El Grinch también odiaba la Navidad

1.3K 126 407
                                    

Era una tarde fría de invierno.

Una joven de cabellos castaños, piel blanca como la nieve, sonrojadas mejillas y ojos miel cargados de aburrimiento, caminaba sin rumbo por las transitadas calles de New York, abarrotadas de personas haciendo compras navideñas, aunque todavía faltaran tres semanas. Las personas tenían rostros alegres, sonrisas despampanantes y caminaban de la mano con sus parejas luciendo enamorados o con su familia. Los negocios estaban decorados con guirnaldas, luces, muñecos de nieve inflables y demás cosas estúpidas.

—Ridículos —Bufó, rodando los ojos—. Solo es otra festividad inmunda.

Brooke no era una joven entusiasta de la Navidad. La detestaba. Le parecía la cosa más horrorosa sobre la faz de la Tierra. Una abominación que no debería celebrarse. Aunque no siempre fue así. De pequeña amaba ver la nieve caer, preparar galletas de jengibre y esperar hasta la mañana siguiente para abrir los regalos.

Luego pasó.

Su padre falleció en un accidente de auto hace cuatro años, justo el veinticinco de diciembre. Ella se culpa por eso, porque de no haber pedido ese estúpido helicóptero, de no haber hecho que se estrellara contra el árbol al otro lado de la calle. Su padre no habría ido por él, ni mucho menos el conductor ebrio que perdió el control lo habría golpeado.

Gracias a ella su madre cayó en depresión. Gracias a ella todo dejó de tener sentido, haciendo que su mundo se viniera abajo.

Después de eso, todo se deterioró. Su madre casi no hablaba, tomaba cientos de medicamentos y prefería encerrarse en su habitación, negándose de ir a terapia. La pequeña Brooke de trece años no sabía qué hacer. Comprendía que ella había perdido a su esposo, pero Brooke a un padre, su mejor amigo.

Nadie la entendía como él. Todos los niños la juzgaban por su problema de audición y tener que portar ese aparato. La miraban como si de alguna plaga se tratara. Le decían que era inválida y no querían juntarse con ella.

«Inválidos sus diminutos cerebros».

Ahora que es mayor lo comprende. Los niños son influenciables e ignorantes. Sino les enseñas a respetar a los demás, ellos por su cuenta no lo sabrán. Los adultos tienen la obligación moral de educarlos.

En la secundaria las cosas mejoraron. Los niños maduraron y otros no le prestaban atención, aunque seguían existiendo personas que se burlaran de ella, más no le importaba. Había algunos que sutiles, le decían que se operara. Como si ella desconociera su problema.

Lo había considerado, sí. Pero conforme pasó el tiempo, había momentos en los que prefería no escuchar a los demás. Por ejemplo, cuando su mamá la regañaba por sus calificaciones, cuando sus compañeros se portaban idiotas o cuando la gente por extrañas razones actuaba empalagosa y feliz con los demás. Se asqueaba y dejaba de escucharlos.

La vida era mejor con paz. Sin duda.

Sin dramas.

Sin romances.

Solo ella y su amado sarcasmo.

Cruzó en una esquina, deteniéndose de inmediato. Frunció el ceño, confundida. No prestó atención a las calles y ahora se encontraba en una pequeña avenida desconocida y desolada.

—Mierda —maldijo.

No sabía en qué momento llegó allí, si hace poco caminaba por el boulevard.

«Fantástico. Aparte de sorda, ciega».

Siguió avanzando, mirando hacia todos lados por si el lugar le parecía familiar. Distinguió una tienda de antigüedades y dudosa, entró.

Érase una vez en Navidad (COMPLETA)Où les histoires vivent. Découvrez maintenant