Doce

12.1K 1K 262
                                    

Los días en la Isla del Sur pasaron tan rápido que apenas me di cuenta. El tiempo parecía haber dejado de existir, porque ni siquiera estábamos siguiendo un plan, solo íbamos a los sitios que más interesantes nos parecían y nos quedábamos allí el tiempo que creíamos necesario.

El sexo era intenso, y cada vez más íntimo. Lo hacíamos en cualquier lugar, simplemente porque nos apetecía, y nada parecía más fácil y lógico que eso. Todo fluía con tanta naturalidad que, cuando me paraba a pensarlo, incluso me asustaba un poco. No quería volver a donde todo era complicado y necesitaba una explicación, me habría quedado meses allí, en Nueva Zelanda, con Max.

No quería pensar en que tendría que irme en algún momento, pero la realidad se hacía difícil de evitar.

El día antes de que tuviéramos que coger el ferry para volver a la Isla Norte, me desperté a las seis de la mañana con un dolor insoportable y habiendo manchado los pantalones de chándal que usaba para dormir.

Pasé toda la mañana sin poder apenas moverme y Max tuvo que ir a por tampones y algún medicamento, porque había sido tan tonta como para dejarme la copa menstrual en casa. Resultó que, para variar, las pastillas no sirvieron para nada y lo único que me provocaron fue vómitos para expulsarlas de mi cuerpo, en el que no fueron bien recibidas.

Estaba al borde de la desesperación cuando Max abrió las puertas traseras y se sentó a mi lado en la cama con una cajita metálica entre sus manos.

—Oye, ¿los porros van bien para la regla? —me preguntó, y me habría reído si no hubiera sido porque apenas podía hablar sin querer vomitar de nuevo.

—No lo sé —contesté, aunque me daba curiosidad.

Y así fue como descubrí que la marihuana, efectivamente, me servía para aliviar el dolor, y que Max fumado era lo más gracioso del mundo... o puede que solo me hiciera gracia porque yo iba fumada también. Probablemente un poco de ambas.

—Y luego nos dimos cuenta de que en realidad le habían vendido orégano en vez de marihuana, y eso era lo que estábamos fumando —me contó Max, refiriéndose a algo que le había pasado un par de años atrás—. El novio de mi hermana es todo un personaje.

—¿Cuánto llevan juntos? —pregunté.

—Pues ahora ya hará dos años, creo —contestó—. Lo del orégano pasó cuando acababan de empezar a salir, me lo presentó y nos caímos bien.

—¿Es una especie de ritual de iniciación esto que haces de fumar porros con la gente? —le pregunté, divertida.

—Solo con las que me caen mejor. —Me guiñó un ojo y sonreí.

Max cogió una piedra e intentó hacerla rebotar en el agua del mar, que se alzaba frente a nosotros, pero no le funcionó y terminó hundiéndose a la primera.

—¿Tú tienes hermanos? —me preguntó, girando la cabeza hacia mí.

—Sí, una, Claudia —contesté antes de darle otra calada al porro que Max había liado para mí.

—¿Os parecéis?

Solté una carcajada.

—Para nada —respondí—. Físicamente supongo que un poco, pero de forma de ser somos prácticamente contrarias.

—¿Tiene muy mala leche o algo así? —inquirió.

Me paré unos segundos a pensar cómo decir que sí sin poner a mi hermana como un monstruo lleno de rabia —aunque a veces lo era, un poco—, al fin y al cabo la chica solo tenía mucho carácter, pero a veces eso se hacía insoportable.

Los días en AucklandDonde viven las historias. Descúbrelo ahora