—Nos quedaremos a la misa —dijo Carla—. Quizá quiera volver a hablar con nosotros después.

Entraron en la nave de la iglesia. Ilse finalmente se calmó. Frieda se agarró del brazo de Heinrich. Se sentaron entre la congregación, formada por hombres prósperos, mujeres rollizas y niños revoltosos, todos ellos ataviados con sus mejores galas. Carla pensó que gente como aquella nunca mataría a personas discapacitadas. Aunque su gobierno sí, por el bien de todos ellos. ¿Cómo había llegado a ocurrir algo así?

No sabía qué esperar del padre Peter. Era evidente que había acabado creyéndolos. En un principio había querido despacharlos considerando que sus motivaciones eran políticas, pero la sinceridad de Ilse lo había convencido. Se había quedado horrorizado. Pero no había hecho ninguna promesa, salvo que Dios perdonaría a Ilse.

Carla miró a su alrededor. La decoración de la iglesia era más vistosa y colorida de lo que ella estaba habituada a ver en las iglesias protestantes. Había más estatuas y frescos, más mármol, más doraduras, más leyendas y más cirios. Recordó que protestantes y católicos se habían enfrentado por trivialidades como esas. Qué extraño parecía que en un mundo donde era posible asesinar a niños alguien se preocupase por los cirios.

La misa comenzó. Los sacerdotes entraron con las sotanas; el padre Peter era el más alto. Carla no supo apreciar en su semblante más que una adusta devoción.

Permaneció indiferente a los himnos y las oraciones. Había rezado por su padre, y dos horas después lo había encontrado cruelmente apaleado y moribundo en el suelo de su casa. Lo añoraba todos los días, a veces hora tras hora. Sus rezos no lo habían salvado, ni protegerían a aquellos a quienes el gobierno consideraba inútiles. Se requería acción, no palabras.

Pensar en su padre le hizo acordarse de Erik. Estaba en algún lugar de la Unión Soviética. Había escrito una carta a casa, celebrando exultante el rápido progreso de la invasión, y negándose, furioso, a creer que a Walter lo había matado la Gestapo. Sostenía que, obviamente, a su padre la Gestapo lo había soltado ileso y luego lo habían agredido en la calle criminales, comunistas o judíos. Vivía en una fantasía, más allá de la razón.

¿Sería también el caso del padre Peter?

Peter subió al púlpito. Carla no sabía que iba a pronunciar un sermón. Sintió curiosidad por saber qué diría. ¿Se inspiraría en lo que había descubierto aquella mañana? ¿Hablaría de algo irrelevante, la virtud de la modestia o el pecado de la envidia? ¿O cerraría los ojos y daría las gracias a Dios devotamente por las constantes victorias del ejército alemán en la Unión Soviética?

Se apostó en el púlpito y recorrió la iglesia con una mirada que bien podría haber sido arrogante, orgullosa o desafiante.

—El quinto mandamiento dice: «No matarás».

Carla miró a Heinrich. ¿Qué estaban a punto de oír?

La voz del sacerdote resonó entre las reverberantes piedras de la nave.

—¡Hay un lugar en Akelberg, Baviera, donde nuestro gobierno está contraviniendo ese mandamiento cien veces por semana!

Carla se quedó paralizada. Lo estaba haciendo..., ¡estaba pronunciando un sermón contra el programa! Aquello podía cambiarlo todo.

—Nada importa que las víctimas sean discapacitados, o enfermos mentales, o personas que no pueden comer solas, o parapléjicos. —Peter daba rienda a su cólera—. Tanto los bebés indefensos como los ancianos seniles son hijos de Dios, y sus vidas son tan sagradas como las vuestras o la mía. —El volumen de su voz fue aumentando—. ¡Matarlos es pecado mortal! —Alzó el brazo derecho y cerró la mano en un puño, y su voz tembló de emoción—. Os digo que si no hacemos nada al respecto, seremos tan pecadores como los médicos y las enfermeras que administran esas inyecciones letales. Si guardamos silencio... —Hizo una pausa—. ¡Si guardamos silencio, también seremos asesinos!

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⏰ Última actualización: Sep 21, 2012 ⏰

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