Capítulo I: A knight in shining armor

1.6K 97 7
                                    


Capítulo I

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.

Capítulo I

Brooklyn, 1933

Las calles de Brooklyn post-depresión aún conservaban ese aire a miseria que parecía volver todo gris. El país aún no se resarcía completamente de los efectos de la crisis. Los edificios estaban ávidos de una capa de pintura, las ventanas cubiertas del polvillo que las fábricas arrojaban al aire. Steve caminaba despacio, pateando una piedrecilla que se había cruzado en su camino. Por su lado pasó un grupo de chiquillas con los libros entre los brazos y le dedicaron una mirada curiosa y una risilla antes de seguir su camino. A sus 16 años el muchacho lucía mucho menor. Su cuerpo esmirriado y su baja estatura lo hacían parecer un chiquillo. El lo sabía. Sabía que no llamaba la atención... o quizás, sí. A los bravucones que solían meterse con él por sí y por no.

De no ser por su tozudez y por la siempre vigilante presencia de su amigo Bucky, quizás ya no se encontraría en este mundo. Su madre solía recordarle que se mantuviera alejado del camino de los bravucones, que se cuidara, que recordara que no contaba con buena salud. Steve se limitaba a rodar los ojos disimuladamente y a asentir con educación. Sabía que su madre lo decía con la mejor de las intenciones, pero, ¿cómo explicarle que él no los buscaba? Eran ellos los que parecían estar obsesionados con él. Pateó más fuerte la piedra para arrojarla lejos y se metió por un callejón para acortar camino a su casa. En esa parte de la ciudad el panorama se veía aún más deprimente con la ropa colgada entre los edificios, los perros y gatos callejeros, los basureros volcados...

Había oído decir a su madre muchas veces que, si la pensión de su padre hubiese sido más alta, ella se lo hubiera llevado a una zona más bonita, quizás a Jersey, donde tendrían mejor aire y sus crisis de asma no serían tan frecuentes. Su padre había muerto en la Gran Guerra, el mismo año en que él nació y ellos recibían una mísera pensión del gobierno que a duras penas alcanzaba para cubrir la renta y sus gastos. Su madre intentaba aumentarla lavando ropa ajena y él se dedicaba a hacer recados y ayudar en el mercado cercano a cambio de unos centavos que contribuían a mejorar el presupuesto familiar.

Los sueños de su madre le parecían llenos de ingenuidad. La amaba, pero no entendía como podía seguir alimentando sus fantasías en medio del panorama en que se encontraban. Quizás sus fantasías eran lo único que le quedaba. Aún era joven y conservaba mucho de su belleza, pero de nada le servían ni la juventud ni la belleza si se encontraba condenada a una vida de privaciones, viuda y con un hijo al que una brisa podía convertir en un amasijo de enfermedades. Esa era otra de las razones por las que Steve se odiaba a sí mismo. Era Steven Grant Rogers, hijo de un héroe de guerra y jamás le llegaría ni a los talones.

Suspiró una vez más y se arrebujó un poco más en la chaqueta de lana que llevaba. El invierno se aproximaba a pasos agigantados y debía cuidarse. El grito de una chica lo sacó de sus sombrías ensoñaciones. Alzó la vista y buscó la fuente del sonido con la mirada. Fue como si algo se activara dentro de él y entrara en modo automático. Alguien necesitaba ayuda, no podía hacer oídos sordos.

Corrió hacia el callejón de la derecha y se encontró con una escena conocida. Un grupo de tres muchachos rodeaban a una chica que intentaba recuperar algo de sus manos. La muchacha era bajita y tenía un largo pelo rojo atado con una cinta. Ellos reían mientras mantenían en el aire, fuera de su alcance, un par de zapatillas de ballet. La chica forcejeaba con el que parecía el jefe y le gritaba en un idioma desconocido para él.

−¡Hey! − gritó, llamando la atención de los idiotas. Mantuvo los pies firmes en el suelo, sabiendo que no tenía ninguna posibilidad contra ellos. Los conocía, habían asistido a las mismas clases en la secundaria. Vivían cerca, conocía sus puños. Eran parte del grupo de los que solían meterse con él. No supondría un contendiente, pero quizás si posaban su atención sobre él, la chica podría huir.

−¿Qué pasa, Rogers? ¿Las quieres para ti? − preguntó Henry Dempsey, el idiota mayor. Era por lo menos diez o quince centímetros más alto que él, fuerte como un toro. Tenía el cabello rubio rojizo y la cara llena de pecas que delataban su origen irlandés. Su sonrisa no le gustó a Steve. Era la sonrisa que siempre ponía cuando lo apalizaba.

− Eso no es tuyo... ¿o quieres aprender ballet, Henry? − picó, sabiendo que aquello lo haría enojar −Devuélvelas a la señorita. Apuesto a que a ella se le ven mejor.

Los muchachos se rieron mientras que la niña miraba la escena desconcertada, sin saber si moverse o no. Dempsey se acercó más a Steve y arrojó las zapatillas a un charco antes de cogerlo de las solapas de la chaqueta y estamparlo contra la pared más cercana. El chico más bajo ahogó un gemido de dolor y lo miró desafiante. Cuando llegó el primer golpe cayó como un saco de patatas al suelo. Pero, se levantó de inmediato con los puños en alto. La determinación fiera de su mirada hizo reír a su contrincante.

− Nunca aprendes, ¿no? − se mofó, lanzando otro golpe que Steve esquivó agachándose. Cogió la tapa de un cubo de basura tirado a su lado y le asestó un golpe seco en la mandíbula a Dempsey que lo descolocó un poco.

− Podría hacer esto todo el día −le replicó, sin bajar la guardia. Thompson, el segundo al mando se le acercó con el puño en el aire. Steve cerró los ojos y recibió el golpe sin rechistar. Uno, dos, tres más le siguieron. Ya no sabía quién lo había golpeado. Alzó la mirada por un segundo y abrió los ojos con sorpresa cuando vio a la chica armada con un grueso trozo de madera, seguramente recogido del suelo.

Todo pareció pasar en una fracción de segundo. La frágil muchachita golpeó con todas sus fuerzas al más grande de los atacantes por la espalda. Dempsey cayó inconsciente sobre el barro. Thompson y Doyle se giraron a mirarla con estupor. Ella soltó el madero y ante la sorpresa del más bajo de los idiotas, le asestó un feroz puñetazo en la nariz y una certera patada en los bajos. La expresión de dolor de Doyle sonó como un globo desinflándose. Se dejó caer de rodillas, sosteniéndose los genitales sin poder respirar con normalidad.

Un sorprendido Steve se levantó a duras penas y sosteniendo la tapa del cubo de basura con ambas manos, aaprovechó el estupor del mayor y golpeó a Thompson detrás de las rodillas haciéndole perder el equilibrio. Un segundo golpe le cayó en la sien, dejándolo fuera de combate. Steve jadeó y dejó caer su "arma" a sus pies para inclinarse y sostenerse el costado adolorido. La chica se acercó a él pasando por encima de los caídos y lo sostuvo por debajo de los brazos, ayudándolo a caminar. No tenían mucho tiempo antes de que los agresores volvieran en sí y debían huir lo antes posible.

− ¿Estás bien? − preguntó ella con su raro acento, mirando su rostro lleno de golpes. Steve asintió y sólo entonces se dio cuenta de lo hermosa que era. Sus ojos verdes como dos joyas le sostuvieron la mirada un segundo antes de volverse risueños. Su sonrisa era preciosa, amplia, limpia, sincera −Gracias por ayudarme... hubiera podido yo sola con uno, pero no con tres... − murmuró como disculpándose por haber necesitado su ayuda.

 −No hay problema... − medio jadeó él, aún sin poder dejar de mirarla. Nunca había estado tan cerca de una chica. Nunca había visto a nadie como ella. Su cabello rojo intenso, aquellos ojos maravillosos, su sonrisa... toda ella era como un sueño. La muchacha se inclinó a recoger sus zapatillas del suelo, con una expresión de tristeza. Caminaron un trecho más, hasta que hubieron perdido de vista al trío aquel.

Sólo entonces ella lo soltó, ayudándolo a sentarse sobre los escalones de un edificio abandonado. Aquella zona estaba llena de fábricas cerradas y edificios de pisos ya sin gente. La Gran Guerra se había llevado a muchos y más aún la Depresión que le siguió. La chica se sentó a su lado y procuró limpiar un poco sus zapatillas con el dobladillo de su vestido violeta.

− Me llamo Steve, ¿y tú? − preguntó con timidez, mirando sus pies un segundo antes de encontrarse con aquellos hipnotizantes ojos verdes.

−Natalia. Natalia Romanova−

"Siempre tuyo, Steve"Donde viven las historias. Descúbrelo ahora