1. El inicio

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El viento soplaba más fuerte de lo que su alma pudiera soportar. Se comenzó a desvanecer hasta llegar al frío suelo, pasó sus manos temblorosas sobre su rostro, como tratando de taparlo.

Ahí estaba la muchacha, sentada al borde de un abismo. Su rubio cabello, volaba con el viento enmarañándose frente a los ojos de la chica; ahora era se sentía más libre de lo que jamás había sido.

Miró incrédula al horizonte con aquellos ojos miel que enmarcaban su alma. El abismo soltaba una deliciosa brisa como la que corre cerca de una playa, sólo que mucho más fría, congelada. Se abrazó a sí misma mientras temblaba y de sus ojos comenzaban a brotar lágrimas.

—Kimiosea —la llamó una voz masculina al tiempo que colocaba su mano sobre el hombro de la chica.

Ella soltó un grito de dolor que rebotó por el infinito paisaje de aquel místico lugar. Giró temblando para mirar al hombre que estaba tras de ella y susurró algo que su compañero no alcanzó a comprender, después cerró los ojos con cuanta fuerza pudo y todo se volvió negro.



Las gotas de lluvia comenzaron a golpetear suavemente la ventana de la alcoba de una tierna y rubia niña que dormía inquieta, hasta que repentinamente abrió los ojos y admiró su pulcra habitación. No parecía el dormitorio de una niña de ocho años. Las muñecas estaban acomodadas perfectamente sobre un par de repisas impecables; había un armario tallado artesanalmente que contenía unos vestidos hechos por su madre, y no existía ni un solo rastro de que algo estuviera fuera de su lugar. La rubia chiquilla se levantó dejando a un lado sus sábanas y cobijas para dirigirse en camisón hacia el cuarto de sus padres.

En la habitación, una tenue luz iluminaba a su madre que tejía con ahínco y a su padre que leía un libro sentado en su cama.

—Kimiosea, esta no es hora para estar despierta —dijo su madre con tono firme al percatarse de que la niña estaba ahí.

—Mamá, tuve una pesadilla —explicó la rubia niña y tembló un poco.

—No es excusa, Kimiosea, es solamente un sueño, no es real —contestó la madre, una mujer rubia, alta y regordeta. La niña se quedó un momento vacilante y miró con ojos de tristeza a su madre—. Vete a dormir, Kimiosea.

La pequeña obedeció inmediatamente y regresó a su cuarto para acostarse en su cama que ya se había enfriado. Cerró los ojos con todas sus fuerzas y suspiró.

Al día siguiente, Kimiosea se despertó ojerosa, no había dormido bien debido al miedo. Cada vez que la niña sentía miedo solía cerrar los ojos con todas sus fuerzas, esperando a que mágicamente la vida cambiara y la realidad fuera diferente. Aquel era el deseo más grande de la niña mientras se encontraba desayunando con su madre: que la vida fuera diferente.

El plato con fruta de Kimiosea se había cansado de admirar a las cerezas girar de un lado a otro empujadas por el tenedor de la pequeña. Es que, simplemente, no tenía apetito. La incomodidad de la escena fue aumentada cuando su padre se acercó al comedor azotando una carta en la mesa.

—¿Qué pasa, querido? —preguntó la madre de la niña preocupada.

—Me llegó una carta del trabajo —comentó el hombre sentándose en la mesa.

—¿Qué ocurrió? —La madre de Kimiosea se sentó a un lado de su marido.

—Una tontería.... Me han bajado considerablemente de puesto, querida —explicó el hombre y su mujer lo miró horrorizada—. Tendremos que ajustarnos al nuevo presupuesto—. Indicó el hombre con la cabeza gacha.

Imperia: La poeta viajera | Segundo libro ✨Donde viven las historias. Descúbrelo ahora