—Para eso está la mascarilla —aclaré mi garganta, mi voz gangosa. Otro estornudo.

—No me importa —refutó y me quitó el lápiz de la mano con el que escribía sobre mi libreta—. Estás blanca como el papel, tienes gotas de sudor en la frente y tu voz suena horrible. Vete a casa si no quieres que te despide. Ya me las arreglaré con otra enfermera.

—No, Mariam —volví a negarme, recuperando mi lápiz de su agarre—. Puedo mantenerme de pie, si llego a sentirme muy mal, entonces me iré. Pero me quedo, te guste o no.

Sí, podía llegar a ser muy cabeza dura.

Ella me miró por unos segundos más y soltó una bocanada de aire, bajando la cabeza y asintiendo, algo harta de mi comportamiento tan abnegado. Luego, se dirigió a su oficina mientras que yo terminaba de escuchar lo que la enfermera del turno de noche tenía que decirme.

***

Las horas pasaban y me sentía como la mierda. Pero era tan orgullosa que no quería lucirme débil, por lo que continué, dejando de lado los mareos y el insoportable dolor de cabeza. Mariam me chequeaba cada cinco minutos, y en cada tiempo le aseguraba que estaba perfecto, mas ella no parecía convencerse.

Terminé de administrar los medicamentos del mediodía a la señora Hilda, una mujer muy simpática de unos ochenta y tantos que también se percató de mi estado de salud, dándome unos dulces para sentirme mejor.

Salí de la habitación cerrando la puerta y una ola de calor me invadió, como si un cuerpo me hubiese tacleado. Perdí un poco el equilibrio y me apoyé en la pared adyacente, bajando mi cabeza y esperando que así el mareo desapareciera.

—Enfermera Lena, ¿está bien? —una doctora pasó por al lado y se acercó a mí.

Sentí cómo mi vista se nublaba mientras mi lengua trataba de hablar, pero no podía. Mierda.

—Permiso —una voz que reconocí a la perfección se sumó y mi vista pudo identificar a Samuel entre tanta opacidad. Una mano se apoyó sobre mi frente—. Está hirviendo, llevémosla a una camilla antes de que haga alguna convulsión.

Dos pares de manos me tomaron por los codos mientras me arrastraban hacia una habitación oscura. Me recostaron en una camilla y sentí de inmediato un pinchazo en mi antebrazo, haciéndome jadear, mientras que un termómetro era puesto bajo mi axila. Minutos después, el pitido se escuchó, indicando que mi temperatura ya estaba tomada.

Escuché una inhalación de sorpresa—. Cuarenta grados de fiebre, ¡traigan paños fríos ahora!

No podía pensar. No podía moverme y tampoco podía ver. Era como si cada uno de mis cinco sentidos hubiesen desaparecido como si nada. El peso era grande sobre mis hombros y unas ganas de vomitar me invadieron. Traté de respirar profundamente a medida que un líquido entraba por mis venas y cerré los ojos, todo volviéndose negro y perdiendo toda conciencia de mi alrededor.

***

—¡Estaba con cuarenta grados, Mariam! ¿Cómo no la mandaste a casa?

—¡Lo hice! Pero esa mujer es tan testaruda que quiso quedarse, ¿qué querías que hiciera? ¿Echarla a patadas?

—¡Insistir, por el amor de Dios! Este tipo de temperaturas puede provocar daños en el cerebro, menos mal pudimos actuar a tiempo.

Me remuevo adolorida en la camilla y una fuerte punzada recorrió toda mi cabeza.

—¿Pueden dejar de gritar? —me quejé incorporándome lentamente. Samuel y Mariam corrieron a mi lado.

Sincerely, yours » h.sWhere stories live. Discover now