Prólogo

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El sol se filtra por las rendijas de una persiana medio abierta, y pequeñas partículas de polvo danzan en el aire, siendo únicamente visibles una vez se cruzan en el camino de los rayos tenues de luz. Unas manos blancas y suaves como el algodón teclean con rapidez e impaciencia sobre el teclado de un pequeño computador portátil de color blanco, cuya tapa tiene grabada, justo en la mitad, un pequeño círculo de color plateado que encierra una mano empuñada y levantada.

El vaivén de una silla mecedora es el único sonido, aparte del tecleo, que puede ser escuchado en esta gran oficina con olor a desinfectante y cigarrillo, una combinación sin duda desagradable. Las paredes y los muebles blancos abrazan los sentidos de tal manera que cada minuto que se pasa aquí se siente menos pesado, más tranquilizante.

Pero la mujer detrás del escritorio, escribiendo con rapidez, no está tranquila. Su rostro se contorsiona cada vez más con cada palabra que escribe en ese pequeño aparato. Cada tanto se detiene por un pequeño instante, sólo para llevar una de sus manos a su cabello rojizo y pasarla con desesperación hacia atrás, mientras cierra los ojos, parpadeando con rapidez al abrirlos. Continúa escribiendo. Sus ojos inyectados de sangre son muestra del cansancio físico, y el cigarrillo encendido en el cenicero, que yace junto a siete más que ya ha acabado, prueban el estrés mental producto de una situación de la cual pocos tienen conocimiento.

Un hombre de treinta años impulsa con su pierna derecha la silla mecedora en la que está recostado, situada en una esquina de la oficina, y comienza a dormirse tranquilamente. Cabellos castaños caen sobre su rostro, y su boca medio abierta inhala y exhala aire cuando cae en un sueño completo. En su mano derecha sostiene un papel doblado a la mitad; en la izquierda, un arma.

El teléfono que está sobre el escritorio comienza a sonar, pero ella lo cuelga con rapidez. Un suspiro se escapa de su boca, y finalmente presiona la tecla enter con fuerza, cerrando la laptop después de un rato.

Sus ojos se centran en los míos ahora, mientras toma el cigarrillo a medio acabar y se lo lleva a la boca, aspirando humo y luego expulsándolo con los ojos cerrados. Lo deja sobre el cenicero, no sin antes restregarlo sobre el frío metal para apagarlo. Se pone de pie. El sonido de su silla al moverse hacia atrás hace que el hombre se despierte, por poco cayendo de su cama improvisada.

Ella toma su teléfono y lo introduce en el bolsillo de su bata blanca. Una impresora imprime algunos papeles, los cuales ella toma e introduce en una carpeta que lleva el mismo símbolo del pequeño computador. Se dirige a la salida, y cuando se sitúa frente a la puerta de cristal de la oficina ésta se abre automáticamente hacia la izquierda. Sale del lugar con pasos relajados, y el hombre y yo la seguimos por un largo y ancho pasillo blanco que tiene más oficinas a cada lado.

Llegamos a otro pasillo más grande, con grandes ventanales que dan a la ciudad. Ella oprime un botón y esperamos tranquilamente a que uno de los ascensores llegue hasta nuestro piso. A mi lado, el hombre deja salir un bostezo perezoso, y cuando sus ojos se cruzan con los míos me dedica una sonrisa amigable.

Cuando llega el ascensor entramos en él rápidamente. Ella oprime el botón del recibidor, y yo me recuesto contra una de las tres paredes de cristal, observando la ciudad moverse bajo mis pies. A esta hora el ocaso aparece en el horizonte, haciendo que algunos de los edificios más grandes se vean casi negros por estar a contra luz. Las luces de los autos dibujan líneas en las calles mientras pasan con velocidad. Todos están yendo a casa ahora, después de un día de arduo trabajo y rutinas aburridas.

A mis pies el suelo se ve cada vez más cerca. Cuando llegamos al recibidor y se abre la puerta del ascensor inmediatamente el ruido de cientos de voces llega a nuestros oídos. El lugar es enorme, y el blanco continúa predominando. El suelo brilla con la luz. Al observar hacia arriba la mirada no se topa con un techo de inmediato, sino con un gran espacio circular que permite ver decenas de pisos más, cada uno bordado con barandillas de cristal y metal. A lo lejos se ven más personas caminando de un lado para otro en cada piso superior, y aquí abajo la multitud de personas en batas blancas es aún mayor.

Seguimos a la mujer hasta el otro lado del gran recibidor, que se encuentra a ciento cincuenta metros de distancia. Mientras caminamos, el hombre a mi lado juega con su arma, pasándola de una mano a otra mientras tararea una canción. Cada científico que pasa a nuestro lado nos dedica una sonrisa impecable. Todos ellos tienen escrito, en sus batas blancas, la palabra 'TORCLON', que es el nombre del lugar en el que nos encontramos. Nuestra ropa negra, la del hombre y la mía, en contraste con todo el blanco llama la atención de cada habitante de esta gran sede. Cuando llegamos al otro lado del recibidor nos encontramos frente a otro ascensor, pero éste es especial, lleva abajo, a los laboratorios subterráneos, donde muy pocas personas tienen acceso. Un pequeño cartel encima de la puerta indica "Sólo personal autorizado", y el ascensor sólo puede ser activado por medio de reconocimiento de retina.

La mujer desliza una tarjeta por un lector situado al lado de las puertas del ascensor, y una luz verde parpadea en la rendija mientras lo hace. Posteriormente, encima del lector de tarjetas la pared se abre, y un aparato con una pantalla sale del interior. Ella recuesta su mentón en una pequeña almohadilla debajo de la pantalla, y una luz verde pasa sobre sus ojos mientras los lee.

Otra luz verde parpadea, indicando que ha sido reconocida. "Renée Reed" se lee en la pantalla, y las puertas del ascensor se abren.

Nos observa, y mi corazón comienza a acelerarse. ¿Nos permitirá ir con ella? ¿Podremos por fin ver lo que hay abajo?

Pero mis ilusiones se derrumban rápidamente cuando ella entra sola al ascensor, y nos indica con la mano que permanezcamos fuera. Estira su otra mano y entrega la carpeta al hombre a mi lado. ¿Nos ha hecho venir hasta acá sólo por eso? ¿No podía entregarnos la carpeta desde que estábamos en la oficina?

—Les deseo la mayor de las suertes —expresa, sonriendo.

Ambos la observamos con el ceño fruncido. Se encerrará un tiempo allá abajo con otros científicos, como lo hacen cada tanto, y no la veremos en mucho tiempo.

—¿Estás seguro de que puedes con la presión, Martin? —inquiere al hombre a mi lado.

Él suspira, se cruza de brazos y le dedica una mirada de seguridad.

—Más que seguro, mamá —contesta con confianza.

Ella sonríe levemente, antes de que las puertas del ascensor se cierren y su figura se reemplace con la mía propia, reflejada en el metal brillante de las puertas.

Martin y yo nos quedamos en silencio un rato, observando nada en específico, hasta que la abundancia de blanco comienza a marearnos y sentimos que ya es hora de salir de este lugar y volver a nuestro lugar de trabajo. Él me da unas palmaditas en el hombro y se da media vuelta, alejándose de allí con rapidez. Cuando lo observo irse, puedo notar que abre la carpeta mientras camina, a pesar de que es información confidencial dirigida a otra persona la cual no tenemos permitido leer; le echa un vistazo rápido y luego la vuelve a cerrar.

Ahora soy yo la que suspira. Apoyo mi mano en el arma que reposa en la funda de mi cinturón. Estos días han sido tensionantes, pronto la operación mayor se llevará a cabo y después de eso, por fin, podré descansar.

DisidenteOnde histórias criam vida. Descubra agora