La tejedora

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Pedro y Juan, los hermanos Rojas, estaban en la puerta de su casa esperando a su padre para ir a la ensenada, debían ir de pesca temprano para volver pronto, en los días anteriores, la tormenta no los había dejado pescar y necesitaban el dinero.

De lejos observaron a Anita, Julita y María, las hermanas Castro, que se acercaban por el camino, las tres, tejedoras de redes.

Juan contempló a Anita con ojos brillantes, ella le devolvió la mirada con las mejillas sonrojadas y un aleteo coqueto con sus pestañas. Ellas los saludaron tímidas y ellos les respondieron con caballerosidad.

En cuanto las chicas se alejaron, Pedro le pegó un codazo a su hermano.

―Ya vi cómo te miró la Anita ―se burló.

―Cada vez está más linda, hermano ―respondió sin hacer caso a su tono irónico.

―¿Y la Julita? Ella sí que está bonita.

―Y pensar que hasta hace un tiempo las mirábamos jugar y nos molestaba que anduvieran correteando cuando llegábamos con la carga. Se ponían entre las redes y más de una vez me hicieron tropezar.

―Y ahora sí te gustaría tropezar y caer en sus redes, ¿o no? ―Pedro largó una risotada―. Ahora nos podrían corretear como cuando eran chicas.

―Qué tanto hablan ustedes dos, si ellas se hicieron señoritas y ustedes todavía andaban molestando y jugando con los cabros como si tuvieran diez años ―repuso el papá de los jóvenes saliendo de la casa.

―¡Papá! ―protestó Pedro.

―Yo ni cuenta me di cuando la Anita creció entre las redes, un día la vi distinta y más bonita y... Me enamoré.

El padre sonrió.

―Y en vez de conquistarla, te la quedas mirando como bobo; apúrate, cabro, mira que de repente va a llegar otro y te la va a quitar.

Los tres hombres caminaron hacia la caleta y en el camino se encontraron con los González y los Quiñonez, cuyos hijos se habían criado juntos.

Se fueron de pesca, no muy adentro en alta mar, por el momento, necesitaban ir y volver rápido.

Al regreso, Anita miró a Juan desde que se bajaron del bote hasta que entró en la caleta donde venderían sus productos.

―Si dejaras de babear por el Juan, podríamos seguir con las redes. Te toca ―reclamó María.

―No estoy babeando.

―Ah, no, claro.

―Déjala tranquila ―repuso Julita―, está enamorada la cabra.

―Ay, sí, pero no hace nada por acercarse, si yo tuviera un enamorado, no lo dejaría escapar.

―Ah, claro, porque a ti nadie te mira ―se burló Julita, pero se arrepintió en el acto.

―¡Pesada! Te voy a acusar con el papá.

―Perdón, no quise decir eso ―se disculpó su hermana.

María nació con labio leporino, lo que la hacía sentir inferior, sobre todo por la cantidad de operaciones a las que debió someterse desde niña.

A la hora de almuerzo, Anita y Julita entraron al restorán del siempre a comer, pero María se compró un sándwich y se fue a la playa, sola.

―Tan solita, María, ¿qué pasa? ―le preguntó Iván Quiñónez y se sentó al lado de ella con un pan igual que el de ella.

―Nada, aquí, no quería estar con todos, quería estar sola.

La tejedoraOù les histoires vivent. Découvrez maintenant