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PADRE

Todavía recuerdo la extraña sensación que tuve al despertarme en esa mañana. Me miré al espejo y mi reflejo se veía diferente. Como si, de alguna manera, estuviera adelantándome a lo que sucedería algunas horas más tarde. Pero aún así, jamás hubiese imaginado la serie de hechos que se desencadenarían luego de aquel día.

-Buenos días, padre –la hermana Josefina golpeó a mi puerta.

-Ya estoy despierto –le informé –En unos minutos estaré listo, hermana.

-Muy bien –me dijo con ese tono amistoso que la caracterizaba –Le tendré listo el desayuno entonces.

Todavía me costaba acostumbrarme a la amabilidad de todas las personas que vivían en ese convento. Ya había pasado un buen tiempo desde el día en el que me transfirieron a este pueblo pero, extrañamente, me seguía sintiendo muy distinto al resto de los habitantes de aquel lugar. Seguramente, el motivo era el hecho de haber vivido durante tanto tiempo en una ciudad tan grande o, quizás, la gran diferencia de edad que existía entre mis compañeros y yo. De cualquier forma, me sentía contento y confiado de que pronto iría a encontrar la manera de encajar en aquella sociedad.

Vestí mis hábitos y me colgué el rosario al cuello. Me arrodillé a un costado de la gran ventana que adornaba mi habitación y procedí a decir mis plegarias en voz alta.

-Padre nuestro, que estás en los cielos –comencé, pero un estruendoso sonido interrumpió mi rutina -¿Está todo en orden? –pregunté en voz alta -¿Hay alguien ahí? –insistí pero nadie respondía.

Un poco molesto, me puse de pie y decidí ir a ver de que se trataba el alboroto. Una de las pocas condiciones que había puesto antes de mudarme era no ser molestado en horas de la mañana. Mis superiores decidieron que me acomodara en la pequeña habitación que estaba situada en el altillo, para estar alejado de los demás habitantes. Era un poco tedioso tener que transitar por esas escaleras de madera todos los días pero el silencio que allí reinaba lo compensaba.

-¿Hay alguien ahí? –repetí una vez que abandoné mi cuarto pero seguía sin obtener respuesta alguna.

Justo al frente de mi dormitorio había un largo pasillo que conectaba mi espacio con un pequeño depósito en el cual se almacenaban las viejas imágenes de la iglesia del pueblo. A ese lugar no había ingresado nunca pero, desde afuera, podía percibir que era un sitio un poco escalofriante.

Avancé lentamente hacia el rincón del cual había provenido el molesto sonido y, mientras tanto, miré a mi alrededor tratando de encontrar algún rastro que llamara mi atención pero no había nada. Corrí la cortina que separaba el pasillo de aquel cuarto y, apenas lo hice, sentí una brisa de polvo impregnarse en mi piel. Empecé a estornudar a los pocos segundos y, haciendo un gran esfuerzo por no maldecir, continué registrando el lugar.

Nada parecía estar fuera de sitio hasta que, algunos paso luego, una espeluznante imagen llamó mi atención. Se trataba de una estatua de la Virgen María, una obra de arte en cerámica blanca, de algunos cincuenta centímetros. Me acerqué cautelosamente y la situación empeoró. La imagen yacía en el suelo cubierta de alguna especie de liquido rojo. Me horroricé por unos instantes, albergando en mi mente la posibilidad de que se tratara de alguna manifestación divina, una de esas historias que tantas veces había escuchado y que siempre sucedían en pueblos pequeños y alejados de la ciudad, como este. Me puse en cuclillas y empapé mis dedos de aquel fluido para comprobar de que se trataba. Mi susto no duró demasiado, se esfumaron mis sospechas al comprobar de que solamente se trataba de pintura roja. Tomé un gran suspiro de aire y el polvo volvió a ingresar a mis pulmones.

-Maldición –dije entre dientes, rompiendo así la promesa que había hecho de no maldecir por motivos banales. Esa siempre había sido mi debilidad desde los años de mi adolescencia. Me alegré de haber estado solo, lo ultimo que quería era perder el respeto de aquella gente, todavía desconocida para mí.

Rápidamente, me acerqué a la ventana para poder tomar una bocanada de aire fresco. Al intentar abrirla, noté que no estaba cerrada con llave. La luz del sol inmediatamente iluminó aquel espacio y la imagen que anteriormente me había asustado, todavía lograba afectarme de una forma extraña. En aquel momento, supuse que el accidente había ocurrido por culpa del viento y esa idea me tranquilizaba. Abandoné el lugar lo más rápido que pude, dejando el ventanal abierto para que la habitación se aireara un poco.

Caminé por el largo corredor que rodeaba el convento, disfrutando de aquella hermosa brisa matutina. Apresuré mis pasos hacia la cocina para no encontrarme con nadie en el camino. No quería que alguno viera mis manos cubiertas de aquella sustancia roja y asumiera cosas equivocadas.

-¡Dios mío, padre! –exclamó la hermana Josefina -¿Qué ha sucedido?

-Todo está en orden, hermana –la tranquilicé con una sonrisa –Es solo pintura –le dije mientras me dirigía hacia el baño.

Froté mis manos con agua y jabón durante unos largos minutos y, finalmente, fui capaz de deshacerme de la mayoría de las manchas. Volví a la larga mesa que estaba ubicada dentro la cocina, donde la hermana Josefina me esperaba con el desayuno listo.

-El árbol de naranjas dio frutos preciosos esta semana, padre –me dijo mientras se acercaba a mi con una bandeja en las manos –No pude resistirme y le preparé una mermelada casera. Espero que le guste.

-Seguramente me gustará –le sonreí.

-Y, además, hoy se cumplen dos semanas desde su llegada –me guiñó un ojo –Esto sería una especie de festejo.

-Muchas gracias, hermana –le respondí amablemente –Dígame –la llamé antes de que me dejara solo.

-¿Si, padre?

-¿Estuvo alguien en el deposito que está pegado a mi dormitorio esta mañana? –le pregunté, analizando sus facciones. Siempre fui muy bueno para leer a la gente.

-No, padre –la sentí preocupada –Nadie tiene permitido el ingreso a ese lugar.

-Entonces habrá sido el viento el que causó estragos –suspiré –Ese lugar necesita un poco de limpieza.

-Lo hablaré con el padre Francisco en el transcurso del día –me aseguró –Que tenga un bendecido día.

-Igualmente, hermana –le dije y proseguí a romper con mi ayuno.

Observé el patio mientras desayunaba. La luz del sol azotaba el verde pastizal que se extendía alrededor del convento y la temperatura era la ideal para un día de primavera. Definitivamente no había rastro alguno de fuertes ráfagas de viento que fueran capaces de ocasionar la caída de aquella estatua pero, inconscientemente, preferí no ahondar en aquel asunto.

Sin haberlo notado, inicié aquel día sin haber concluido con mis oraciones de rutina. Me pregunto si habrá sido ese el motivo por el cual la tentación invadió a mi ser. Me pregunto cuál hubiese sido mi reacción en esa mañana si alguien me hubiera contado las cosas que empezarían a suceder desde el transcurso de aquella tarde. Me pregunto si hubiese tomado alguna decisión determinante para acabar con aquella locura.

Y, por más que me asuste la respuesta que viene a mi mente,  no puedo evitar el hecho verme obligado a convivir con esta verdad. Jamás hubiese renunciado a la oportunidad que me dio el destino.

Jamás, ni por un millón de penitencias, renunciaría a la bendición de haberla conocido. Alai, mi Alai.

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OBSERVACIÓN: Si bien el título de esta historia es muy similar al de la película “El Crimen del Padre Amaro” quiero aclarar que la trama es distinta. Excepto por el hecho de que el protagonista es un padre católico que se enamora de una mujer pero esa sería la única la similitud entre ellas. Muchas Gracias por leer y dejar sus comentarios. Sebastián. 

El Crimen del Padre Harold [h.s.]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora