Cuentos de la Comisaría 23

By cukibola

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Aquel era un pueblo tranquilo, sin nada que reportar más allá de algún gato en lo alto del viejo molino o una... More

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By cukibola

Escribo esto de mi puño y letra sin haber sufrido ningún tipo de presión alguna por parte de nadie.

Mi nombre es Bastien Lucien Arnault, aunque aquí soy conocido sencillamente como Bastien Lucien, pues así fue mi deseo al huir aquí. Como habrán podido deducir, la mía era una familia adinerada y relativamente tradicional, no permitiendo las uniones fuera de una riqueza igual o superior a la nuestra. Obviamente, casarme jamás fue uno de mis intereses de infancia, de modo que crecí inicialmente en un muy buen entorno sin tener que preocuparme por nada más que si mi sopa era servida muy caliente o no. A tan tierna edad tenía yo bastantes amigos, que pese a efectivamente proceder de un estrato similar al mío, no dudaron en darme la espalda cuando pasé a ser sencillamente Bastien Lucien, pues al igual que mi propia familia, más tarde descubriría para mi desgracia,que solo esperaban de mí que fuese un heredero que acaba metido en política como "un hombre hecho a sí mismo" de cuyo brazo anciano cuelga alguna belleza extranjera que espera lentamente a mi muerte para heredar el mayor dinero posible. Poco les importaron mis razones para huir e intentar hacer algo con mi vida, por pequeño que fuera, y ahora no hago sino arrepentirme de haber perdido mi tiempo con ellos. Por supuesto, entonces yo no era consciente de las maquinaciones de sus crueles cabezas, y una parte de mí quiere creer que al menos aquellos con los que jugaba en el gran jardín de la mansión de mis padres tampoco. Quiero creer que hubo un momento en que su cariño fue sincero, incluso si lo dudo. Quiero creer que mi infancia fue uno de los períodos más felices de mi vida, aún cuando las circunstancias de esta han hecho que esta se sienta lejana y extraña, como si la hubiese experimentado otra persona.

No habría sido extraño. El primer golpe que me llevé fue el que me hizo comprender que el dinero no lo puede todo—pese a lo idealizado de mi niñez, estoy seguro que era el arquetipo de niño rico repelente—: mi madre falleció en un accidente de tráfico, sumiéndome en una profunda tristeza y un más profundo silencio que debieron preocupar profundamente a mi padre. Él decidió entonces, supongo que por amor paterno-filial, supongo que para que su único heredero no se volviera loco, enviarme a vivir un tiempo con una prima de mi madre, la dama Agatha, y sus dos hijas, unas malvadas criaturas de cuya innata crueldad solo me di cuenta demasiado tarde, cuando comprendí que la criada a la que maltrataban física y psicológicamente no era otra que la hija del duodécimo marido de Agatha. Ella consiguió escapar algún tiempo después, haciendo que los ojos verdes de la víbora se fijasen en mí, aunque tardé también en darme cuenta de ello. No la voy a juzgar muy duramente, yo también terminé huyendo sin pensar si el reinado de crueldad de Agatha y sus hijas se extendería a otra persona.

Y es que hubo un hecho que me cambió la vida por completo. A diferencia de la hijastra prófuga, a mí no me pusieron a trabajar para ellas como sirviente, ni tampoco me quemaban los brazos con cigarrillos cada vez que percibían un más mínimo error. No, yo era, al fin y al cabo, un heredero, un igual a sus retorcidos ojos, y salvo que mi padre me desheredase tras contraer segundas nupcias y decidiera que prefería a sus hijastros o hijastras, no podían ponerme un dedo encima. Así pues, en un principio parecieron tratarme bien, ocultando sus intenciones perfectamente. No entraré en detalles más que cuando Agatha entró en mi habitación lo hizo sin mi consentimiento.

Aún recuerdo que vomité después, y recuerdo el baño al más mínimo detalle, desde el espejo con decoraciones doradas hasta el olor del jabón a algodón de azúcar, pasando por el frío retrete y la gran bañera de mármol rosa. Agatha se convirtió en mi mayor temor, y ella lo sabía y se aprovechaba perfectamente de ello. No hablé de esto con nadie del entorno, en su lugar, la propia Agatha decía que me estaba quedando más y más delgado porque jugaba más al tenis o porque estaba probando una nueva dieta. Nadie trató nunca de averiguar qué me sucedía, y yo me veía incapaz de comunicar lo, dejando a ese monstruo volver una y otra vez a mí. Así fue durante años. Incluso llegué a pensar que tal vez ella me quería de verdad y esa era su forma de demostrarlo, que el culpable era yo por no disfrutarlo como se supone que todos los demás lo hacían. Alguna que otra vez pensé en terminar con mi vida ya que no veía otra solución, pero por desgracia la misma Agatha—o alguna de sus hijas, poco más que una extensión de su persona—era siempre quien me encontraba con un bote de pastillas vacío o sujetando la cuchilla peligrosamente cerca de mi muñeca. No, ni siquiera en las lujosas partidas de caza conseguía librarme de ella, pues ella es aficionada a ese deporte y se encargaba muy bien de que no estuviera nunca armado sin su supervisión. Maldito demonio del Averno... Y eso no fue lo peor, no.

Aún recuerdo el día en que pude volver a mi casa, único y último día. Estaba soleado, y un chófer de mi padre vino a buscarme. Con horror pensé que Agatha subiría también, o alguna de sus lacayas, pero no fue así. La alegría y el alivio me envolvieron como no lo habían hecho hasta entonces, y llegué a visualizarme lejos de ellas, lejos de ella. Me vi feliz, me vi de nuevo rodeado de a quienes había considerado mis seres queridos entonces, llegué incluso a verme casándome y teniendo una vida feliz en pareja. Qué iluso fui. Me lancé al cuello de mi padre como nunca antes lo había hecho, casi tirándole al suelo; él fue por tan poco tiempo mi salvador. Pesaría menos de cincuenta o sesenta kilos por entonces, pero ya superaba el metro ochenta, puede que incluso alcanzase el metro noventa. Mi padre pareció contento de verdad de verme, y juro que vi la posibilidad de incluirlo en esa vida feliz ficticia. Ese día decidió no trabajar en sus finanzas, y en su lugar decidimos dar un paseo en coche, visitar el jardín botánico, y pasar el día en la playa. Estaba rebosante de vida, pero por desgracia nunca llegamos a la playa. Era la sección de las rosas e hice un desafortunado comentario sobre su connotación romántica. Él debió creer que era el momento idóneo para soltarme que en mi boda con la hija mayor de Agatha habría multitud de ellas. Toda mi alegría interior se esfumó, y solo quedó el frío y el horror:

Todo este tiempo, mi padre y Agatha habían negociado un matrimonio de conveniencia. Pero yo ya la conocía, a ella y a sus retorcidas maneras,  y sabía que lo que pretendía era volver a tenerme atrapado entre sus garras. Me negué, ¡me negué con tal vehemencia que incluso fui capaz de confesarle lo que estuvo haciéndome todos esos años, y lo que le hizo a su hijastra! Mi padre me dijo que aquello era imposible, ¡imposible le fue ver en ese momento en qué clase de asuntos se estaba metiendo, tan cegado estaba por su codicia! Fue entonces cuando regresé corriendo al coche sabiendo que no encontraría apoyo por su parte, y le dije al chófer que me llevase hasta donde se acabara la gasolina, que yo le pagaba la ida y la vuelta. Y así fue como terminé aquí, roto, sin dinero y completamente solo. Fue en ese momento que Bastien Lucien Arnault murió, y quedó solo Bastien Lucien, por un tiempo un ladronzuelo y carterista callejero por el que los Reignet sentían más pena que odio. No sé de cuál de ellos fue la idea del programa de reinserción, ni cómo convencieron a la alcaldesa, pero gracias a ello pude empezar a trabajar en la panadería, negocio que al final recayó en mis manos a falta de otra persona en el momento de la jubilación del señor Charles. Entre trabajo duro pensé que podría alejar mis demonios, apenas interactuando con nadie fuera de mis clientes, pero al menos ya volviendo a comer y dormir tranquilo. Mi vida por fin volvía a tener algo de sentido, y más sentido ganó poco después:

Cuando mi padre murió no cambió su testamento, efectivamente seguí siendo su único heredero. Aunque él había decidido casarse con la que fue mi pesadilla para mantener el trato, y esta había ido dejándolo poco a poco en la ruina, pude recibir suficiente dinero como para remodelar y modernizar el material de mi panadería. También heredé a sus deudores—dejando para Agatha y sus monstruitos las deudas; quizás al entrar en contacto directo con ellas pudo vislumbrar cómo eran en realidad y esa fue su pequeña venganza final; no lo sé, jamás retomamos contacto, y me arrepiento por ello—, y a uno en especial, el cual me ofreció a su hija en pago. Recuerdo lo asqueado que me sentí al oír la proposición por su parte; ¿en serio ese señor estaba ofreciendo a su hija a un completo desconocido que a saber qué le haría o no? Sentí un ramalazo de simpatía y compasión por ella, a quien no conocía, sobre todo cuando el padre empezó a hablar de lo atractiva que era y su buen cuerpo... Acepté. No iba a permitir que otro ser humano sufriera el infierno por el que pasé yo, y así fue como Isabelle entró a mi vida. Si de algo me arrepiento es de que así fue como la conocí, me hubiese gustado que hubiesen sido en circunstancias normales: chica conoce a chico, se enamoran y son felices para siempre. Solo un paso de tres se haría realidad, por desgracia.

Traté de verdad de no sentir nada por ella. Inmediatamente le dije que trabajaría en la panadería como uno más, que tendría que buscarse un lugar para trabajar, que yo no iba a ser su niñera. También inmediatamente me arrepentí: ella había sido vendida por su propio padre a un completo desconocido, y ahora estaba en una ciudad que no conocía. A esto se le añade que nada más verme me saludó en lengua de signos. Creo que por una vez agradecí la extensa educación que había recibido, ya que pude responderle sin problemas. Por suerte, Isabelle era una persona amable, y muy inteligente, que gustaba escuchar lo que la gente del pueblo le contase, tuviera sentido o no, siempre con una gran sonrisa. También era muy trabajadora, aún cuando contaba con la tecnología más punta ella siempre estaba en pie de madrugada y competía sin problemas con mi propia producción. Poco a poco, y sin decir palabra alguna, fue capaz de acercarse a mí, de ser la primera amiga sincera que nunca tuve, incluso si yo a veces me retraía sobre mí mismo. Pronto memoricé cada uno de sus rasgos, como siempre recogía su pelo en una especie de moño con un boli, algún que otro resto de harina salvaje en su naricita, la manera en que sus ojos se iluminaban cuando sonreía. No tardé en enamorarme perdidamente de ella, aunque, por mis viejas heridas, me costó abrirle mi corazón. Aún todavía pienso que debería haberlo hecho mucho antes, ¿y sabéis qué veo? La veo a ella diciéndome que no era mi culpa, que necesitaba tiempo para abrirme otra vez. Solía decir que éramos muy parecidos, pero no concuerdo:

Isabelle era muy buena, demasiado. Siempre voy a tener grabado en mi memoria el día en que me dijo que su padre estaba enfermo, que sus hermanastras no querían encargarse de él, y que ella iba a ir a cuidarlo. ¡Cómo me enfadé, aquella fue la peor discusión que tuvimos sin duda! Incluso tiré su maleta por la ventana, asustando a medio pueblo ante la posibilidad de que hubiera herido a Isabelle. Y lo hice, pero por dentro. Su cara fue todo un poema de rencor y enfado cuando, efectivamente, se fue. Pensé que hasta allí habíamos llegado, que en cuanto llegase a la casa de su padre me mandaría los papeles del divorcio con su firma ya plasmada, y pasé varias semanas angustiado por esa posibilidad que nunca se materializó. Ojalá lo hubiera hecho, ojalá ella se hubiera separado de mí en ese instante. No habría tardado en acostumbrarse de nuevo a la ciudad, de encontrar nuevos y viejos amigos, de rehacer su vida. Pero no lo hizo. Isabelle era demasiado buena para eso.

Era obvio que no gritó, no podía. Egoístamente pensé en el camino que hice corriendo hasta la comisaría que ojalá fuese otro turista extraviado, pero reconocería a kilometros de distancia perfectamente el tatuaje de una gran rosa roja en su espalda. El Loup-Garou no dejó mucho más de ella, si es que los demás restos eran de ella y no de otras víctimas. Fue un funeral muy sonado en el pueblo donde, como en mi corazón, ella se había labrado un lugar permanente. A diferencia de los demás, no consigo superar la pérdida. Hace semanas que no abro la panadería, confinado como estoy en mi habitación, mi última morada. La llegada de mi tormento a este pueblo no ha hecho sino acentuar el problema. No tiene sentido que esto siga así. No tiene sentido que yo siga así. Con suerte, cuando me encuentren, las pastillas y el alcohol habrán hecho efecto. Quiero ser enterrado aquí, en este lugar en el que tan feliz he sido.

Isabelle, vuelvo a ti, mi amor.

Peter volvió a doblar la carta, conteniendo las ganas de llorar en la medida de lo posible. Breca cubrió el cadáver de Bastien con una sábana blanca, mientras que la nueva forense determinaba la hora de la muerte sobre las tres de la madrugada. Peter juró que encontraría al Loup-Garou, y que removería cielo y tierra para que no escapase de la justicia, lo juró por Bastien Lucien, a quien le garantizaría el descanso de una vez por todas.

Tan centrado estuvo en su sed de venganza de ese momento que no se paró a pensar que la madre de la nueva se llamaba Agatha...

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