Casi Angeles- La Isla de Euda...

By NataliSaravia

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Una noche de febrero de 1854 tres puntos luminosos dibujan en el cielo un triángulo per fecto: tres relojes i... More

Prólogo

Capitulo 01

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By NataliSaravia


La mansión Inchausti.

Cuando Bartolomé Bedoya Agüero se enteró de que su tía Amalita había echado escandalosamente a su primo Carlos María de la mansión Inchausti, sintió que ésa era la solución para todos sus males.

Todos sus males, en realidad, eran uno solo: la ruina en la que había caído tras dilapidar la fortuna familiar. A su padre le había llevado toda una vida duplicar la riqueza de los Bedoya Agüero. A Bartolomé, en cambio, le llevó apenas unos pocos años acabar con ella.

A pesar de su juventud, ya era un aristócrata en bancarrota, por eso la noticia de la ruptura de su tía con su primo era una buena chance de recuperar la fortuna perdida.

Era el día 10 de enero de 1986, y estaba sofocado por el calor que se había acumulado en el pequeño departamento de dos ambientes en el que había recalado con Malvina, su hermana menor, cuando se enteró de la noticia.

Lo que había ocurrido era un escándalo: la severa Amalia Inchausti había descubierto que su hijo tenía un romance con Alba, la mucama, y, producto de ese amor, ella había quedado embarazada. En apariencia, no se trataba de un simple amorío; el joven Carlos María afirmaba estar enamorado de la mucama, y ante eso, la anciana expulsó a ambos de inmediato de la mansión familiar y cortó todo lazo con su único hijo. Siendo viuda, se había quedado completamente sola.

Ante ese panorama, Bartolomé se acercó de inmediato a su solitaria tía, con la intención de ganarse su favor. Se vistió con su mejor traje, beige claro, se batió suavemente los copiosos rulos de su cabellera, y se colocó su sombrero preferido, al tono. Se puso unas gotas de perfume, imitación de uno muy costoso, y gastó un dinero imprudente en las masas preferidas de su tía.

Así la visitó, luego de varios años sin verse, le expresó sus más sinceras condolencias por lo que había ocurrido, y se mostró en un todo de acuerdo con la decisión de limpiar la vergüenza familiar perpetrada por el díscolo de Carlos María.

Volvió a visitarla el sábado siguiente, y el siguiente, y el siguiente. Y pronto la visita de los sábados se transformó en una costumbre: tomaban el té con masas y hablaban de la desfachatez del primo en persistir en darle un apellido tan ilustre a una simple mucama.

Amalia no quería ni oír hablar de su hijo, ni de la mucama, por supuesto, ni del nieto que le darían. —Soy una pobre viuda sin hijos —sentenció con frialdad la amarga anciana.

Sin hijos no, tiíta... Yo la quiero como a una madre. ¡Quiérame como a un hijo! —suplicaba Bartolomé, pensando en los millones que podría heredar de ella. Al poco tiempo empezó a visitarla dos o tres veces por semana. Se convirtió en su confesor. Más tarde comenzó a ocuparse de sus asuntos y finalmente consiguió llevarle las cuentas.

Fue ahí, al inmiscuir sus narices en los libros contables, cuando su ambición descomunal encontró una medida tan inmensa como la fortuna de Amalia Inchausti.

En sus visitas cada vez más frecuentes, Bartolomé comenzó a advertir que el ama de llaves, la severa Justina, quien vestía siempre de negro y llevaba el pelo recogido en un turbante, lo miraba de manera sugestiva. Sus grandes ojos negros expresaban algo inequívoco: amor.

Bartolomé se aprovechó de eso, y generándole expectativas que nunca respondería, se ganó su favor. Era bueno tener de su lado a la persona de mayor confianza de la anciana.

Unos meses más tarde, el 21 de septiembre de 1986, Amalia recibió un escueto telegrama de su hijo, en el que le comunicaba que ese día había nacido Ángeles Inchausti, su nieta. Bartolomé temió que ante esa noticia la vieja se ablandara y recompusiera los lazos familiares, pero lejos de conmoverse, Amalia se enfureció aún más, indignada con la idea de que esa bastarda llevara su ilustre apellido. Y nuevamente se negó a ver a su hijo y, sobre todo, a su nieta recién nacida.

Poco a poco, Bartolomé fue ocupando el lugar del desterrado, y logrando que su tía lo quisiera como a un hijo. Albergaba la esperanza de que, llegado el momento, pudiera heredarla. Un día abandonó el caluroso dos ambientes en el que vivía con su hermana y ambos se mudaron a la mansión, en la que ya casi ni se hablaba del primo, ni de la mucama, ni de la nieta. Era como si nunca hubieran existido.

Cinco años después de la expulsión de Carlos María, Bartolomé era ya el señorito de la casa. Justina fantaseaba en secreto con él y lo que harían juntos con esos millones, pero una noticia intempestiva barrió sus fantasías de un plumazo.

Me caso, che —dijo con simpleza Bartolome, como si hubiera hecho un comentario sobre el clima.

¿Perrrrdón? —exclamó Justina, quien remarcaba mucho las erres, abriendo sus enormes ojos negros.

Sí, me caso —repitió Bartolome sin dar más detalles. Y lo concretó con una celeridad tal que hizo sospechar a Justina de las verdaderas razones de tan apresurada decisión.

Sus temores se confirmaron siete meses más tarde, cuando Ornella dio a luz a su bebé, al que llamaron Thiago.

Era el 24 de agosto de 1991. —Tiene el lunarrr de los Inchausti —afirmó Justina al ver al pequeño bebé que, en efecto, tenía un diminuto lunar en una mejilla. Bartolome era Inchausti por parte de la madre.

El casamiento de Bartolome, y el posterior nacimiento de su hijo, amargaron muchísimo a Justina, cuya obsesión por su señor se acrecentaba hora tras hora. Sin embargo se mantenía fiel a él y a sus planes, y accedió a interceder ante la vieja Amalia, que si bien estaba postrada en una cama desde mucho tiempo atrás, seguía con el control absoluto de todo lo que ocurría en la casa.

Justina le aseguró que esa tal Ornella era una chica de muy buena familia, y la tía Amalia estuvo finalmente de acuerdo con la idea de que vivieran en su mansión. Pero a pesar de lo que aparentaba ser, desde el día en que llegó hasta el día en que se fue, Ornella tuvo en Justina a una acérrima enemiga.

La vida transcurrió sin novedades durante un tiempo. El pequeño Thiago crecía feliz en la mansión, en tanto que el amor de Justina por Bartolomé aumentaba su infelicidad, proporcionalmente a la impaciencia de su señor.

¡No se muere más esta vieja! —refunfuñaba Bartolomé.

Y sí. Tiene una salud de hierrrrro la desgraciada. Puede llevar años...

¿Qué me estás sugiriendo, Justin? —preguntó Bartolomé con ganas de que Justina sugiriera eso que él no se animaba a hacer.

—No sugiero nada, mi señorrr. Digo que la madre de la vieja, la finada Rosa María, murió a los 102 arios... Son de carretel largo.

—¡Se me va la vida esperando! —se quejó Bartolomé. Y su descontento se repetiría hasta el hartazgo.

Pero no tuvo que esperar demasiado. Un día de julio de 1996 la tragedia golpeó una vez más a la familia Inchausti: su primo Carlos María falleció en un accidente de tránsito. La noticia devastó a la anciana Amalia. Fiel a su estilo, no podía amar bien a los suyos mientras estuvieran vivos, sólo los amaba cuando morían. Y la trágica e inesperada muerte de su hijo la quebró hasta la enfermedad.

Bartolomé estaba casi en la gloria: muerto su primo, ya casi no había obstáculos entre él y la fortuna de su tía, sólo restaba esperar a que la vieja estirara la pata. Sin embargo, ocurrió algo fuera de todo cálculo: su tía, desolada y enferma, comprendió tarde la importancia de la familia, y le pidió a Bartolomé que encontrara a su nuera y a su nieta.

Al no haberse casado nunca con su hijo, quedaban excluidas de la herencia, y Amalia quería reparar esa injusticia antes de morir.

Claro que Bartolomé le prometió encontrarlas, y con gran desazón le informaba cada día que todas las búsquedas eran infructuosas. —¡Como si se las hubiera tragado la tierra, che!—exclamaba Bartolomé, con su mejor cara de circunstancia.

¡Ni rrrastros! Más difíciles de encontrar que sepulturero en la nurrrsery —acotaba Justina, amante de las metáforas mortuorias.

Amalia Inchausti les suplicaba que redoblaran sus esfuerzos. Les facilitaba todo el dinero que necesitaran para encontrarlas, dinero que por supuesto era gastado en perfumes originales y vinos espumantes con los que Bartolome brindaba por la cercana fortuna.

Mientras tanto, la culpa y la tristeza agravaron la enfermedad de la anciana. Era sólo cuestión de días. —Todo marcha a pedir de boca, Justin. Acabo de hablar con el médico personal de la vieja, dijo que le quedan apenas horas... Hoy, a más tardar mañana, la vieja espicha. ¡Y los millones son nuestros!.

Los días pasaban sin novedades, hasta que una noche fría y tormentosa de agosto, algo sacó de cauce la rutina de la mansión. Justina amaba las tormentas, pero Bartolome las temía. Sin embargo, esa noche pensó que una buena tormenta era el marco ideal para que la vieja estirara la pata.

Estaban en la cocina, planeando lo que harían con los millones, cuando alguien hizo sonar la aldaba. En ese preciso instante la lluvia se volvió más intensa. Cuando Justina abrió la puerta, se topó con una nena de diez años, que lloraba. Era Ángeles Inchausti. Y más atrás estaba su madre, Alba, la mucama, la viuda de Carlos María.

La mujer estaba embarazada, a punto de dar a luz. Con sus últimas fuerzas pidió ayuda, y se desmayó.

Mucho pesaría en la conciencia de Justina todo lo que ocurrió aquella noche en que la muerte sobrevoló la mansión Inchausti, oculta bajo varias máscaras. Aquella noche infausta hubo una muerte deseada, una muerte evitable, una falsa muerte y una muerte segura.

Justina tenía algunos escrúpulos y ofreció cierta resistencia, pero todo fue decisión de Bartolomé, quien era su señor, su amor, su debilidad.

¡Diez años! —exclamó él entre susurros, en un pasillo de la planta alta, junto a la habitación de huéspedes en la que habían depositado a Alba—. ¡Diez años estuve cuidando a esta vieja maldita, para que ahora venga una camuca arribista, con una hija bastarda y otro por nacer a quedarse con mi fortuna! ¡Con nuestra fortuna, Justin!.

Pero, señor... —intentó contradecirlo Justina—. Es una vida. Dos vidas. ¡Tres vidas, mi amor, digo, mi señor!

¿Y desde cuándo te importa tanto la vida a vos, chitrula? —refutó Bartolomé.

Llamemos a un médico, señor —suplicó Justina—. ¡Va a parir de un momento a otro!

Bartolomé comprendió que tendría que apelar a la seducción para convertirla en su cómplice. Entonces se colocó por detrás de ella, y le susurró al oído. —No vamos a dejar que nadie se quede con nuestros millones, Justin. Pensá en la panzada de placeres exóticos que nos vamos a dar juntos... ¡Estoy en mis treinta, che! ¡Ya me merezco una vida de lujos!.

Pero, señor, ¿vamos a cometer un asesinato?

¿Quién habló de asesinato, Justin? Nada de eso... Mirá; la madre, pobrecita, llegó muy enferma. Murió al dar a luz. Y el bebito o bebita, pobre alma, también espichó en el parto...

¿Y la otra? —objetó Justina—. ¿Cómo pasa a mejor vida? Usted... ¿tiene el estómago como para hacerlo?

No tenemos que hacerlo nosotros. Lo hará la noche, el invierno, la tormenta y el bosque.

Y el plan resultó. Casi en su totalidad. Alba murió en el parto. Pero el bebé, que fue una niña, sobrevivió. Bartolomé decidió entonces que también sería víctima de la noche, el invierno, la tormenta y el bosque.

Y allí fueron, al bosque, con la pequeña Ángeles y la beba recién nacida. A Ángeles la abandonaron en lo más espeso de la arboleda.

La idea inicial era dejar a la beba en el otro extremo. Alejadas ambas de la suerte y de la gracia de Dios. Pero Justina manifestó que ella misma se encargaría de la recién nacida, y Bartolomé se lo agradeció; le desagradaban esos menesteres.

En el instante en que Bartolomé comunicaba, apesadumbrado, la trágica noticia de la muerte de Alba y su hijita y de la vieja Inchausti, Justina salvaba de la muerte a la beba. Compadecida, la escondió en un recóndito sótano de la mansión. E irónicamente le puso el nombre de Luz a quien ocultó en las sombras, para rescatarla de la oscuridad de la muerte.

Sumergida en la culpa y la tristeza más profunda, Inchausti murió esa misma noche en que recibió la noticia. Y Bartolomé presenció, ¡al fin!, la muerte de su tía. Una muerte tan deseada.

Alba Castillo fue condenada a morir, ignominiosamente, por Justina y Bartolomé. Una muerte evitable. Luz Inchausti murió sin morir. Sobrevivió en secreto, protegida por Justina, pero alejada de la realidad. Una falsa muerte. Y Ángeles Inchausti fue abandonada para que muriera en medio de la noche, el invierno, la tormenta y el bosque. Desamparada por completo y sentenciada a una muerte segura.

Unas horas antes de ser abandonada en brazos de la noche, el invierno, la tormenta y el bosque, cuando aún su madre estaba viva, Ángeles recibió un regalo. Mientras Alba agonizaba en una cama extraña, el hombre de ropa ridícula y la mujer vestida de negro cuchicheaban en una habitación. Ángeles aguardaba sentada en el piso del pasillo. Intentaba no llorar, porque sabía que cuando sus enormes ojos celestes derramaban lágrimas, el mundo entero lloraba con ella.

Cada vez que Ángeles lloraba, llovía. Por eso hizo todo lo posible por no llorar, porque esa noche ya era lo suficientemente triste. Sin embargo, tenía muchas ganas de desahogarse. De llorar la muerte de su padre, la enfermedad de su madre, la pobreza y el desamparo en el que vivían.

Ángeles luchaba para controlar su angustia y sentimiento de orfandad, hasta que el cansancio la venció. Pero como el lugar le resultaba inhóspito, no llegó a dormirse del todo, y a los pocos minutos la despertó un olor dulce y penetrante. Creyó estar en la cocina de su casa, donde su madre cocinaba la torta de limón que tanto le gustaba. Pero no, aún permanecía en ese pasillo oscuro y aterrador, por el que al rato, sin embargo, vio acercarse a un anciano.

Su sonrisa le dio tranquilidad, parecía un buen hombre. Además su cuerpo desprendía algo así como lucecitas blancas, brillantes, hermosas.

El anciano sonreía. Y la llamó por su nombre. —Ángeles... Es muy importante que recuerdes siempre quién sos. Esto te ayudará a recordarlo —le dijo mientras le entregaba una pulsera de cuentas de plástico, con una medallita con un símbolo extraño—. Cuídala mucho, por favor.

Ella se lo prometió y el anciano se fue de la misma manera que había llegado, en secreto.

Ángeles no lo sabía ¿Cómo podría saberlo?, pero ese anciano que le había regalado una pulsera era Urbino Inchausti, era su abuelo, quien había desaparecido misteriosamente, mucho antes de que ella naciera.

Bartolomé estaba exultante. Había muerto su tía Amalita, habían desaparecido todos los herederos, y el heredero universal, en consecuencia, era él. Él y su hermana, es decir, él. Tenía una felicidad que lo tenía llorando todo el día. Estaba hasta más bueno, más tierno con su hermana, con su hijito, con su mujer. Justina observaba con un amargo resentimiento esa ternura. Lo único que alumbraba un poco su alma sombría era esa frágil beba que había salvado de la muerte, y que mantenía oculta en el recóndito sótano de la mansión.

Comprendió que iba a ser necesario mantenerla allí un buen tiempo, por lo que empezó a acondicionar en secreto el lugar. Lo calefaccionó y comenzó a decorarlo. Esa maternidad usurpada había despertado en ella los sentimientos más nobles, y le había hecho revivir su gran pasión: los musicales.

Comenzó a decorar el sótano como un pequeño teatro, una suerte de café-concert. Había un escenario, había telones rojos, había música, había vida. Mientras tanto, Bartolomé, casi olvidado de su leal cómplice, hacía planes a futuro con su futura riqueza.

Se hizo justicia, che. ¡Los Bedoya Agüero volvemos a ser millonarios! —celebraba con su hermana, que ya estaba gastando la cuenta.

Barto creía que su renovada posición económica descongelaría un poco el témpano que había entre él y su mujer. Su casamiento con Ornella había sido un error, él la amaba, pero ella claramente no; y se ofuscaba hasta ponerse violento cada vez que ella le sugería la posibilidad de divorciarse. Bartolomé estaba convencido de que cuando finalmente se hiciera de la herencia, le sería más fácil a Ornella amar a un millonario, y podría, por fin, vivir su vida feliz.

Pero una vez más, algo complicó sus planes.

El día en que se hizo lectura del testamento descubrió que la tía Amalita, en sus últimos minutos de vida, había agregado una cláusula en la que disponía que, a partir del día de su muerte, habría diez años de plazo para encontrar a sus herederas. Superado ese tiempo, su herencia pasaría a manos de sus sobrinos Bartolomé y Malvina Bedoya Agüero.

Bartolomé deseó que su tía estuviese viva, para poder matarla él. Enfurecido, volvió a ensombrecerse y a maltratar a su familia. Diez años era mucho tiempo, y muy riesgoso. No creía que la pequeña Ángeles hubiera podido sobrevivir, aunque, a la luz de su escasa suerte, todo era posible.

Pero había una tragedia más inmediata que la espera de esos cuantiosos años: estaba en bancarrota. Vivía en una suntuosa mansión -en el testamento su tía le permitía seguir viviendo allí-, pero no tenía un centavo; y sin embargo tenía una vida onerosa y apariencia de hombre rico que sostener. Entonces encontró una solución. Había, además, una cláusula en el testamento que estipulaba una donación, sin demasiadas especificaciones, de unos cuantos miles a algún orfanato.

Compadecida con el infortunio de su nieta a la que no llegó a conocer, Amalia quiso expiar sus culpas con caridad. Entonces donó una buena suma a cualquier institución que protegiera niños. Ésa fue la luz de esperanza que encontró Bartolomé.

De ninguna manera aceptaría que unos huérfanos roñosos percibieran un solo peso de su fortuna. Decidió convertirse él en esa institución. Creó una fundación destinada a dar asilo y educación a niños de la calle. Necesitaría un lugar donde albergarlos, sería el área de la servidumbre de la mansión. Obviamente también tendría que encontrar un par de chicos, y con la ayuda de Justina y algún contacto que conservaba en la policía, consiguieron algunos.

Era indispensable contar con la autorización de un juez, por eso recurrió a Adolfito Pérez Alzamendi, el padre de un compañerito de colegio de su hijo.

Continuará...

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