El deseo a Littera

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El cielo volvía a brillar en un amarillo vibrante, una luz perfecta que bañaba los árboles, montañas, cada piedra, planta y ser vivo gozaba de su abrazo cálido, como el de un padre que cuida de sus hijos. Pero ese no era el caso en el pueblo de Sen, un lugar cubierto por una niebla misteriosa desde hacía tantos años que el mundo mismo se había olvidado de su existencia.

Antes un pueblo rebosante de vida, pues sus campos de cultivo siempre habían sido clave para su economía, sin mencionar el culto a su espíritu guardián de la montaña: El búho Littera, una deidad legendaria por su capacidad de proteger y hacer de todos los días prósperos. Un día, surgió la creencia de que el protector perdió la fe en el pueblo y su gente, pues una neblina espesa se ciñó sobre los techos y templos, llovió desesperanza y miedo, se agarró de los corazones de los lugareños y los fue envolviendo en piedra. Poco a poco, cada pueblerino acabó convertido en una estatua, fría y abandonada por el sol y Littera.

Entonces un día, tan blanco y frío como todos, algo cambió. Una gota única de agua de lluvia regó la cabeza de una de estas estatuas. La frente, el ojo y luego la mejilla, bajó por el cuello y el hombro hasta dar con lo que había sido su atuendo, de ese modo bajó hasta sus sandalias, terminó el recorrido hasta el suelo. Algo nació de ahí. El hilo de humedad abandonado brilló suavemente, la figura en la que cayó comenzó a moverse. Primero las manos, extendidas al cielo como si pidiera clemencia, se cerraron. Bajaron poco a poco, los hombros respondieron después, luego el torso, la cadera, las piernas cedieron al peso y la figura cayó arrodillada.

Por último, un soplo de aire entró en su boca, los ojos parpadearon con rapidez y un suspiro abandonó los pulmones. El primer respiro en años de quietud. La estatua de piedra miró finalmente qué ocurría. Era un joven, ni muy adulto, ni muy niño, en la edad adecuada para ayudar en los plantíos y transportar los frutos a la bodega.

¿Qué ocurría?, ¿dónde estaba?, ¿quién era? Fue recordando poco a poco. Hara... Hara Seiryo, de Sen. Se encontraba frente a uno de los templos de Littera, dañado por los años de abandono y con la figura del búho a medio carcomer. No sabía qué ocurría más allá de la niebla, pero tenía que apresurarse a buscar a su familia. El joven estatua se puso de pie, corrió, torpemente, se tropezó, una y otra vez, no estaba acostumbrado a su peso ni articulaciones, las cuales se cuarteaban al no estar pensadas para moverse.

Llegó a casa al fin, abrió la puerta para encontrar a su madre y padre, junto con su hermano menor, petrificados en el comedor, la comida había sufrido el mismo destino, su expresión era de alegría, como si no se hubieran percatado de lo que pasaba a su alrededor. Un plato yacía en un asiento vacío de la mesa, olvidado, como si al dueño no le hubiera importado o ni siquiera se hubiera presentado.

Fue con sus padres, los abrazó. Nada. Fue con su hermano, lo estrujó entre sus brazos, nada. El joven suspiró, ni siquiera él sentía el calor, todo era rugoso y rígido, pero sus expresiones tenían una calidez inexplicable para él, que, a diferencia de ellos, tenía una mueca disgustada y temerosa. No iba a obtener respuestas de ahí, si su familia estaba petrificada entonces todo el pueblo lo estaría. Ahí lo asaltó la pregunta: ¿Por qué Littera permitió que eso ocurriera?, ¿no existía para proteger la tierra, los cultivos y el bienestar de Sen?

Sólo quedaba una salida. El búho había abandonado a la gente, les dio la espalda sin preocuparse por qué sería de ellos. Así que ahora debía hablar con él. Littera nunca fue un espíritu inexistente, tampoco una invención del pueblo para adorar a alguien y agradecer las cosechas, sino que había sido una criatura criada desde pequeña en el templo del pueblo, de poderes místicos y una envergadura legendaria, se decía que sus plumas conseguían hacer fértil cualquier tierra desolada.

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