El Templo Olvidado

Alana Baker: La panadera torpe

Era un día cálido. Más de lo normal para ser primavera, pero nada de lo que preocuparse. Al fin y al cabo, en unas semanas sería verano. El sol se alzaba en el horizonte, rompiendo la oscuridad de la noche y trayendo la luz de un nuevo día. La aldea comenzaba a despertarse. Con el alba, la gente del pueblo se preparaba para salir al campo o para abrir sus pequeñas tiendas. La excepción a la regla: la panadería.

Los Baker se levantaban un par de horas antes que el resto del pueblo y preparaban la masa de los deliciosos panes tan famosos entre las aldeas cercanas. Por no decir de los dulces y pasteles. Terrence Baker era hijo de panaderos y había aprendido el oficio de su padre y, éste, a su vez, había aprendido el oficio del suyo. Terrence se había casado con Elise, una mujer animada y trabajadora. Le encantaba preparar dulces y pasteles. Había sido la joven más hermosa de la aldea en sus años jóvenes. Aunque para Terrence seguía siendo la más hermosa de todas. Terrence y Elise tenían tres hijos.

El primero de ellos era John de 19 años. Seguía los pasos de su padre, aunque lo que realmente quería era ir a la ciudad y expandir la reputación de los Baker. Un joven con sueños por cumplir y metas por alcanzar. Alana era la segunda. A pesar de gustarle la panadería y los pasteles, la verdad es que no se le daba demasiado bien cocer el pan o cocinar. A sus 16 años, había quemado más panes que todos los Baker desde que se convirtieron en panaderos. Y no eran pocas generaciones, que digamos. No, Alana estaba hecha de otra pasta. Por último, estaba Peter. Diez años hacía que había llegado al mundo. Ocho de los cuales había estado causando problemas. Era demasiado travieso para controlarlo, pero era un niño. ¿Quién podía controlar a un niño?

Volviendo a donde estábamos, la panadería se encontraba en pleno ajetreo. Toda la familia Baker, excepto por el pequeño Peter, se esmeraban por amasar, cocer y preparar la tienda. Bueno, en realidad, las dos primeras cosas eran tarea de los señores Baker y de John. Alana se encontraba colocando el pan ya horneado en sus cestas, listo para venderse. Era la única tarea que ella podía hacer sin acabar destruyendo la panadería. Mientras hacía su tarea, miraba hacia el exterior. La verdad es que siempre había querido salir a explorar. Se había adentrado algunas veces en el bosque que se podía ver un poco más allá de la aldea, pero nunca había ido lo suficientemente lejos para no sentirse en casa. Alana era como el viento. A veces, se sentía recluida en esas cuatro paredes o en el pueblo. Y muchas más veces, sentía que necesitaba alejarse de todos para trepar a lo alto de un árbol y sentir el sol y la brisa desde su copa.

En eso estaba, en distraerse, cuando su mirada se cruzó con la de su mejor amigo: Frederick. Un par de años mayor que ella, Frederick Bloomfield ya trabajaba en la herrería de su familia. Su familia no era originaria del pueblo. Llegaron antes de nacer su hermano pequeño y...

-¡Alana! – gritó su madre, sacándola de su ensoñación -. Ven a buscar estos panes. Son los últimos de momento.

-¡Sí, mamá!

Alana desvió si atención a cosas "más importantes". Apresuradamente, se adentró en la tienda. Hacía bastante calor en la trastienda. Allí tenían el horno pequeño, para los días normales. En el exterior de la casa se podía encontrar un horno de unas dimensiones un poco más grandes, pero solo se utilizaba para las celebraciones de la comunidad. Su padre, apoyado en una de las mesas de trabajo, se secaba el sudor con un trapo. Su madre se disponía a buscar un poco de agua para refrescarlos. Y su hermano se encontraba preparando parte de la masa para el día siguiente.

-Hija, la bandeja pesa mucho, así que ten cuidado – dijo su padre, señalando una bandeja llena de panes -. Quizá sería mejor que los llevases en dos veces. O, mejor, te ayudo yo.

El señor Baker se dispuso a separarse de la mesa, pero Alana lo detuvo.

-Papá, es mi trabajo. Debo hacerlo yo. Si no puedo hacer esto, ¿cómo voy a ayudar en casa?