Oculto en Saturno

By BlendPekoe

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La vida de Ezequiel se vuelve perfecta desde el momento en que conoce a Matías, los sueños y todos los imposi... More

Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Epílogo

Capítulo 1

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By BlendPekoe

Ese era un día hermoso, con el sol brillando a lo alto y nubes pasando a su alrededor adornando el cielo, de esos en los que parece que la tristeza y la tragedia no existen. Días donde el mundo se vuelve más alegre, muestra más energía, vibra de entusiasmo por la vida, y hace de cuenta que nadie sufre. En ese día, en ese mundo, me sentaba en el suelo rodeado de mucho verde compuesto por pasto y algunos árboles. No estaban muy cuidados, apenas lo suficiente, a los árboles ya les pesaban las ramas y el césped tenía lugares donde el paso de la gente lo desgastaba dejando ver la tierra. Los enormes tachos de basura rebasaban con plantas secas que nadie se apuraba en quitar porque las visitas eran pocas como para que se molestaran. No había nada más criticable que eso, bastante bien para ser un cementerio municipal. Miré la tumba a mi derecha a la cual era evidente que nadie visitaba, tenía unas macetas descoloridas con rosas que no soportaron el descuido, que seguían en el mismo lugar que la última vez y todas las veces anteriores. La de la izquierda era una incógnita, no tenía placa, no tenía cruz, no tenía nada, sin nombre, siempre me preguntaba si habría alguien allí. Cuando me sentaba en ese lugar miraba de reojo las tumbas vecinas con pena y luego trataba de ignorarlas, porque eran la imagen del desinterés y el abandono. La que yo visitaba se mantenía impecable, en gran parte por su sencillo diseño que constaba de una placa, con un nombre y fechas, nada más. En su momento, estuve tan alterado por la situación que me negué a cualquier diseño trabajado, adornos, o frases, odié tener que encargar esa placa. En comparación a la mayoría y la moda general de las tumbas esa se veía austera, como si su ocupante no hubiera sido querido, como si su placa se hubiera elegido de mala gana. Lo único cierto era lo último. Porque Matías fue una persona amada, por su familia, sus amigos y por mí.

Siempre que lo visitaba me sentaba frente a su tumba a reflexionar, a recordar, a entender, a lamentarme. No le podía llevar flores como hacían las personas con sus seres queridos, toda su vida trabajó en el vivero de su familia, cuidando y preparando plantas por lo que las flores arrancadas no le agradaban. Así que me sentaba con las manos vacías, a expresar lo que sentía con mi presencia. Ese día era uno de lamentación, ya que se cumplían dos años desde el accidente, al cual se le sumaba la tristeza de que en dos semanas sería su cumpleaños. Matías murió en un accidente de tránsito, un choque fuerte pero no diferente a los que cada tanto se mencionan en los noticieros, un hecho ordinario con resultados nefastos. El conductor que causó el accidente sufrió la misma consecuencia, algo que aún no podía decidir si valía o no como justicia, porque su muerte me quitaba a quien odiar y culpar.

No quería recordar todo eso pero no podía evitarlo. La última vez que hablé con Matías fue esa mañana, de cosas triviales, de una pintura que debíamos comprar para pintar la reja de la casa. Desayunando un poco a las apuradas con una despedida rápida compuesta por un pequeño beso en mi mejilla. Apenas lo miré cuando salió. Y me volvía loco recordar esa mañana, tan corriente e insignificante, me llenaba de una gran amargura, con ganas de llorar hasta desaparecer. Sentí que los ojos me ardían. "No es justo" repetía en mi cabeza. Habían sido nueve años juntos, seguros, confiados, de que eso nunca cambiaría.

Acaricié mi sortija, la cual en su lado interno llevaba grabada la fecha en que nos conocimos, porque en lugar de poner la fecha de nuestro casamiento a él se le ocurrió que era más romántico así.

—Tengo tantas ganas de hablar contigo —murmuré.

Sentí un nudo en la garganta y me concentré en respirar para aliviarlo. En mi bolsillo mi celular vibraba de forma intermitente a causa de mensajes que ignoraba, sabía que eran de mi trabajo, no recibía mensajes por otro motivo.

—Prometo que voy a hacer revisar el árbol de durazno —dije algo avergonzado.

Me daban culpa, cada vez que visitaba su tumba, las cosas que estaban mal, como todas las plantas que se secaron por mi depresión y las que iban hacia el mismo camino, mi alejamiento de su familia, mi propia dejadez y las cosas que ni siquiera me atrevía a pensar sentado allí.

Mi celular siguió vibrando por otro rato.

—Me gustaría renunciar —confesé mirando la placa—. No vale la pena tanto esfuerzo si al final del día...

Regresaba a nuestra casa vacía; él no me esperaba. Mi vida era una repetición de días llenos de soledad desde su muerte.

Estuve un rato largo allí sentado, no quería irme, no quería regresar al mundo donde tenía pretender una normalidad que no existía. Pensé en irme a casa pero conocía esa sensación y era la tentación de quedarme encerrado lamentando la ausencia de Matías, aislarme de todo y todos. Y tenía que tener cuidado con eso porque era muy difícil el retorno si lo hacía.

—¿Si muero estaríamos juntos?

Sin importar cuánto hablara o qué preguntara, ninguna respuesta llegaba.

—Tengo que irme.

Aunque estaba al aire libre comenzaba a sentir que me ahogaba. Me levanté y me fui despacio, luchando contra las ganas de ir a casa. Caminé resignado quince manzanas hasta mi trabajo. Sabía que no podría disimular mi mala cara, que me mirarían y yo no daría ninguna explicación; tendría que dedicarme a evitar a todas las personas para soportar el día.

Estaba a cargo de un centro cultural público que era parte de la biblioteca. No era técnicamente un jefe, solo un encargado a quien llamaban jefe. Por lo que podía sentarme a trabajar y pedir que nadie me molestara. Estaban acostumbrados a verme de pésimo humor, había días peores y días mejores, y nadie decía nada. Además del centro cultural, también funcionaba una cafetería bajo mi administración, un proyecto que tardaron años en aprobar pero que no me entusiasmaba como cuando lo propuse, se me había convertido en una carga. Los pocos empleados que pertenecían a la cafetería me conocieron serio y apenas amistoso, por ese motivo cuando entré por la puerta principal de la biblioteca, una de las chicas que tenía la costumbre de ofrecerme café, se dio media vuelta y se fue sin preguntar nada. Se daba cuenta que tenía uno de esos días donde no toleraba ni mi propia sombra. Aunque parecía que sería fácil ignorarlos y aislarme en mi oficina, mi plan se complicó con la visita que ocupaba una silla frente a mi escritorio.

—Te estaba esperando —anunció Vicente con un café en la mano, luego miró su reloj—. Hace un buen rato que te estoy esperando.

Me senté en mi escritorio respirando profundamente para sonar impaciente y molesto, tal como me sentía, para que entendiera que no quería hablar.

—Podrías haberme contestado un mensaje al menos —me reclamó.

No respondí, lo miré demostrando un fuerte rechazo a su presencia.

—Tienes cara de no haber dormido —señaló indiferente.

—¿Estás aquí para algo o no tienes nada que hacer?

Tomó de su café con expresión de comprensión, comprendiendo que estaba de muy mal humor. Vicente era concejal municipal y le gustaba velar por el centro cultural, pero nos conocíamos el tiempo suficiente para no tener que tratarlo como un funcionario público.

—Claro que vine por algo, soy una persona ocupada.

Pero no actuaba como si así lo fuera porque volvió a tomar su café antes de seguir.

—¿Te acuerdas de la propuesta de la cafetería?

En lugar de continuar se quedó esperando que yo empezara a participar de la conversación que quería crear. Tenía ganas de echarlo pero lo más rápido era que dijera lo que tenía para decir.

—Es obvio que sí, yo lo hice —respondí de mala gana.

No hizo caso de mi actitud y sonrió.

—¿Te acuerdas que en un punto hablabas de un piano para fomentar el interés musical y un montón de cosas más?

Eso no se lo respondí. El piano no entró en el presupuesto, entre tantas otras cosas.

—Bueno —continuó—, te conseguí un piano.

—¿Qué?

—Es una donación —aclaró.

Así se manejaban ellos, con donaciones inesperadas de gente que necesitaba favores.

—El sábado lo traen.

Me quedé sorprendido y no de buena forma.

—Y el sábado a la tarde vamos a venir un par de concejales y el intendente para la foto.

—¡¿Qué?!

Asintió. Era un margen de dos días.

—El sobrino o el ahijado del intendente toca el piano, así que va a venir a tocar. —Se puso a buscar algo en su celular—. Va a ser mejor que haya bastante comida en la cafetería. —Levantó el celular y me mostró la foto de un niño.

—¡¿Por qué siempre hacen eso?! —repliqué levantando la voz—. Organizan sin preguntar nada.

Guardó el celular y siguió con su café.

—Las cosas son así y punto. Deberías ponerte contento por el piano, lo querían llevar a una escuela y me tuve que pelear por eso. Porque sé cuánto lo querías.

Volví a respirar, mi humor empeoraba. Quería gritarle y tirarle con algo.

—¿Es nuevo?

Vicente se me quedó mirando.

—Supongo que sí.

—¿Y qué tipo de piano es?

—¿Tipo? Es un piano.

—¿A qué hora lo traen?

—Al mediodía.

—¿A qué hora vienen para la foto?

—A las tres. Te voy a mandar un correo con la gente que va a venir. Ya basta de preguntas.

—Te pregunto —empecé a levantar la voz de nuevo— porque de seguro hay que afinar ese piano, ¿o quieres que se escuche horrible y pasar vergüenza?

—Mejor te paso el contacto de la persona que lo dona.

Me recosté en la silla, su solución no era una solución.

—Pensé que ibas a ponerte contento —protestó.

Guardé silencio, el problema no era la organización de ellos, era mi vida y lo inoportuno de la llegada del piano. No tenía ánimos para ocuparme de eso.

—Yo sé bien que fecha es hoy —comentó Vicente.

Lo miré con enojo.

—Entonces vete.

Se levantó sin apuro para ponerse su saco.

—De verdad espero que ese piano te dé algo con que ocupar tu cabeza.

Salió sin agregar nada, pude escucharlo despedirse de alguien y agradecer el café que le habían servido.

Me apoyé en mi escritorio tratando de pensar, parecía un mal chiste. Mi idea de poner un piano en la cafetería, bastante pretenciosa de mi parte, tenía como objetivo crear un espacio abierto para personas con deseos de expresarse cuando no encontraban otro lugar, así como para quienes buscaran algo diferente a lo que obtenían en los medios repetitivos. Porque seguíamos ocupando un lugar que era de la biblioteca y como tal debía poder brindar algo de valor para las personas de manera accesible. Pero yo mismo perdí ese interés por la música y su alcance cuando Matías falleció.

Ese piano, que pedí años atrás, justo aparecía cuando intentaba decidir si lo mejor era renunciar a ese trabajo. No tenía la energía necesaria pero si no me ocupaba terminaría de adorno, juntando polvo y desaprovechado. Vicente lo había hecho a propósito.

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