saber por qué, por un instante me vino la imagen de un gato furioso a la mente.

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