Capítulo II

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Capítulo II

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Capítulo II

– ¿Qué crees que haces, Nateshka? – preguntó Melina con su voz dulce, mirando fijamente a la chica pelirroja que yacía arrodillada junto al cuerpo inconsciente del soldado americano.

Natalia sabía que, a pesar de su tono dulce, había una amenaza velada, escondida en su voz, la que no pasó desapercibida para ella. Conocía lo suficiente a su sargento para identificar las inflexiones de su voz. Melina era una mujer de armas tomar, no por nada se había convertido en la única mujer oficial de su batallón, en la jefa de las francotiradoras de élite de la división. Sus decisiones no se tomaban a la ligera y nadie se atrevía a ponerse en su camino. Pese a ello, se armó de valor y la miró fijamente, sin dejarse intimidar.

– Lo llevaré con nosotros, ¿no es obvio? No podemos dejarlo morir aquí, solo, en el frío. Es americano, es un aliado– explicó, esperando que sus compañeras no se negaran. Yelena, por su parte, se encontraba junto al cadáver del oso, acariciando su pelaje grueso y espeso con los ojos cargados de tristeza.

– Mataste a Otets– acusó, mirando aún la enorme mole negra que eran los despojos del animal.

– Iba a matarlo...– respondió Natalia, sin atreverse a mirar a la chica, ni al animal. Le había dolido hacerlo, pero, cuando lo vio dirigiendo sus pasos pesados y decididos al soldado indefenso, su instinto había aflorado y no había dudado ni un segundo en alzar el rifle y disparar.

– Él protegía la estación. Nos protegía a nosotras– reclamó la chica rubia, volteando a ver a su compañera con los ojos arrasados en lágrimas, pero sin llorar aún– Si quiso atacarlo, fue porque lo vio como un peligro... ¡y tú lo mataste para salvar a ese extraño!

– Tranquila, Yelena– pidió la templada voz de Melina– No creo que Otets viera a este hombre como un peligro. Está herido y desarmado, era una presa para él, nada más. Aunque no quieras admitirlo, pequeña, Otets era un oso, un animal salvaje.

Yelena desvió la mirada hacia el suelo, apretando los labios en una apretada mueca. Se veía en su expresión que no estaba de acuerdo con el pensamiento de su oficial. Para ella, Otets la había salvado de sus perseguidores, meses atrás. Yelena había escapado de los alemanes en Volzhski, dejando atrás a su familia, sin saber qué había sido de ellos. Sólo había pensado en escapar, en alejarse del baño de sangre en el que habían convertido a su ciudad. Sin embargo, cuatro soldados borrachos la vieron huir y la siguieron por el bosque, gritándole y llamándola con gestos obscenos entre groseras risotadas.

La chica estaba al borde de la extenuación cuando cayó sobre el suelo cubierto de hojarasca y los sintió acercarse peligrosamente. Intentó retroceder, seguir huyendo, pero estaba herida y mal alimentada y ellos se le fueron encima, tratando de arrancarle la ropa a tirones. Sus gritos resonaban en el bosque cuando el gruñido de un enorme animal se dejó escuchar por sobre su voz. Los soldados, retrocedieron espantados cuando el oso negro apareció frente a ellos, parándose en sus patas traseras. El oso hizo el amago de abalanzarse sobre ellos y los hombres corrieron montaña abajo, dejándola sol, a merced del enorme oso negro.

Yelena se quedó tirada, temblando e incapaz de moverse mientras la bestia se acercaba a paso lento. El oso la olisqueó y luego pasó por su lado, alejándose hasta perderse entre los árboles. Ese animal le había salvado la vida. Su presencia se había hecho una constante alrededor de la estación de auxilio en la que se refugiaban. Cuando los hombres abandonaron su puesto y sólo quedaron ellas, Otets comenzó a pasear con mayor frecuencia por el bosque, espantando a los indeseables. Lo conocían, lo alimentaban y él jamás había dañado a ninguna de las chicas que conformaban el pequeño pelotón.

Ella estaba segura de que ese hombre era peligroso. Otets lo había sentido y por eso lo había atacado. Las había defendido una vez más y Natalia lo había matado. Y ella no lo olvidaría jamás. La observó quitarse la bufanda y envolverle el muslo herido con cuidado, evitando que siguiera perdiendo sangre. De ser por ella, lo habría dejado ahí tirado. No estaba dispuesta a arriesgarse por nadie y menos por un extraño, por un hombre para más señas. No conocían sus intenciones y aún así su compañera parecía empeñada en salvarle la vida... llena de rabia pensó que quizás, con un poco de suerte, la herida del soldado se infectaría y moriría pronto.

Natalia le acomodó el cabello y se puso de pie, mirando a sus compañeras. Sus ojos se cruzaron con los de Melina y la mayor pareció medir sus intenciones antes de dejar caer los hombros, rendida. La sargento era una mujer precavida, la vida le había enseñado a serlo y por ello, creyó que lo mejor sería mantenerlo cerca y vigilarlo antes que dejarlo ahí, a merced de los elementos y de los alemanes que pululaban por todos lados. Quizás él tenía información importante de los aliados y si lo interrogaban los malditos nazis podría significar un retroceso en el avance de los aliados.

– Lo llevaremos a la estación. Hay que curar esa herida antes de que se gangrene. Vamos, niñas– ordenó, cogiendo al hombre por un brazo. Yelena se mantuvo al margen, negándose a tocarlo.

–Vayan ustedes, yo iré a revisar que no haya otros sobrevivientes en el avión– dijo, comenzando a caminar en la nieve, alejándose de sus compañeras.

Ninguna de las dos replicó, pero ambas sabían que eso era una mentira. Ya habían recorrido el sitio del accidente, eso las había llevado ahí en primer lugar. El sonido de las baterías aéreas las había puesto en alerta durante la madrugada. Vieron pasar los C-41 americanos uno tras otro, hasta que uno de los postreros cayó del cielo, envuelto en fuego. Melina dudaba que hubiera sobrevivientes, pero, aun así, ella y dos de sus muchachas habían decidido salir a investigar. Y ahora allí estaban, con el único sobreviviente y una malhumorada Yelena.

La dejaron ir; ambas sabían lo terca que era la chica y lo mucho que le disgustaba la presencia de hombres cerca de ella. Yelena se alejó y ellas arrastraron al soldado, no sin dificultad. Steve era un hombre grande y así, desmayado, era peso muerto. Cuando llegaron al puesto de auxilio, Alía y Ekaterina las ayudaron a llevarlo a una de las habitaciones del primer piso. El puesto de auxilio era un derruido edificio a las afueras de Stalingrado que había servido anteriormente como ayuntamiento. Ahora, era una mole semiderruida que seguían utilizando por que tenían algunos cuartos intactos y los pisos superiores ofrecían buenos puntos de mira para las francotiradoras.

Todas ellas lo eran. Las mejores tiradoras del país, enviadas especialmente a Stalingrado para servir de apoyo a las tropas del Ejército Rojo. Llevaban dos meses defendiendo la ciudad en una guerra de ratas, peleando cada casa, cada calle, sin rendirse, sin cejar en su defensa. Pese a sus esfuerzos, habían tenido que replegarse en la orilla oeste del río Volga, el que dividía la ciudad en dos. Las órdenes eran pelear hasta el último hombre y todas estaban dispuestas a cumplirlas. Nadie se rendiría. Natalia y Ekaterina recostaron a Steve en una cama y curaron sus heridas antes de arroparlo bien. La chica rubia se retiró, dándole una mirada divertida a la camarada Romanoff. Natalia no era alguien muy sociable, ni compasiva. Ciento cinco muertes en su haber lo dejaban muy en claro y, sin embargo, ahora cuidaba de ese hombre con delicadeza de madre, acariciándole la frente para vigilar su temperatura.

Ekaterina sacudió la cabeza y se despidió con un gesto, dejando a Natalia con su soldado. 

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