—No. La Inquisición no necesita la autorización de burgueses para trabajar —desenfundó su escopeta y la apoyó sobre su hombro—. Nos vemos más tarde.

Lisaira y Robian bajaron a bordo de un transbordador que cruzó la atmósfera de Vestor y sobrevoló Primal, la capital planetaria y el hogar del gobernador. A diferencia de otras ciudades humanas, Primal estaba repleta de templos y no de rascacielos. Algunos tenían cúpulas majestuosas y otros, torres donde ondeaban banderines. Una gran densidad de estatuas religiosas se alzaban imponentes cual guardianes protegiendo a sus ciudadanos de la malicia de las Sombras que, por costumbre, se manifestaban cuando la protección divina fallaba en muy raras ocasiones.

Robian, el aprendiz de Lisaira, abrió más los ojos para abarcar la belleza de la ciudad y deseó saltar de la nave y recorrer sus calles y avenidas. Robian había leído en el informe que Vestor contaba sólo con cien millones de habitantes, y al ser una población escasa, los sacerdotes podían mantenerlos en la senda de la luz. Robian confiaba en los sacerdotes casi tanto como confiaba en Lisaira.

—Primera regla —dijo la inquisidora—. Asesina a cualquier Sombra que veas sin darle oportunidad de correr. Confía en tus instintos y recuerda el entrenamiento.

—Sí.

—Y por amor al Patriarca, no te dejes matar.

El muchacho lo miró con una sonrisa y la inquisidora se ruborizó debajo de su capucha. Jamás se acostumbraría al fuego de sus ojos.

Esta era la primera misión de Robian después del entrenamiento. Durante dos años, Lisaira había estado junto a él tal y como se le había ordenado y ahora creía que el joven estaba listo para participar en una misión real.

El problema en Vestor no era difícil. Sólo tendría que encargarse de investigar los remanentes de un culto impío descubierto y aniquilado meses atrás. La policía había capturado a un miembro y, dada la gravedad de sus cargos, el gobernador pidió que a la Inquisición que interviniera.

El transbordador se aterrizó en la plataforma sobre el palacio. El gobernador Iarlax estaba listo para recibir a sus invitados y se había vestido con sus mejores galas para ostentar su corona con mucho orgullo. Él fue el primero en arrodillarse cuando la inquisidora apareció.

—Vestor agradece la presencia de la Inquisición en nuestro humilde hogar.

—De pie, Iarlax. Cuénteme la situación y dígame en dónde está el prisionero.

El gobernador se apresuró a cumplir con las peticiones de Lisaira y la condujo al interior de su palacio, demasiado elegante para los gustos de la inquisidora. Su comitiva de funcionarios se había quedado atrás, a una distancia respetable y caminaba sin hacer ruido. Lisaira observó las pinturas y las armaduras que engalanaban las paredes. Todas las imágenes eran aprobadas por la Iglesia del Patriarca y hablaban de sus grandes hazañas y de la salvación de la raza humana.

—Hay manifestaciones —confesó Iarlax caminando al lado de la inquisidora. Evitó mirarla a la cara, pese a lo bella que le pareció. Tenía el cabello oscuro y rizos caían por debajo de su sombrero de ala ancha. Su armadura negra no emitía ruido al andar y estaba llena de sellos de pureza y promesas nobles. Era una guerrera consumada y no una novata. El gobernador se sintió inquieto.

—¿Qué clase de manifestaciones?

Iarlax le contó que, los últimos días, un grupo de personas que se hacía llamar el Culto del Caos había estado incitando a que algunos se rebelaran contra la Iglesia del Patriarca. Hasta el momento, los incidentes habían sido pequeños, limitándose a no más que unas cuantas escaramuzas en los que la policía había tenido que intervenir con gases lacrimógenos y balas de goma. Los rebeldes pedían la venganza por los líderes muertos en combate y gritaban que ya era momento de ponerle fin a la tiranía del Patriarca.

—La humanidad siempre intenta alcanzar a Dios —contó Lisaira con una sonrisa divertida—. Por desgracia, muchos quieren abrazar al dios equivocado. Use fuerza letal contra los manifestantes.

—Pe-pero...

—Por favor, Iarlax —la sonrisa de la inquisidora se agrandó—. ¿De verdad quiere que yo me ocupe de ese incidente?

—No... para nada —bajó la cabeza.

Cuando llegaron a la celda, Lisaira le pidió a Robian que se quedara atrás. Si el prisionero estaba tocado por las Sombras, el joven no dudaría un segundo en liberar sus poderes para destruirlo. Antes de que pudiera condenarlo, necesitaba hablar con él.

Un guardia abrió la reja y la inquisidora entró con la escopeta desenfundada. Su rostro quedó parcialmente escondido por su sombrero. Lo único que el prisionero vio, fueron sus labios pintados de rojo y sus rizos oscuros.

—Así que ¿odias a la Iglesia del Patriarca?

—¡Gran salvación se acerca! ¡Grandes promesas de vida eterna yacen en lo más profundo del conocimiento! ¡Si tú vieras las maravillas que he visto en mis sueños, pensarías diferente, inquisidora! ¡Mátame y ya!

—Todavía no —se agachó para mirarlo a los ojos e hizo a un lado el ala de su sombrero—. ¿En dónde están los otros miembros de tu culto? Puedo ver en tu rostro que no eres un hereje. Simplemente estás cegado porque alguien te ha metido esas ideas.

Lisaira se percató de que el supuesto apóstata no era más que un niño de unos quince años y que apestaba a orines. Pero también vio duda en sus ojos. Los inquisidores podían saber cuándo una persona estaba mintiendo. Los fanáticos religiosos creían todo lo que decían con una convicción que era digna de admirar. En cambio, aquellos que no han sido tocados por la oscuridad del Falso Dios, todavía se les podía considerar humanos.

—Dímelo —insistió y le acarició la cara. El chico se sonrojó al ver el rostro blanco de Lisaira y su belleza sin igual. Su tono suave y sus labios carnosos hicieron algo en su mente. Llorando, bajó la mirada.

—No quería hacerlo. Yo sólo... protegí a mi familia. Me dijeron que si no cooperaba, los matarían sin pensarlo.

—Ese es un crimen grave. Ellos no debieron amenazarte y tú no debiste obedecer.

—¿Voy a...? ¿Voy a morir?

—Antes dime la verdad.

El muchacho resopló abatido.

—Bajo... el Templo del Sur. Sé que se reúnen ahí de vez en cuando.

—Nombres.

—Sólo sé el de uno. Se llama... Ponce.

—De acuerdo —se dio cuenta de que ya no había nada más que sacarle—. Entonces, acabemos con esto.

La inquisidora extrajo una jeringuilla de un compartimiento en su brazo derecho y se quitó el medallón que tenía en el cuello. De la cadena colgaba una letra I cubierta de símbolos de santidad. Se la puso en la frente al chico, que no paraba de chillar.

—Bendecido eres por ayudar a la Santísima Inquisición en su deber sagrado. Ahora, ve con el Sumo Patriarca. Todos tus pecados son perdonados en su nombre. Amén.

Le inyectó la jeringa en el cuello, y el muchacho murió con una sonrisa de tranquilidad.


La inquisidoraWhere stories live. Discover now