one

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Un largo ventanal presidía la habitación. Se paró frente a este y miró como Madrid se extendía tras el cristal.

A veces le daba vértigo: Otras, simplemente se sentía demasiado pequeña frente aquella ciudad que parecía pretender devorarla.  Sin embargo, el silencio era reconfortante. Amanecía y el sol empezaba a reflejarse poco a poco en su piel, desnuda. Pudo verlo en el espejo que descansaba a su derecha: únicamente una bata cubría su cuerpo, sin llegar a amoldarse a este pues  era ancha y bailaba al caer sobre sus tobillos.

No buscó su propia mirada, por miedo a no ser capaz  de reconocerse, y casi como si fuese la panacea a todos sus problemas se encendió un cigarrillo.

El humo despertó a su acompañante: se removió en la cama y, una vez más desde el espejo, pudo distinguir su melena pelirroja despeinada sobre el colchón. No se giró, ni si quiera sintió la necesidad de ir hacia ella. Por el contrario, el cuerpo de Sara se deslizó por las sábanas hasta que quedó pegado contra el suyo. Amelia se estremeció, sintiendo como, a diferencia de la noche anterior, su piel rechazaba el tacto de sus manos. Los dedos de Sara se colaron por sus hombros; y cerró los ojos antes de dar un paso hacia delante.

— ¿Qué haces despierta tan temprano? — la escuchó preguntar. — Ni si quiera ha amanecido.

— Tengo que irme a trabajar pronto—respondió mientras que le pasaba el cigarrillo.

No sabía por qué siempre acababa volviendo a aquel lugar. A veces le repugnaba, otras, se convertía en una necesidad casi imperiosa.

— Héctor no llega hasta las cuatro, ¿Por qué no te quedas?, di que estás mala o algo... —sugirió, o más bien, rogó, en tono juguetón. Pasó sus labios por su oreja.

Su padre había querido eso para ella: el vivir una mentira. El tener que buscar la felicidad en encuentros clandestinos con mujeres a las jamás se podría entregar de forma definitiva. El callar el deseo y tragar el silencio.

Por su parte, sí que le había dado el gusto a Tomás de retirarse del mundo del espectáculo: Amelia había dejado de bailar a los veinte, cuando una lesión había frustrado su posible carrera artística. Por aquel entonces, su padre la había casi obligado a matricularse en la carrera de derecho, y habiendo perdido la única cosa que le daba sentido a su vida, decidió buscarle la gracia a aquel castigo a su manera.

Alejandro decía que si había otra cosa que se le daba mejor que bailar en aquella vida, era darle a su padre en las narices. Y quizás, tenía razón.

Llegó a ponerse el vestido de novia y todo. Vio y sintió aquel altar más de una vez. Pero no pudo. No pudo callar. No pudo verse a sí misma atrapada dentro de un matrimonio al igual que su madre.

Aquella mañana, cuando la marcha nupcial resonó en la iglesia, por la alfombra roja que conducía hasta su prometido, no caminó nadie.

— Tengo que irme, Sara—negó Amelia. Dejó caer la bata al suelo. Esta se deslizó por sus espalda hasta liberar su desnudez, que no tardó en ser presa de los ojos hambrientos de su amante.

— ¿Algún caso importante?—Inquirió, resignada desde la cama. Amelia no respondió mientras recolectaba su ropa, extendida sobre la moqueta. — Podrías venir mañana por la noche a cenar entonces—trató de insistir— Héctor tiene una reunión en Toledo. Puedo decirle a Marisa que cocine lo que tú quieras.

— ¿Desde cuando hacemos ese tipo de cosas?—la interrumpió Amelia, en tono burlón. Ni si quiera era capaz de tomárselo en serio. Muchas veces, Sara,  había tratado de conquistarla con cosas demasiado ostentosas: regalos, ropa... y la mayoría acababan en manos de su mejor amiga, Marina.

la ley del desorden | luimeliaWhere stories live. Discover now