Shakespeare no sabía de sexo, ¿o sí?

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-       Sí, me ha gustado – dije con un tono muy seco, casi de enfado.

-       ¿Entonces? – dijo él preocupado.

-       Pues que te daría igual que todo el mundo me viera hacer un striptease. ¿Qué clase de novio eres?

El futbolista estalló en carcajadas. Si es que... Es para echarle de comer a parte.

-       ¿Eso es lo que te pasa?

-       ¡Será posible! ¿Entonces reconoces que te daría igual? – pregunté con indignación.

-       ¡No! ¡Por supuesto que no! – vino y me agarró de los hombros - ¿Tan tonta eres que no te das cuenta de que es una broma?

-       Ya, ya… Pues no parecía una broma – dije con la mirada baja.

-       Tú eres solo para mí. Y si algún día haces un striptease, lo harás para mí y para nadie más, gatita. ¿Entiendes? – me susurró al oído.

-       Sí – respondí, algo aliviada. Me siento estúpida por ser tan insegura y tan infantil.

-       De hecho, si quieres, puedes hacerme uno ahora… - continuó susurrando, mientras pasaba una de sus manos por debajo de mi jersey.

-       Lo haría, pero tengo mucha hambre, ¿dónde tienes la bollería industrial y las patatas fritas de bolsa? – agarré su mano y la puse en mi cintura, pero por fuera del jersey, claro.

-       Aquí – extendió su brazo y cogió una bolsa blanca que había encima de la cómoda, donde la había dejado antes, al entrar con la cámara.

Metí la mano dentro de la bolsa de plástico, y esperando dar con un cruasán rico en grasas hidrogenadas, encontré un paquetito blanco muy misterioso. Lo cogí y lo examiné, tenía una ligera sospecha acerca de lo que podría tratarse, pero no terminaba de creérmelo. Utilicé las dos manos para abrirlo, y entonces, confirmé mis sospechas.

-       ¡Pero si son fresas! ¿De dónde las has sacado? – pregunté con curiosidad. En noviembre no es fácil encontrar fresas, por no decir imposible.

Matteo sonreía enigmáticamente.

-       Digamos que, Bill Gates me ha prestado un poco de su presencia – se acercó a las fresas y se las llevó – ven, vamos a la cocina. Las quieres con nata, ¿no? – me volvió a sonreír.

-       ¡Sí! – salí corriendo al pasillo y le seguí escaleras abajo, hasta llegar a la cocina.

Tardamos unos diez minutos en picar todas las fresas. Después las metimos en un gran bol y las llenamos de nata montada. ¡Rico, rico!

Y volvimos a la cama, para comérnoslas. Me tumbé boca abajo al lado de Matteo, que estaba sentado con las piernas cruzadas, como los indios. Apoyé mi cabeza en su pierna izquierda mientras me llevaba las fresas a la boca.

-       Están buenísimas. Dime la verdad, ¿las tenías congeladas desde el verano? Porque ahora no me imagino de donde narices las has podido sacar – le dije mientras engullía.

-       Si te lo dijera, perdería el misterio, Inés.

-       Jolines… - me quejé, no me trago eso de que Bill Gates le haya prestado algo de su presencia, porque, si el dueño de Windows lo ha hecho, no se nota.

-       Anda gatita, come y calla – me metió una fresa gigante en la boca obligándome a masticar, y por tanto, a callarme.

La oscuridad comenzó a ganarle terreno al día. El sol comenzó a desaparecer en el horizonte, las nubes viraron del blanco al rosa anaranjado y el cielo, azul turquesa, palidecía por momentos dando paso a las estrellas, que brillaban con intensidad.

Fuera de juego © Cristina González 2012//También disponible en Amazon.Where stories live. Discover now