Capítulo 2: Destruída

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Capítulo II

Cuando Nat despertó, su primera sensación fue de dolor. El más fuerte residía en la base de su cráneo donde recordaba haber sido golpeada con inusitada fuerza. Se sintió estúpida, como una agente novata. ¿Cómo era posible que la hubiesen sorprendido con la guardia baja? Recordaba haber subido a la segunda planta de aquella precaria construcción, con el arma por delante, atenta a cualquier movimiento sospechoso. Sus sentidos, afilados como una navaja, estaban en alerta, esperando el momento en que apareciera cualquier enemigo. Pero, algo la había distraído. Un destello de luz entró en su ojo, cegándola por un segundo. Entró en aquella habitación estrecha y miró por la ventana, buscando la fuente del destello. Era Steve. La luz se había reflejado en su escudo y la había cegado. Como él. 

Ajena a su alrededor, se permitió exhalar un suspiro al verlo enfundado en su traje de batalla. Verlo pelear era un deleite a los ojos. Todo él lo era. Alguien le había arrancado el casco y su cabello rubio le cubría en parte los ojos, humedecido por el sudor. Nat habría dado lo que fuera por tener en ese momento la oportunidad de acomodárselo con una caricia. Sabía lo puntilloso que era sobre su presentación personal y, estaba segura de que estaría molesto cuando se viera así. Sus costumbres de soldado antiguo seguían muy arraigadas en su forma de ser y en cómo se presentaba a los demás: rígido, serio, siempre perfecto. Excepto con ella. La convivencia y la confianza generada en aquellos meses de compartir no sólo la guerra sino la paz, había logrado que se abriera, que con ella sólo fuera Steve. 

Steve, el hombre de los radiantes ojos azules en los que se hubiera ahogado con gusto. Steve, el de la sonrisa boba, el que parecía perdido en el mundo que lo rodeaba. Steve, al que no lo gustaba el lenguaje vulgar, el que le ofrecía un pañuelo cuando la veía sudando por el entrenamiento, el que le abría la puerta y la dejaba pasar delante, el que no la dejaba pagar la cuenta. Amaba a ese hombre con todo su ser, pero no podía permitirse mostrarlo. Ella estaba maldita. Proscrita. No podía permitirse amar a alguien tan recto como él. Ella sólo lo rompería, como lo hacía con todo lo que tocaba. 

Y fue ese pequeño momento en el que se perdió en los movimientos de Steve que alguien aprovechó para darle un fuerte golpe por la espalda que la hizo gritar para luego dejarla inconsciente. Todo el mundo se sumergió en la oscuridad, alejándola de golpe de aquella pequeña fantasía en la que se había dejado caer. Intentó moverse y en ese momento se dio cuenta que estaba atada a una camilla ginecológica. Su pulso se aceleró al notar su posición y su temible vulnerabilidad. Intentó jalar las ataduras, liberarse, pero no consiguió más que lastimar sus muñecas con el cuero rígido. Respiró hondo, pensando racionalmente en sus opciones, evitando así que el pánico se apoderara de ella. Pero, se tornó aún más difícil cuando reconoció la sala donde se encontraba. 

Una sala estéril, cubierta de azulejos blancos. El ambiente olía a lejia, a medicamentos y a miedo. A su lado, una bandeja metálica, repleta de instrumentos quirúrgicos que reconoció con facilidad. Su graduación. Allí la habían esterilizado y convertido en una máquina, allí la vaciaron y la suplantaron por alguien más. Su pecho subió y bajó con fuerza, denotando lo aterrada que se encontraba en ese momento. Ese lugar representaba lo peor de su pasado y allí se encontraba de nuevo, temblando como una hoja, igual que la primera vez. Se regañó mentalmente. ¿Dónde estaba la Natasha que no se amedrentaba ante nada? ¿Dónde estaba la que no había parpadeado frente a la caída de un enorme monstruo delante de ella en Nueva York? Pues, ella estaba bien protegida bajo el escudo de Steve. Siempre se había sentido más segura cerca de él. Sabía que a su lado, nada malo podría ocurrirle. Pero, ahora Steve no estaba. Estaba lejos, y no podría ayudarla. 

Escuchó voces acercándose y decidió seguir con los ojos cerrados, fingiendo aún estar inconsciente. La conversación se escuchaba amena; hablaban en ruso. Eso la convenció de que sí estaban en su antiguo país. El sonido de la puerta la sacó de su ensoñación. Sintió una mano subirle por un muslo y un chiste subido de tono, comentando lo mucho que iban a divertirse. Un escalofrío le recorrió la espalda. Pensó que aquella época en la que los hombres hablaban así de ella había quedado definitivamente atrás. Se equivocó, ella jamás podría escapar, no la dejarían. Su pasado la perseguiría por siempre. Contuvo el aliento, esforzándose por contener las lágrimas y no dar indicio de que estaba despierta, que los escuchaba. Y lo había conseguido, hasta que el golpe del agua en su rostro la hizo toser y revolverse, angustiada. 

Jadeó y enfocó su mirada en los hombres que la miraban divertidos. El acompañante de Azimov era un hombre de baja estatura y complexión delgada con el cabello lleno de canas. No le inspiró ninguna confianza, menos cuando vio como manipulaba los instrumentos quirúrgicos a su lado. Sabía como usarlos, de eso no había dudas. Lo más probable es que fuese un médico o un cirujano. ¿Qué es lo que pretendían realmente con ella? ¿Para qué habrían llevado a un médico? La respuesta no le gustaría, eso era tan seguro como que el sol salía por el este. 

Los ojos grises de Azimov se clavaron en los suyos. 

–Buenos días, Natalia. ¿Lista para dejar de ser estéril? 

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