Parte III: BAJO INSTRUCCIÓN - CAPÍTULO 38

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—¿Cómo pudiste hacerme esto, Cormac? ¿Por qué?

—Porque solo en este lugar conseguiremos la ayuda que necesitamos, así que trata de sobreponerte a tus traumas personales.

—Dime ahora mismo exactamente lo que estamos haciendo aquí o te juro que me teleportaré de vuelta a Sansovino y...

—¡Hermano Bernard! —se acercó un monje vestido de blanco, truncando la amenaza de Lug.

—Por lo que más quieras, permanece en silencio y sígueme la corriente —le murmuró Cormac a Lug entre dientes.

Lug respondió con un gruñido y bajó la cabeza.

—Hermano, Garret —se volvió Cormac hacia el monje—, qué gusto verte.

El hermano Garret produjo una sonrisa forzada e hizo una formal inclinación de cabeza:

—Es un honor y un privilegio volverlo a recibir en la abadía, hermano —las palabras de adulación de Garret sonaron vacías y falsas—. ¿Quién es su acompañante? —inquirió, y había un dejo de exigencia en su tono.

—Este es el hermano Miguel, un penitente que viaja conmigo —lo presentó Cormac.

A Lug le corrió un escalofrío por la espalda al escuchar el nombre que Cormac le había dado. Se preguntó si era solo casualidad o si Cormac lo había llamado así a propósito con la intención de perturbarlo más de lo que ya estaba ante la presencia de Garret. La actitud altanera del monje le recordaba demasiado al severo hermano Iván, de cuyos abusos fuera frecuentemente víctima durante su larga estadía en el complejo de los hermanos del Divino Orden. No, no, tenía que sosegar sus emociones, mantenerse en control, sin dejarse hundir por sus traumáticos recuerdos.

—Ha hecho voto de silencio —agregó Cormac, como para explicar por qué Lug no respondía.

Garret asintió, aceptando la mentira, aun cuando había visto de lejos que los dos mantenían una conversación un tanto ríspida antes de su llegada.

—Bienvenido a la abadía de Lugfaidh, hermano Miguel —dijo Garret, condescendiente—. Encontrará que nuestro monasterio ofrece cámaras de privación más que adecuadas para sus meditaciones. Las puertas de las celdas se traban desde afuera, evitando así la tentación de abandonar su enclaustramiento en un momento de debilidad. Las paredes son gruesas y no dejan pasar ni el sonido ni la luz, volviéndolas ideales para las prácticas de un penitente.

Bajo su capucha, Lug tragó saliva y apretó los puños. Las manos le temblaban y el corazón se le había acelerado de forma súbita.

—El hermano Miguel no se alojará en las cámaras de privación, sino en mi habitación —intervino Cormac, para el alivio de Lug.

—Eso es muy irregular, hermano Bernard —arqueó una ceja acusadora Garret.

—En realidad, no —respondió Cormac con helada tranquilidad—. Verás, Garret, el hermano Miguel está bajo mi instrucción.

Al monje no le pasó desapercibido que Cormac no había usado el título de "hermano" para dirigirse a él.

—Ya veo —dijo Garret—. Eso lo explica todo. Mil perdones por la ofensa —hizo una reverencia—, no sabía que...

—Hemos tenido un largo viaje —lo cortó Cormac—. ¿Sería posible que alguien se encargara de nuestros caballos para poder refrescarnos debidamente? ¿Está en condiciones mi vieja habitación? Espero que no haya sido... reutilizada.

—Quince años, hermano Bernard, y aun así, el abad siempre afirmó que regresaría, así que nunca dejó que tocáramos su habitación más que para mantenerla limpia y aireada —dijo Garret sin ocultar su envidia. Nunca había entendido la predilección del abad por el hermano Bernard, un personaje oscuro de una proveniencia más que sospechosa.

—Excelente —aprobó Cormac, entregando las riendas de los caballos a Garret como si no fuera más que un mozo de cuadra.

Cormac se alejó hacia un edificio bajo y rectangular, seguido de cerca por Lug, mientras Garret se quedaba allí parado con los caballos, hirviendo de furia por dentro.

—No te preocupes por Garret —le dijo Cormac a Lug—, siempre está dándose aires de importancia para asustar a los novicios y mantener su ilusión de que es la mano derecha del abad.

Entraron en el edificio, que parecía ser un complejo habitacional. Mientras caminaban por amplios pasillos, pasando muchas puertas cerradas, Lug notó que todos los monjes con los que se cruzaban le hacían silenciosas reverencias a Cormac al reconocerlo. Algunos incluso se arrodillaban y Cormac los tocaba en la cabeza, indicándoles luego que se pusieran de pie y que siguieran con sus quehaceres. Muchos lo llamaban hermano Bernard, pero otros le decían Heraldo. Lug comenzó a sospechar que, en efecto, la mano derecha del abad no era Garret, sino el propio Cormac. Aquello se ponía cada vez peor.

LA REINA DE OBSIDIANA - Libro VIII de la SAGA DE LUGDonde viven las historias. Descúbrelo ahora