A solas con sus pensamientos, las palabras de Miguel vuelven a su cabeza. Cuanto más escuetas son sus intervenciones, más le dicen y más le duelen. De nuevo, vuelve a su cabeza la idea de que no es ella la persona con quien Miguel quiere compartir su vida.

E intenta retenerlo, pero no puede. Intenta no dejar pasar la paranoia que creía haber dejado atrás, en Alicante. Pero esta entra de nuevo en su mente con una facilidad pasmosa y que solo se puede deber a que, en el fondo, la idea no ha dejado de acecharle.

Raquel.

No pasó mucho tiempo desde que la ascendieron a la misma posición que su marido hasta que Rocío empezó a notarlo distante. Durante todo el viaje ha estado tratando de evitar pensar que lo que hace su marido en el ordenador no es trabajar, sino mensajearse con Raquel. Sin embargo, las coincidencias se acumulan y la paranoia aumenta. Rocío sabe que no debería hacer ninguna locura en mitad de un viaje familiar, pero el vaso está colmado. Lleva colmado y rebosando mucho tiempo.

Se sube al ascensor y pulsa el cuatro, donde está su habitación. Donde está su marido.

No piensa mirarle el ordenador para comprobar si lo que ocupa a Miguel son asuntos de trabajo o no. Piensa hacer algo mucho peor. Algo de lo que se va a arrepentir.

Las puertas del ascensor se abren de nuevo y Rocío camina despacio por los pasillos vacíos. En cuanto llega a su puerta, apoya la espalda en la pared, comprueba que no haya nadie que pueda verla y cierra los ojos. Se concentra en la apariencia de Raquel. Hace muchísimo tiempo que no hace lo que está a punto de hacer.

Con los ojos cerrados, se siente encoger unos centímetros. Cuando los abre, su camiseta básica blanca y sus vaqueros cortos siguen siendo los mismos, pero su piel es más oscura, y su pecho y caderas, más voluminosos. Se coge un mechón de pelo y comprueba que es negro y rizado. En su brazo encuentra un lunar que nunca había visto antes.

Inmediatamente se arrepiente y está a punto de pegar un golpe a la pared de pura frustración, pero se contiene: Miguel la oiría.

Respira hondo. Ella no es así. Desde luego que no es así, pero está harta de la situación. Está harta de sentir que no le importa nada a la persona que creyó que más querría en la vida. Está harta de sí misma, de sus pensamientos, de Miguel y de su matrimonio. No puede más.

Ya se ha perdido a sí misma. Se agarra a esa idea para justificar lo que pretende hacer a continuación.

El plan es actuar como si su teoría fuera cierta. Si no lo es, Miguel se sorprenderá o adivinará que se trata de ella. Y entonces... todo estará perdido. Pero, si resulta tener razón, también.

De todas maneras, lo suyo está acabado desde hace tiempo y no hacen sino alargarlo por miedo a enfrentar la situación. Suspira, abre la puerta con la tarjeta y entra en la habitación.

Su marido -por supuesto, enfrascado en la pantalla del ordenador- se vuelve hacia ella -¿o hacia Raquel?- y la sorpresa se dibuja en su rostro.

-¿Tú? ¿Qué haces aquí? Pero si... -señala el portátil, confundido. Rocío traga saliva: estaba hablando con ella. Pero debe seguir en su papel.

-¿Qué? Quería darte una sorpresa, tonto. -Tira la tarjeta encima de la cama-. ¿No me echabas de menos?

Se acerca a él a pasos lentos, ladeando una sonrisa.

-Pues claro, pero... ¿Cómo has sabido cuál era mi habitación?

-Contactos, mi amor. -Miguel sonríe, impresionado-. ¿Te parece que eso sea lo más importante ahora mismo?

Por fin frente a él, alza los brazos y los pasa por detrás de su cuello. Él la abraza por la cintura con una dedicación que Rocío es incapaz de recordar con ella. Casi se le empañan los ojos, pero no se lo permite. No delante de él.

-No, claro que no.

Se besan. Abajo en la piscina suena un griterío de niños que aplauden y una canción infantil muy conocida que empieza a sonar por los altavoces. Rocío sabe que es en ese beso cuando Miguel la reconoce. Lo sabe por la manera en que se separa con brusquedad para mirarla bien. Sin embargo, para cuando lo hace, ella ya ha recuperado su apariencia real.

-Estás loca.

-¿Eso es todo lo que tienes que declarar? -inquiere ella, aún con sus brazos en los hombros de su marido. Él, no obstante, la suelta como si se tratara de un bicho y se aparta.

Lentamente, ella también deja caer sus brazos. Miguel resopla y se presiona la nariz con los dedos. Apoya una mano en la pared y mira por la ventana.

-Rocío... Joder. -Chasquea la lengua.

-Miguel, yo no voy a decirte con quién se te tiene que ir el corazón o la polla, pero habría estado bien un poco de honestidad en vez de un jueguito a dos bandas. -Se inclina, intentando verle el rostro-. O que me miraras a la cara ahora mismo, al menos.

El hombre vuelve a chasquear la lengua y la mira. Niega con la cabeza. No tiene mucho que decir y no hace falta ser una bruja de agua para saberlo. No piensa pedir perdón, al parecer, así que Rocío vuelve a hablar:

-¿Desde cuándo?

-Desde diciembre.

Rocío asiente, asimilando que lleva medio año como mínimo con una persona que ya no la quiere. Por alguna razón, tener la certeza de ello duele más que sus suposiciones.

-Te lo pasaste bien en mi cumpleaños y en el de la niña, entonces. -Las orejas de Miguel enrojecen y Rocío casi tiene que ahogar una risa irónica-. No te preocupes, el tuyo también lo vas a pasar con ella.

Miguel asiente y ella se siente aliviada y dolida a partes iguales. No piensa luchar por ella y, aunque ella tampoco pretendía luchar por su matrimonio, eso termina de demostrarle que no le importa ni un poco a la persona que tanto le ha importado a ella.

-Pasaré por aquí antes de que te vayas para recoger todas mis cosas -dice, cerrando su portátil y cogiéndolo bajo el brazo.

-Antes de que nos vayamos -corrige ella-. Nerea se queda conmigo. -Miguel frunce los labios, pero no dice nada-. Supongo que todo esto es un alivio para ti.

-No íbamos a ninguna parte, Rocío. Desde mucho antes de diciembre.

-Ya -concede ella, dando un paso hacia él-, pero la solución adulta habría sido hablarlo con claridad y no jugar a las escondidas, a las familias y a los viajes. Soy abogada, Miguel. Igual que puedo encargarme del papeleo del divorcio ahora, podría haberlo hecho en cualquier otro momento.

-Basta -masculla-. Ya sé lo que he hecho, Rocío, y ya sé si está bien o mal. Me voy, ya está.

-Una última cosa -vuelve a hablar la rubia, cuando el hombre está ya con la mano en el picaporte de la puerta-. Espero que aprendas a comportarte antes de seguir con Raquel. No se merece que juegues con ella.

Miguel no dice nada más. Abre la puerta con un resoplido cansado y se va.

Cuando la habitación vuelve a estar cerrada, Rocío se deja caer en el sillón y mira por el ventanal que da a la piscina. Ahora que la tensión del momento ha acabado, se siente agotada mentalmente. Un nudo se instala en su garganta al asimilar que todas sus sospechas de tantos meses atrás eran ciertas. Ahora que definitivamente va a estar sin Miguel, su vida no va a ser muy diferente de lo que ha sido en el último tiempo viviendo con él.

Pero... ¿y Nerea? ¿Cómo se lo va a explicar? ¿Puede una niña de tres años haberse dado cuenta de que sus papis no se quieren tanto como dicen en el colegio que deberían?

Busca su cabecita rubia con la mirada entre el público frente al escenario. La encuentra en el extremo de una de las primeras filas, cerca del grupo de monitoras. Su niña mira embobada a ese grupo de personas vestidas de rojo y azul que Rocío está harta de ver.

Desvía la mirada al reloj de números fosforescentes en su mesilla de noche: son las once y cuatro minutos. El espectáculo debe de haber empezado hace un momento, aunque el mal rato con Miguel se le haya hecho eterno. Resopla y se deja caer hacia atrás. Le esperan una hora y un día muy largos.

Después de pensárselo un poco, se saca el móvil del bolsillo. Lo desbloquea y busca la conversación de WhatsApp con Alba.

Tienes la tarde libre?

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