El Último Templario

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—Jacques de Molay, ¿vuestras últimas palabras antes de morir? —inquirió el soberano, torciendo sus labios en una horrenda mueca de desagrado.

El prisionero, orgulloso caballero y Gran Maestre en su interior, giró la cabeza para enfrentarse al rostro del rey. El sol brillaba insensible, cegándole la poca visión que aún le quedaba. No podía ver más que una sombra, pero sentía su inmunda presencia ante él.

—Dios sabe quién se equivoca y ha pecado, y la desgracia se abatirá pronto sobre aquellos que nos han condenado sin razón. Dios vengará nuestra muerte. Señor, sabed que, en verdad, todos aquellos que nos son contrarios, por nosotros van a sufrir —anunció Jacques entre espasmos, escupiendo coágulos de sangre—. Clemente, y tú también, Felipe, traidores a la palabra dada, ¡os emplazo a los dos ante el Tribunal de Dios! A Clemente antes de cuarenta días y a ti, Felipe, dentro de este mismo año —pronunció su maldición con palabras tan cargadas de ira y odio que pareció alienarse de sí mismo para poseerse, aunque sea por un momento, por el mismísimo demonio.

Por alguna razón, Felipe se estremeció ante las palabras de Jacques. Sintió temor, pavor de tal blasfemia, y se volvió de espaldas al pueblo para ocultar su espanto. Revolvió su mente, intentando articular palabras, pero se le hizo un nudo la garganta.

—¡Quemadlos! —ordenó por fin, cuando recupero la compostura—. ¡Quemadlos a todos!

El público estalló en jolgorio al ver a uno de los guardias acercarse a las piras con la antorcha encendida. El pueblo de Francia ansiaba la purga de los herejes.

El verdugo acercó la tea a una de las hogueras y ésta se encendió al instante. El fuego creció hacia la primera pira, donde se encontraba uno de los prisioneros, decaído y solemne, aguardando su final. Las llamas crecieron y lo envolvieron con sus lenguas ígneas hasta acallar su grito desesperado.

Jacques se estremeció y elevó su mirada para enfrentarse al firmamento. El sol lo cegó y sintió el calor de las llamas acercándose a él.

—Dios mío, mi Señor… —comenzó a articular—. Apiadaos de mi alma en vuestro seno… —El humo inundó las fosas nasales de Jacques haciéndole romper en espasmos, mientras el crepitar de las llamas se acercaba y la aclamación del público por su muerte prorrumpía en vítores.

Todo se volvió gris y negro, confuso y ardiente. Un estruendo ensordecedor resonó a sus espaldas. Tosió enfebrecido; el oxígeno no parecía llegarle a la cabeza. No podía pensar ni razonar, y sintió cómo lo arrancaban brutalmente de sí. Su cuerpo se sacudió y lo abordó una extraña sensación como si se alzara en el aire. Pronto el mundo comenzó a oscurecerse y le pareció recordar el sonido de las batallas: acero contra acero, gritos de guerra, cascos de corceles y alaridos ahogados. Pero luego, cuando creyó que el cielo se abría ante él, la oscuridad acabó engulléndolo por completo.

Jacques despertó. Un fuerte dolor de cabeza lo invadió de pronto. Soltó un leve quejido y pestañeó nuevamente. Una ventisca meció una cortina blanca que cubría un portal y trajo consigo el aroma fresco de la sal. El anciano se enderezó, algo confuso.

Observó sus manos: se encontraban vendadas, pero ya no le ardían como antes. Tanteó su rostro y tampoco parecía estar tan inflamado.

Hizo acopio de sus pocas energías y se puso de pie. Los huesos resonaron al acomodársele las vértebras y dejó escapar un leve quejido.

—Gran Maestre, ¡qué gusto ver que os habéis recuperado! —exclamó un joven al acercarse a él.

Jacques lo reconoció al instante. Era Jean, su mozo de cuadra en Molay.

—Jean, ¿qué ha sucedido? —logró articular el maestre, arrastrando sus palabras.

—Señor, cuando las noticias llegaron a mis oídos sobre vuestra captura corrí a advertirle de lo sucedido a los Cánones del Temple. ¿Recordáis?, aquellos que salvasteis en la costa Siria cerca de la ciudad de Tartus —le reveló el joven mozo—. Al principio no me creían, pero luego las noticias de la Inquisición llegaron hasta sus oídos y, como os debían su vida a los ojos de Dios, acudieron enseguida a organizar vuestro rescate. ¡Sois el último de los Templarios, mi señor!

Jacques meditó las palabras del joven y cruzó a duras penas el portal de la habitación. Caminó por la cubierta de una enorme barca de transporte, cargada con millares de relucientes piezas de oro, plata, joyas y artículos de valor engarzados en piedras preciosas y brillantes.

—Por cierto, mi señor. Lo mejor de todo es que hemos logrado escapar con todas las arcas del Temple, como podéis ver. Espero no me retéis por ello, pensé que estaríais muy disgustado si os enterarais que el rey Felipe las hubiera confiscado —el joven mozo habló con ímpetu, mientras que el anciano se estremeció ante lo que veía.

—¿Dónde estamos? —preguntó Jacques, aún absorto y aturdido.

—Cerca de la costa de Sicilia, hemos navegado durante mucho tiempo, mi señor. ¡Es una bendición de Dios que hayáis despertado! —La alegría del joven eclipsó al instante, sus cejas decayeron y su alegre tono se opacó—. Señor, sois el último de los Templarios. La Orden ha sido exterminada.

Jacques se estremeció ante las palabras de su mozo. Instintivamente llevó su nudosa mano a la cintura buscando su espada; pero esta no se encontraba. Tampoco vestía una cota de mallas, sino una holgada bata blanca, sucia y ensangrentada.

—¡Traedme una espada! —le ordenó el anciano.

El joven corrió al instante en pos de un arma. Volvió tras unos momentos y le tendió por el pomo su antigua bastarda.

El Gran Maestre rodeó la empuñadura con sus dedos nudosos y temblorosos, y blandió el arma, quitándola de la vaina.

—De rodillas —le ordenó al joven Jean, quien se estremeció y tragó saliva, temeroso. Mas no dudó y se postró ante su señor—. Jean de Vitrey —pronunció el Gran Maestre, calzando el filo de la espada sobre el hombro del joven—. Os consagro ante Dios: Caballero del Templo de Salomón, y mi sucesor como Gran Maestre. ¿Aceptáis humildemente mi último encargo?

Jean se estremeció, desconcertado en un primer momento, pero orgulloso ante la idea de volverse un caballero al meditarlo.

—Sí, mi señor. Renuncio a todas mis pertenencias y serviré con humildad a la Orden.

La espada tembló en las manos de Jacques y cayó al suelo, repiqueteando. Las piernas le flaquearon y se desplomó al no lograr mantenerse en pie, derrumbándose en los brazos del nuevo caballero.

—¡Mi señor! —exclamó el joven, aterrado.

El cuerpo de Jacques se sacudía en espasmos, sus ojos comenzaron a irse hacia el más allá y un dejo de sangre asomó entre sus labios.

—Sucededme, sir Jean de Vitrey, ahora vos sois la Orden, y el último Templario.

El Último TemplarioWhere stories live. Discover now