Parte II: BAJO TORTURA - CAPÍTULO 17

Comenzar desde el principio
                                    

Dana sacó un pañuelo, lo embebió en un líquido que llevaba en un pequeño frasco que había comprado en Vikomer para esta eventualidad y lo apoyó con fuerza en el rostro de Sabrina, tapando su boca y su nariz. Sabrina se desvaneció en los brazos de Bruno.

—Lo siento, Sabrina —murmuró Dana.

—¿Quieres que la ate? —preguntó Bruno.

—No, no es necesario. Para cuando despierte, ya estaremos a salvo —respondió Dana.

Augusto desenfundó su magnífica espada de Govannon y apoyó la punta sobre el pecho de Dana.

—¿Qué haces, Gus? —lo cuestionó ella—. No tenemos tiempo para esto.

—Voy a ir por Liam, no vas a detenerme —le dijo él con los dientes apretados.

—No, Gus, eso no es parte del plan —trató de explicarle ella.

—¡Al diablo con el plan! No voy a abandonar a mi amigo —gruñó él.

—Bájala, Augusto —le apoyó la pistola en la sien Bruno.

—¿Vas a volarme la cabeza? —se burló Augusto—. No lo harás. Si quieres amenazarme, hazlo de forma más creíble.

—Cierto. De acuerdo —dijo Bruno.

Despegó el arma de su cabeza, apuntó más abajo y a la izquierda y disparó.

—Aghh —gimió Augusto, soltando la espada y agarrándose el brazo derecho.

Bruno recogió la espada. Dana se le echó encima a Augusto, empujándolo bruscamente contra la pared y apoyándole el antebrazo en el cuello:

—¿Crees que yo quería esto? ¿Lo crees? —le gritó, presionándole el cuello—. ¡Le dije a él que no se separara de nosotros! ¡Te dije a ti que lo siguieras y lo trajeras de vuelta, maldita sea!

—Déjame traerlo de vuelta ahora, déjame ir por él —articuló Augusto con dificultad.

—Es tarde, ¿no lo entiendes? Si vas allá, si cualquiera de nosotros va allá, lo degollarán frente a nuestros ojos.

—¿Cómo lo sabes? ¿Cómo puedes estar segura? —la cuestionó él.

—Porque lo vi —dijo ella con lágrimas en los ojos—, yo lo vi. Decenas de veces, desde distintos ángulos, en distintos escenarios. La única forma en que sobrevivirá es si dejamos que se lo lleven.

—¿Qué le pasará si se lo llevan? —preguntó Augusto con un hilo de voz.

—Cosas horribles —respondió ella, aflojando la presión sobre el cuello de él—, pero al menos vivirá.

—¿Por qué no se lo dijiste? ¿Por qué no le advertiste? —le reprochó Augusto.

—Porque en todas las líneas de tiempo en que lo hago, no solo muere él sino también nosotros, y Sabrina termina esclavizada por uno de los magos —contestó ella con la voz quebrada.

Augusto tragó saliva. Las lágrimas se derramaron por sus mejillas sin que él intentara detenerlas.

—Debemos irnos, no podemos esperar más —dijo Dana con la voz apagada.

—¿Qué hay de nuestro contacto? —preguntó Bruno.

—Tendrá que alcanzarnos después, de alguna otra forma —respondió ella.

Dana metió la mano en su escote y sacó un medallón relicario de oro, oculto bajo su blusa, que colgaba de una cadena también de oro. Lo abrió y expuso una gema roja de forma hexagonal que comenzó a brillar con una potente aura de energía.

—¿Vienes? —le preguntó Bruno a Augusto.

Augusto asintió con la cabeza en silencio. Bruno le devolvió la espada y Augusto la envainó con dificultad, usando el brazo izquierdo.

—Lamento lo de tu brazo —dijo Bruno.

Augusto no contestó.

—Es solo un rasguño, me aseguré de eso —continuó Bruno—. ¿Quieres que te ayude a vendarlo?

—Déjame en paz —gruñó Augusto.

Bruno suspiró y se volvió hacia la durmiente Sabrina que descansaba apoyada sobre un ángulo que unía dos de las derruidas paredes. Se agachó y le pasó un brazo por debajo de las axilas para alzarla.

—Apártate, yo la cargaré —le dijo Augusto.

Bruno estuvo a punto de señalarle que con su brazo herido, era mejor que no hiciera fuerza innecesaria, pero la mirada severa de Augusto lo disuadió de dar voz a su advertencia.

—Este es el lugar exacto —le indicó Augusto a Dana un área de la descascarada pared de piedra.

Dana tomó el Tiamerin con cuidado entre dos dedos y lo acercó a la pared. El portal no tardó en abrirse, convirtiendo la sólida roca en una superficie acuosa y fluida.

—Tenemos que cruzar al mismo tiempo y en contacto físico —dijo Dana.

Augusto, que tenía a Sabrina en brazos, apoyó su mano derecha sobre el hombro izquierdo de Dana. Bruno se colocó al otro lado y apoyó su mano en el hombro derecho.

—¿Están listos?

—Sí —respondieron Augusto y Bruno al mismo tiempo.

Los tres avanzaron, atravesando la superficie fluctuante del portal. Ni bien hubieron desaparecido del otro lado, el portal se cerró y la pared volvió a ser sólida roca.

Del otro lado de la grieta, los ojos de Felisa se abrieron desmesurados y se tapó la boca con asombro.

LA REINA DE OBSIDIANA - Libro VIII de la SAGA DE LUGDonde viven las historias. Descúbrelo ahora