... CON TUS PALABRAS

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Ella me disparó con sus palabras.

Cada vez que me veía, cada vez que abría su boca de cereza, me disparaba.

Pasaron las semanas, los meses. Yo me había convertido en su sombra, en su bufón, una pieza extraviada en su temible juego del amor. Había días en los que ella me poseía, me abrazaba, me besaba, coloreando sus labios en mi piel; me decía que me amaba, que me quería a su lado, y yo le respondía que era suyo. Pero otros días era distante, más fría, como si de pronto sus pétalos se hubieran tornado espinas. Me despreciaba, me maltrataba, me insultaba. Sus palabras eran balas, diseñadas para herirme. Nunca dejaba de sorprenderme cómo aquel lenguaje podía provenir de una criatura tan bellísima como ella.

"Despréciame", le decía yo, postrado ante la magnificencia de su figura. "Despréciame, ódiame, no me importa, mientras siempre me mantengas en tu mente, como tú siempre estás en la mía".

No me gustaba cuando ella ignoraba mis insinuaciones. Me producía un malestar general, como si de pronto la flecha de Cupido se incrustara dolorosa en mi carne. Cuando guardaba silencio me sentía solo otra vez. "¿Es que acaso ya no me amas?". Su silencio me cortaba, mientras lloraba como un niño por volver a oír su voz, antes una dulce canción de amor, poco a poco transformándose en una melodía de odio.

Con el paso del tiempo, sus silencios y sus ausencias se volvieron más longevos y las pocas veces que regresaba, que me permitía volver a refugiarme en sus brazos como un animal asustado, era solo para despreciarme, maldecirme, hiriéndome con sus palabras otra vez.

"Ya me aburrí de ti". Eso fue lo que me dijo.

Me lo dijo una mañana a finales de mayo. Estábamos en el parque, el mismo parque en el que me confesé, el mismo lugar en el que ella me absolvió y me aceptó como suyo. Al escucharla me detuve en seco. La sonrisa en mis labios se desvaneció como un sueño al salir el sol, como si hubiera despertado de una fantasía onírica. Volteé a verla. Su rostro parecía una máscara pintada, sus labios carmesíes, como los rosales bordeando el camino, formando una línea recta; sus ojos fijos en mí, convertidos de nuevo en un par de pistolas.

"Ya me aburrí de ti", repitió.

Me sentí enfermar, desfallecer, y como pude regresé a mi hogar en completa soledad.

Aunque sus palabras fueron firmes, verdaderas como un sortilegio, nunca pude desprenderme de su recuerdo. Me vi a mí mismo observando decenas de amaneceres sin ella estando a mi lado. En pleno verano sentía un invierno en mi interior sin la compañía del calor de su cuerpo, con un puñal en el pecho y su nombre escrito en mi sangre.

Me repetía a mí mismo que aquello no podía ser real, todo era una mentira. "Ella me sigue amando, de la misma forma en la que yo la amo a ella". Me negaba a creer que había vivido en un sueño tanto tiempo, una fantasía que ella había creado para atraparme y luego desecharme cuando quisiera.

Llegué a un punto en el que empecé a creérmelo. Lloré y maldije al destino, pues él había sido quien nos había permitido vernos por primera vez, una casualidad en el medio de la inmensa ciudad, ilusionándome, haciéndome creer que sería feliz. Me convertí en un fantasma de mí mismo, obligado a errar por la vida como una sombra sin cuerpo, un payaso sin reina, un juguete sin dueño.

Sin embargo, el destino aun no abandonaba su cruel juego, y continuó haciéndonos coincidir en los momentos más inesperados.

Así me di cuenta que ella aún me cazaba. Había veces en las que la notaba apuntándome en la distancia. Ella me vigilaba desde las tinieblas, lo sabía, la había visto; pero yo fingía no notarla, y así ella se acercaba más, silenciosa, invisible a plena luz del día. Yo también la seguía a veces. Perseguía su silueta, sus risas indiferentes, el movimiento de su cabello.

Ella detectaba mi aroma a miedo, a pasión traicionada, mi olor a brasa que aún no se apagaba, y se reía, como se reirían las bestias luego de jugar con su alimento, considerando si devorarlo o no cuando éste, luego de ver sus múltiples intentos de escape frustrados, regresaba a sus pies rogando que acabara con su sufrimiento de una vez por todas. Aunque eso significara morir a sus manos.

Yo quería que jugara conmigo, quería seguir siendo su alimento. Me di cuenta que por más que intentara, yo seguía siendo la mosca en su red, ahogándome en mi propia nostalgia. Perdido en el bosque de su memoria, volví a meterme en la boca del lobo, sin miedo a que me devorara. Ansiando que me devorara.

"Te odio", me decía cada vez que me acercaba lo suficiente, disparándome otra vez. "Te desprecio".

"Pero aun así no dejo de estar en tu mente", le respondí. "Como tú nunca dejas de estar en la mía".

Por más que hubiéramos querido separarnos, el hilo del destino volvía a juntarnos incluso en los rincones más inverosímiles. No importaba los caminos que tomáramos, siempre nos encontrábamos en el mismo lugar y tiempo.

Nos distanciamos otra vez y en los momentos en que coincidíamos se transformaron en una guerra. Sus ataques se volvieron más frecuentes, hostiles. Las palabras comenzaron a convertirse en impulsos violentos. Era claro que ella quería lastimarme, pero para mí estaba bien, si con ello podía verla, sonreírle, sentirla una vez más.

Hiciera lo que hiciera, ella seguía siendo la reina y yo su esclavo. No me importaba qué hiciera de mí, siempre y cuando no me olvidara, como yo no podía olvidarla a ella. Si ella quería lastimarme, que lo hiciera.

Yo quería que me lastimara. 

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