1. La niña de la caperuza

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En una casita de un pueblo del marquesado de Carabás, vivían Firomena y su abuelita. Era un hogar modesto y acogedor, pero más que nada sumamente engañoso, pues nadie podría adivinar que era el punto de partida de una historia extraordinaria.

Todos nosotros, en algún momento, nos hemos topado o hemos escuchado de este tipo de niños. Esos tocados por algún designio milagroso. Esos que nacen siendo genios, o hermosísimos o muy talentosos, o todo eso junto. O que, en todo caso, el azar les tiene preparada una sorpresa grata, como estar destinados a encontrar un tesoro o ser una princesa perdida.

El caso de Firomena era el del azar, definitivamente. Aunque el azar de la mala suerte.

Lejos de parecer desafortunada, Firomena era una niña que nadie diría que le iría mal en la vida

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Lejos de parecer desafortunada, Firomena era una niña que nadie diría que le iría mal en la vida. Era delgaducha, de un cabello naranja zanahoria, y de ese tipo de niña que, si volteas por un instante, ya no está donde la dejaste. Hiperactiva y curiosa como ella sola. Como un juguete de cuerda infinita. Y totalmente dedicada a ayudar a su abuela, a quien admiraba por encima de todo.

Firomena y su abuela no vivían en la opulencia, pero jamás conocieron privaciones. No les sobraban atuendos, pero tenían los que necesitaban, contaban con un cálido fogón que calentara sus inviernos y siempre había garantizada sobre la mesa una deliciosa comida esperándolas. Y Firomena sabía muy bien que era todo gracias a la abuela.

Ella era una mujer regordeta, de cara circular y arrugada, sus cabellos plateados sujetos siempre en un moño redondeado. Aunque estaba entrada en años y ostentaba la apariencia de una tierna anciana, no existía persona más emprendedora y enérgica que la abuela.

Desde que Firomena podía recordar, en su cocina siempre había flotado la exquisita nube de los aromáticos manjares que elaboraba su abuela. Tartas de fruta recién horneadas, asados cocinándose a fuego lento, caldos espesos salpicados de verduras, vapores cálidos que prometían una aventura para el paladar. 

 

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Firomena nunca dejaba de maravillarse de la maestría y precisión de la abuela en sus artes gastronómicos. La firmeza con la que amasaba la masa, picaba las verduras y la carne, derramaba una pizca de sal, el momento en el que agregaba un ingrediente, o especiaba con algún condimento secreto. Y nunca faltaba esa expresión de animada concentración, esa de los que disfrutan con desempeñar un buen trabajo.

El resultado no podía desmerecer el esfuerzo. Al principio, Firomena, con su oscura caperuza bien puesta y sus mejores botas, era quien, canasta en mano, repartía los pedidos de los clientes directamente a sus casas. Pero luego, la fama de los exquisitos manjares de la abuela se esparció de forma lenta y firme por todo el marquesado de Carabás. 

 

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Firomena y la abuela vieron desfilar por su puerta a diversos clientes anhelantes de sus servicios culinarios. Desde sencillos trabajadores, hasta mayordomos de familias nobles; solicitando que elaborara algún plato en especial. Un ganso asado a la naranja, una perdiz cocida con relleno, un jugoso cerdo a la brasa... O también podían solicitarle un festín completo. Luego de eso, vinieron inevitablemente las ofertas de trabajo.

Las cocinas por las que pasó la abuela fueron, en un principio, estrechas. Pero ella nunca se quedaba mucho tiempo en una, pues siempre aparecía una oferta mejor. Una cocina más abastecida y nutrida, ingredientes más variados y costosos. La abuela se aseguró de desempeñar exquisitamente su labor en cada una de esas casas.

Llegó un día en que le plantearon una oferta de trabajo insuperable. La oferta de trabajo. Firomena ya había previsto que esto sucedería. Un carruaje vistoso se aparcó en su puerta, y el elegante mayordomo que descendió de él venía de parte del mismísimo marqués de Carabás.

 Un carruaje vistoso se aparcó en su puerta, y el elegante mayordomo que descendió de él venía de parte del mismísimo marqués de Carabás

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Aquello no significaba sólo una paga inmejorable, sino el título indiscutible de la mejor cocinera de la región. Los exigentes gustos del marqués eran bien conocidos, él tenía lo mejor de todo. Las mejores tierras, el mejor castillo, las ropas más finas, los mejores bailes, y por supuesto, debía tener la mejor cocinera. La abuela no lo pensó dos veces y aceptó la propuesta.

Fue entonces que las dos se mudaron a una nueva vida en el fastuoso castillo del marqués. Y, para la pequeña Firomena, aquella fue una desgracia disfrazada de bendición.


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Caperucita con botas y el gato rojoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora