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—Es la primera vez que hablo de todo esto —contestó el redactor—. No porque tuviera razones personales para no hacerlo, sino, tal vez, porque nunca he encontrado a nadie que quisiera escucharlo.
—Pues, adelante —dijo el escritor.
—Paul —su mujer le puso una mano en el hombro—. ¿No crees que...?
—Ahora no, Meg.
El redactor continuó hablando.
—El relato nos llegó por correo, en una época en que la revista no aceptaba ya originales que no hubiera solicitado previamente. Cada vez que llegaba un nuevo relato, una de las secretarias lo introducía en un sobre con una carta que decía: «Debido a los crecientes costes y a la imposibilidad creciente del personal de la revista de ocuparse del creciente número de originales recibidos, Logan’s no acepta escritos que no hayan solicitado previamente. Le deseamos muy buena suerte en sus intentos si lo remite usted a otras publicaciones». ¿Qué os parece? ¿Verdad que es una maravilla cómo te dan la patada tan finamente? Además, no es nada fácil utilizar la palabra «creciente» tres veces en la misma frase, pero se atrevían a todo.
—Estoy seguro de que el original acababa en la papelera, a menos que adjuntaran un sobre con el remite puesto y ya franqueado, ¿a que sí? —comentó Paul.
—¡Ah, absolutamente! No hay piedad en la ciudad desnuda.
Un brillo incómodo se reflejó en los ojos de Paul. Sabía que se hallaba en la madriguera de un tigre, en la que docenas de escritores tan buenos o mejores que él habían sido reducidos a migajas. Y que, aunque de momento no podía quejarse, la caída podía producirse cuando menos lo esperase.
—Como iba diciendo —dijo el redactor, sacando su pitillera—, el relato llegó a la redacción y la secretaria le había puesto ya un clip con la carta de rechazo en la primera página, cuando se fijó casualmente en el nombre del autor. Ella también había leído Imágenes del sub mundo. Aquel año, todos habían leído lo mismo. Y el que no lo había leído todavía, se lo pedía prestado a un amigo, o se lo compraba, o lo leía en una biblioteca pública...
Meg, preocupada por la expresión de su marido, le tomó la mano. Paul sonrió por toda respuesta. El redactor encendió un nuevo cigarrillo. El oro del encendedor brilló en la oscuridad con la punta del pitillo. A la luz de la débil llama todos vieron su cara gastada, las bolsas bajo los ojos, las mejillas flácidas, las facciones de un hombre en la segunda mitad de la vida. Paul pensó: «Es la faz de la vejez». Y nadie quiere llegar a ella, pero, ¿hay alguna manera de evitarla? No hay otra solución que cruzarla con toda la gracia posible.
La luz del encendedor se apagó. El redactor dio una intensa calada al tabaco.
—La secretaria que pasó el relato a redacción en lugar de rechazarlo es ahora la redactora jefe de G. P. Putnam’s Sons. No recuerdo ahora su nombre, pero carece de importancia. En cambio, lo que si la tiene es que su camino y el de Reg Thorpe se cruzaron. Ella llevaba un camino ascendente; él, descendente. En fin, la chica pasó la historia a su jefe y éste, a mí. La leí y me encantó, realmente. Tal vez fuese demasiado larga, pero se veía dónde era posible podar unas quinientas palabras sin perjuicio. Y con eso bastaría.
—¿De qué se trataba? —preguntó Paul.
—No hay ni que preguntarlo —respondió el redactor—. Tiene que ver precisamente con todo lo que hablábamos.
—¿Sobre la locura?
—Indudablemente. ¿Qué es lo primero que se enseña en la clase de literatura en cuanto a redacción? Escribe sobre algo que te sea conocido. Reg Thorpe sabía perfectamente lo que significaba volverse loco porque él mismo estaba viviendo el proceso. Creo que la historia me atrajo aún más porque yo me encontraba en un camino paralelo. Aunque, ya que hablamos del tema, me parece que el público norteamericano ya está harto de libros como La locura elegante en Estados Unidos o Ya nadie habla con nadie o Esperando el fin del mundo frente a un televisor. Todo eso es tópico en la literatura del siglo veinte. Todos los grandes han tocado el tema, de una manera u otra. Pero aquel relato era realmente muy particular, muy divertido.
Nunca había leído nada parecido con anterioridad, ni ha llegado a mis manos nada igual desde entonces. Se podía comparar con algunos de los cuentos de Scott Fitzgerald... o con Gatsby. El protagonista enloquecía de una manera muy interesante. Te hacía sonreír durante toda la acción, pero había fragmentos en los que no te quedaba más remedio que reír abiertamente, a carcajadas. Por ejemplo, cuando el héroe le tira la mermelada por la cabeza a la chica. Ése es uno de los mejores pasajes, en mi opinión. Aunque eran carcajadas de doble filo. Te ríes y luego miras por encima del hombro a ver quién te ha oído. Las líneas de tensión opuestas en la composición, eran realmente muy interesantes. Cuanto más reías, más nervioso te ponías. Y cuanto más nervioso te ponías, más reías... hasta el punto en que el protagonista se va de la fiesta que dan en su honor y mata a su mujer y a su hija.

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