Lady Ámbar y el Marqués de Br...

By MaribelSOlle

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Retirada para su venta. Cuando la temporada social empieza, Lady Ámbar descubre que su vida había sido fácil... More

Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 7
REPARTO PRINCIPAL DE LOS PERSONAJES
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Lady Rubí y el Conde de Bristol
Capítulo 27
Capítulo final
Epílogo

Capítulo 6

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By MaribelSOlle

La diablura de las trillizas las llevó a intercambiar sus colgantes en forma de corazón antes de bajar del carruaje. Pensaron que si se colocaban correctamente los collares que correspondían a cada uno de sus nombres, se delatarían muy fácilmente entre los demás invitados y querían seguir jugando al «quién es quién» a modo de broma privada. Aunque para Ámbar esa broma fuera mucho más allá: despistar a Jean Colligan. No estaba invitado, pero de un crápula como él se esperaba cualquier cosa y cualquier precaución era poca. 

—¿Preparadas, hijas? —preguntó su madre, que había bajado antes que ellas.

—Sí, preparadísimas —Descendieron cogidas de la mano de su padre tan rápido como las normas del decoro lo permitían y quedaron asombradas frente a la gran mansión llena de luces, flores y elementos decorativos en la que pasarían la velada. 

 La fiesta de disfraces organizada por lady Catherine Raynolds estaba abarrotada de gente. No en vano Marcus Raynolds, Duque de Doncaster, era el hombre más rico de Inglaterra. Un magnate del oro con una fortuna que iba mucho más allá de lo que cualquier mente normal pudiera imaginar; tanto así, que era más rico que la propia Reina Victoria de Inglaterra. Para equilibrar, estaba su caprichosa y bellísima esposa: Catherine. Ella se encargaba de encontrar un maravilloso equilibrio en las arcas vulgarmente llenas de su esposo. 

—Esta vez ha tenido la dignidad de no alquilar un globo aerostático —murmuró Georgiana, observando la opulencia exacerbada del evento. Se cogió del brazo de su esposo y las Joyas se posicionaron tras ellos.

—¡Gigi! —Gritó lady Catherine Raynolds entre el gentío, desde la puerta principal donde estaba recibiendo a sus invitados, arriba de las escaleras. —¡Oh, Gigi! ¡Acércate!  —Hizo una seña con la mano, disfrazada de emperatriz romana. 

Georgiana, caracterizada de Elizabeth I, acudió al reclamo de su mejor amiga y se saludaron con mucho afecto. Thomas saludó a lord Marcus Raynolds y las Joyas hicieron las salutaciones de rigor hacia los anfitriones. 

—¡Qué niñas tan bonitas! ¡Qué escandalosamente bonitas! —Sonrió Catherine al observar la belleza de las trillizas. —Samuel está dentro, haciendo de las suyas —Indicó hacia el interior, haciendo mención de su hijo mayor. —Pasad a verlo —las invitó—, ya lo conocéis. Estará encantado de volver a veros; va disfrazado de George Washington de América. 

—¿Solas? No, las acompañaré —negó Thomas Peyton, subiendo la escalinata tras sus hijas. 

—¡Diablo! —Lo paró Karen por el hombro con un gesto casi masculino, rebelde. Asher, su esposo, la miró como si no tuviera remedio. Era imposible que Karen Cavendish pasara desapercibida, iba vestida de pantera. —Permite a mis sobrinas disfrutar de la velada, las tienes aterrorizadas. Confía en ellas, son tres pastelitos de nata y sé que serían incapaces de cometer cualquier acto deshonroso. Anne, ve con ellas —le dijo a su rubia hija, que lleva tan solo un antifaz negro por todo atuendo. 

—Sí, mamá. ¡Primas, esperad!

—¡Anne! —exclamaron de júbilo al verla, dándose la vuelta en mitad del recibidor en el que ya habían entrado, dejando atrás a sus progenitores. Ellas, al igual que la mayoría de las debutantes, llevaban antifaces y vestidos de fantasía, pero no disfraces temáticos como sus padres—. Íbamos en busca de Samuel... ¡Ya lo veo! —Señaló Ámbar a un joven alto de ojos violetas enmarcados por un antifaz de color dorado. 

—Miladis —respondió rápidamente el aludido de apenas diecinueve años con una resabida reverencia formal. Samuel no había tenido tiempo de despuntar como hombre, todavía era un zagal. Pero tenía todos los números para ser el siguiente donjúan de Londres por lo guapo y educado que era. 

—Oh, Samuel... ¡Qué alegría verte! Tu madre, como siempre, no ha reparado en detalles —alabó Perla sinceramente, contemplando las bandejas de oro repletas de manjares dispuestas por doquier, los manteles de seda verde, el millar de velas repartidas a lo largo y ancho de los salones... ¡Sin mencionar a los juglares y a los artistas que entretenían a sus espectadores con  números y acrobacias! 

—Dice mamá que, al menos este año lady Catherine no ha alquilado un globo volador —añadió Rubí con una risilla traviesa. 

—Oh, no, no ha alquilado ninguno. Pero no para evitar el despilfarro, sino para alquilar uno de los elefantes del circo que vino la semana pasada en la ciudad. Las dos cosas en el jardín hubieran resultado ordinarias, exageradas. Y para que mi madre opine que algo relacionado con el dinero es exagerado...  Créeme, lo es. 

—¡Amigas! —oyeron la voz de Allison de repente—. Estáis radiantes, os he reconocido por vuestro pelo y por vuestros vestidos: uno rosado, uno amarillo y uno blanco. ¿Los colores corresponden a vuestros nombres o seguís jugando al despiste? —preguntó la hija de lady Diana Manners. 

—No responderemos a esa pregunta —dijeron al unísono—. La persona que lo adivine al final de la noche, recibirá una compensación. 

—¿Una compensación? —preguntó Scarlett, uniéndose al grupo. 

—¿De qué vas disfrazada? —preguntó Anne, mirando a la hija de lady Margaret de arriba a abajo. 

—De viuda. 

Las jóvenes se miraron de reojo con incomodidad, como casi cada vez que Scarlett hablaba. Sin embargo, Samuel estalló en una risa sonora, divertida. —No encontrarás esposo si sigues así —añadió a su risa burlona. 

—¿Y quién te ha dicho que quiera encontrarlo, Sam? —replicó la pelinegra, que tenía el completo favor de sus padres para ser ella misma.

—Exacto, Sam. Lo que has dicho ha sonado muy tosco —lo corrigió Ámbar—. No somos objetos en un escaparate, somos seres humanos. Aunque a muchos hombres os cueste comprenderlo. 

—Está bien, está bien —Alzó las manos el muchacho, rindiéndose. 

La diversión estaba asegurada entre la pandilla y no tardó en llegar: juegos de mesa, charadas, comidas suntuosas, bailes, conversaciones animadas y un ir y venir de conocidos de lo más concurrido. Nobles de todos los rangos estaban pasándolo en grande con las actividades que lady Catherine Nowells ofrecía. 

—¿Bailamos? —le preguntó el barón Richmond a lady Ámbar después de pasar la noche indagando hasta llegar a ella. Había tenido que ir a buscar a Thomas Peyton para pedirle un baile con su hija, porque no había forma de encontrarla entre la multitud y mucho menos con su juego adivinatorio.  

—Por supuesto —concedió ella, alegre. Aunque no ansiara participar en la miríada de entretenimientos que ofrecía la temporada social, le gustaba divertirse de vez en cuando. Y en esa fiesta era imposible no hacerlo. 

—A ver si lo adivino... —inició el barón Richmond, achinando sus ojos marrones—. Eres Ámbar.

—No le sirve, barón. Sé que ha consultado con mi padre antes de pedirme la pieza —respondió ella con una sonrisa encantadora. Se había resaltado los labios con un poco de mejunje rojo sin que sus padres la vieran. Había sido Anne la culpable de ello, que había repartido el maquillaje en un escondite estratégico de la mansión y se habían empolvado lejos de las miradas recriminatorias de sus carabinas. ¿Y qué más daba? ¡Nadie sabía quién era quién! (A parte de los tutores) O, mejor dicho, ese día a nadie le importaba quiénes eran. ¿Acaso no era una fiesta de disfraces? 

Las estrictas normas de la sociedad inglesa, la imagen impoluta que debían mostrar a cada instante y la tensión que vivían los nobles con su reputación, habían pasado a un segundo plano. Dándoles cierta libertad para ser ellos mismos tras las máscaras, por paradójico que sonara. 

—El salón entero se ha enterado de vuestro juego y no hay quien no se arriesgue a decir un nombre en cuanto os ven —explicó el barón Richmond, haciéndola danzar en la pista. 

—¿Puedo saber por qué yo? 

—¿Por qué usted? —devolvió la pregunta el joven apuesto—. Oh, ya entiendo la pregunta. Supongo que no está acostumbrada a que la escojan entre sus hermanas, por ser iguales... Pero el nombre de Ámbar me sugiere mucho más que los de Perla y Rubí. 

—¿Sólo por el nombre? 

—Y porque he sabido que da clases en una escuela de Norfolk. Me transmite sencillez, lady Ámbar. Algo distinto en mitad de tantos patrones a seguir. 

Ámbar se vio obligada a admitir, para sus adentros, que la respuesta del barón Richmond le había gustado. El problema era que si él la veía a ella como algo extraordinario, ella lo veía a él como algo común. No había nada en ese joven caballero que la hiciera vibrar, estremecerse o querer arder en llamas. 

«¿Desde cuándo quería arder en llamas? —detuvo sus propios pensamientos, no queriendo llegar al mismo punto en el que terminaba últimamente: Jean Colligan».

—Por aquí —susurró lady Meredith Brown a los dos hombres que, junto a su hermana florero, estaba colando en la fiesta privada de lady Catherine Raynolds. 

Los hermanos Colligan habían convencido a las hermanas Brown para que los colaran al evento. No habían sido invitados porque los Raynolds, al igual que otros muchos respetables nobles de Londres, no querían jugarse la reputación de sus hogares con parias de la sociedad. Porque eso eran ellos, unos parias que se habían ganado a pulso ser relegados de los eventos más honorables. Y no era que a ellos les importara; es más, hubo un tiempo en el que agradecieron no tener que rechazar ese tipo de invitaciones. Ellos asiduos de clubs y eventos menos pueriles. Aquello de los disfraces y las madres organizando banquetes era para las debutantes. 

Pero debutantes era lo que venían buscando para contentar a su padre así que, renunciando a sus viejas costumbres, se adentraron en la mansión Raynolds como dos tigres en una manada de gacelas. Lo hicieron por una de las puertas del servicio, acompañando a las Brown simulando haber estado allí desde el principio de la celebración. Una vez en el salón, obsequiaron a las damas con una pieza de baile como agradecimiento. Esa última parte del plan, Brian no la llevó también, no toleraba a Christine. No solo por ser fea, sino por ser completamente tediosa. Bailó con ella a desgana y desapareció en cuanto pudo, dejándola sola.

—¿Lo ha oído? —preguntó Meredith a su pareja de baile, Jean—. Las Joyitas de Norfolk vuelven a hacer de las suyas. Quien adivine quién es quién tendrá una recompensa. 

—¿Una recompensa? 

¡Por Dios Santísimo! Había evitado pensar en la «seductora nata» durante todo el día. Esa mujer representaba su mayor debilidad, la necesidad de conquistar a algo distinto, único. Y no quería sucumbir a esa necesidad por el bien común. Y con todo, allí estaba él: preguntando para saber más, entrando en un juego de niños en el que debería sentirse ridículo. Estaba allí para iniciar un cortejo con Meredith, la rubia de ojos azules que quedaría perfecta como marquesa. No para adivinanzas con recompensas ni niñas caprichosas.

—Sí, no se sabe qué es. Lo que no entiendo es como los condes de Norfolk permiten que sus hijas bromeen con sus nombres. Deberían reprenderlas por tan pésima actitud... ¡Y tirarse al lago de Serpentine! Estoy convencida de que el conde castigó a lady Ámbar por su impulsividad y poca vergüenza —criticó sin ningún reparo y sin saber que, lejos de dar una mala imagen de las joyas a Jean, este estaba más interesado a cada palabra que salía por su boca.

«¡Así que lady Ámbar! ¡La joya de la mirada especial se llamaba Ámbar! Tenía sentido: el ámbar era misterioso, como ella —consideró y se sintió ligeramente orgulloso de haber avanzado».

Si encontraba una mancha en su hombro derecho en forma de corazón, sabría que era ella,  Ámbar. Lo que no sabía era como adivinar el nombre de las otras dos. Fuera como fuera, no haría daño alguno por participar en el juego de las muchachas. Iba a descubrir quién era quién y se ganaría esa recompensa secreta a expensas de descubrir su presencia allí.  

—Brian, salgo un momento. Necesito aire —dijo Jean, girándose en dirección a Christine Brown. Pero lo único que encontró es a la florero sola y decepcionada en un rincón, a punto de llorar. Brian la había abandonado después del baile de agradecimiento y la solterona estaba visiblemente ofendida. 

—No está —mencionó lo obvio Christine. Meredith se acercó a ella y colocó las manos en los hombros de su hermana mayor para consolarla.

—Iré a buscarlo, si me disculpáis —reverenció Jean y se alejó a toda prisa, antes de que tuviera que oír una larga retahíla de lamentos y insultos hacia su archiconocido hermano, el bandido por excelencia . A decir verdad, a él también le disgustaba la compañía de esas mujeres. Pero Brian se había extralimitado en su descortesía. Lo buscaría y le obligaría a pedir perdón, lo último que deseaba era tener que iniciar un nuevo cortejo con otra insulsa. No quería perder el tiempo en algo que hacía por obligación. 

Se abrió paso entre el gentío, llevaba un antifaz de color negro, y sus ojos azules resaltaban como dos luceros. Al llegar al jardín, donde se había propuesto ir en una primera instancia y donde imaginaba que podía estar Brian, tomando el aire, vio a una de las joyas acariciando a un elefante. ¿Un elefante? ¡Los Raynolds eran extravagantes! Sabía que era una de ellas porque llevaba un hermoso vestido de fantasía de color rosado con un enorme rubí encastado en medio del escote de barco. Por el atuendo diría que era Rubí, pero su antifaz era amarillo y su colgante... Su colgante era una perla. 

—Lady... 

—No caeré en la trampa —le contestó rápidamente la trilliza, clavando sus ojos grises sobre él. Eran unos ojos ávidos de aventuras, pero muy  bondadosos. Demasiado. Nada que ver con la mirada que lo tenía obsesionado. No era ella, no era la suya. Entonces, ¿quién? Era igual de hermosa que las otras dos, llevaba el pelo recogido en un moño bajo que se le había desecho. Seguramente por bailar sin parar, con mucho ánimo. Su piel era rosada, se percató. No era tan pálida como la de Ámbar. 

—Magnífico animal, ¿no cree? —preguntó él, acariciándole al trompa al elefante. 

El jardín era grande, pero no tanto como el del Palacio de Buckingham. Había diferentes grupos de personas esparcidos en él, pero lejos del animal. Como si les diera miedo. La única persona que estaba cerca, a parte de la joven, era el hombre que se encargaba de cuidar al elefante. 

—Dicen que más tarde se nos permitirá subirnos a él. Este señor tan amable preparará una especie de sillín para ese fin —parloteó la muchacha—. ¿No es fantástico? Había leído algo parecido en una novela ambientada en India. 

—Suena interesante, sin duda...

—Hermana, ¿qué haces aquí sola? —se unió otra de las trillizas, llamando la atención del depredador de mujeres, estudiándola. ¿Y si le bajara el vestido por la manga y viera si es Ámbar? No, no era factible. Gritaría, la espantaría y sería expulsado de la mansión con peor reputación de la que ya tenía—. Lord Colligan —nombró la recién llegada—. No, no me mire así. Un antifaz no cubre a un hombre de su tamaño —expuso, seca. Como si estuviera enfadada—. Pensé que no estaba invitado —ultimó, por si quedaba alguna duda de la profunda aversión que sentía hacía él.  Idéntica a su hermana, miró a ambas durante un largo rato. Una era más rosada y la otra terriblemente pálida. 

Si la intuición no le fallaba, diría que empezaba a descubrir a las Joyas de Norfolk y sus secretos y que, muy pronto, sus juegos adivinatorios se habrían terminado con él. Faltaba una en el jardín, la suya. Sonaba extraño llamarla mentalmente «suya», pero así la sentía en el fondo de su alma pendenciera. 

¡Seguidme si no lo hacéis! Y dejad vuestra estrellita!!!!! 

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