Marco, que sabía desde hace años la debilidad de Draco por los dragones, le envió piezas de cristal miniatura de ColacuernosHocicorto Suecos y un dragón de la suerte chino, que se movían por sí solos y emitían tintineos por rugidos. No le sorprendía, porque en una ocasión, cuando ese algo comenzó a tomar fuerza, el muchacho se presentó en la tienda con un huevo de una especie de dragón plateado, en peligro de extinción, para Draco.

Estaba seguro de que su novio quería recibirlo, lo notó en la forma en que veía el huevo, pero por suerte, salía con un Slytherin, y por sobre todo, un hombre que intentaba ser razonable la mayor parte del tiempo, y Draco supo rechazarlo, aunque luego se pasase el resto de ese día con cara de tragedia. No quería pensar en que tendrían que esconder una criatura de seis metros de largo, si no lo hubiese hecho, cuando ese basilisco era un hilo delgado de veinte centímetros, y ninguno sabía cómo proceder.

—No soy experto en basiliscos —Fue lo primero que dijo cuando se sentaron, y Harry no tuvo más opción que asentir, porque lo sabía y tampoco él lo era.

Draco se puso los guantes más gruesos que tenía, los que usaba para trabajar con elementos fatales, y empezó una inspección desordenada bajo la mirada atenta y confusa de Harry.

La desenvolvió, la estiró sobre la mesa, midió largo y ancho. Le alzó la cabeza, revisó el estado de la única pluma que tenía, le levantó los párpados dobles, confiando en que Marco tuviese razón sobre sus ojos, sólo para descubrir que era dos cuencas de un blanco cristalino, donde apenas se adivinaba la silueta de una pupila y un iris reptil, del mismo color; debía ser ciega, sí, concluyó.

Le abrió la boca, le palpó las encías sin dientes, se quejó cuando la criatura atrapó su pulgar, sin fuerza, y empezó a succionar. Y luego, de alguna manera, terminó por darle sorbos de leche con el dedo.

—¿Entonces? —Preguntó Harry en ese momento.

Draco se acababa de retirar los guantes, tenía el rostro recargado en una mano, y tanteaba la piel del basilisco, medio dormida de nuevo, con la otra, después de haberla limpiado (de pedirle a Dobby que lo hiciese por él, más bien).

—Según esto —Aclaró, con un cabeceo en dirección a los pergaminos y libros que se le amontonaban a un lado, sobre los basiliscos—, debería ser un macho, pero por alguna razón, es una hembra, como dijo Ze, debe tener unos tres días de nacida nada más, y le va a llevar un tiempo abrir los ojos y un poco más en tener dientes. El veneno y todo eso, tarda más.

—Así que es como una serpiente normal, ¿no?

—Una cría, más o menos, sí.

Harry volvió a centrar su atención en la criatura. Lo único que se le ocurría era que tenía sueño. Los párpados le pesaban y odiaba a Marco por ponerlos en esa situación; de pronto, pensó que no hubiese estado mal dejar que su novio le lanzase una maldición ese día.

—Deberíamos llevarla con Scamander —Opinó Draco, cubriéndose la boca cuando bostezó.

Le llevó unos segundos procesar lo que acababa de oír, asentir y retener un bostezo también.

—Sólo un loco llevaría un basilisco por ahí —Le recordó, en un murmullo. Los dos se rieron por lo bajo.

—Y nosotros somos los peores, Harry —Con un wingardium leviosa, elevó a la serpiente dormida y la volvió a meter en la canasta. La acomodó, la arropó con las cobijas, y luego hizo un gesto que la abarcaba por completo—, ¿dónde vamos a poner esto?

—Déjala aquí —Se encogió de hombros, ganándose una mirada dura de su pareja—, ¿qué?

—No vamos a dejar una serpiente bebé en mi laboratorio.

Para romper una maldiciónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora