Tiene marido, pensó. Ese debe ser el marido. Se dio la vuelta lentamente sintiendo el pecho oprimido. Se puso una mano en el centro, preguntándose por qué ese dolor. Sólo lo había sentido una vez, y fue cuando leyó la carta de su padre. ¿Qué tenía que ver Paige con esto?

—¡Cállate! –gritó alguien, y él miró hacia el sonido de la voz. El hombre que había entrado con Paige la gritaba. Cuando el levantó la mano como para pegarle, no pudo evitarlo y saltó de su butaca y en un instante estuvo frente a ellos, le tomó la mano al hombretón, que parecía amagar con pegarle, y la retuvo con fuerza.

—No se le pega a las mujeres –dijo con voz grave.

—¿Y tú quién eres, imbécil? –gritó él hombre. Era bastante grande, musculoso, rubio, y muy estúpido.

—No soy nadie, sólo déjala en paz.

—¿Es tu amante? –gritó el hombre mirando a Paige—. Por eso no quieres nada conmigo, ¿verdad? ¡Es tu amante, maldita puta! –Él levantó la otra mano, y Esteban tuvo que retenérsela también.

—¡No te metas en esto, Alcázar! –gritó Paige tratando de moverlo—. No es tu problema.

—Entonces –contestó él, moviendo su cabeza para mirarla—, ¿dejo que te pegue? –los ojos de Paige le dijeron que esto ya él lo había hecho antes, pegarle, y un odio y una rabia se encendieron en él. Pero diablos, no era tan fuerte como este grandulón de aquí, y se zafó de él con violencia, luego le propinó un golpe en el abdomen que lo dejó sin aire y otro en la mandíbula.

Cayó en el suelo inconsciente, y no escuchó los gritos de Paige, al grupo de hombres que se metió para controlar al grandulón, ni cómo lo echaban del sitio. Cuando el aire volvió a entrar a sus pulmones, sólo logró emitir un quejido nada masculino, pero allí estaba Paige, de rodillas a su lado, con una de sus pequeñas manos en su pecho intentando sacudirlo.

—No debiste meterte –dijo ella, entre preocupada y severa—. ¡No lo conoces!

—Tú sí, parece –dijo él moviéndose, pero sintió el ardor en la mandíbula y se tocó. Tenía el labio roto.

—Ven –dijo ella poniéndose en pie –salgamos de aquí –Esteban se puso en pie con un poco de esfuerzo y la siguió. Se acercó a la barra sacando su billetera con intención de pagar.

—No, la casa invita –dijo el hombre, y Esteban se tocó la frente con dos dedos en un saludo, y salió con paso vacilante del lugar.

Siguió a Paige hasta llegar afuera, ella era pequeña, pero caminaba rápido, y en unos minutos estuvo frente a un Ford con modelo de hace cien años, y le desactivó la alarma. Conocía el auto, ella se desplazaba en él y permanecía estacionado frente a la oficina inmobiliaria donde trabajaba.

Pero entonces no comprendió por qué lo traía hasta su viejo auto.

—Sube –le pidió ella—. Mi casa está cerca, te curaré esa herida, se ve muy mal—. Él se alzó de hombros.

—No importa.

—Alcázar... te ganaste ese golpe intentando defenderme...

—Y si voy a la casa de la mujer de ese hombre... tal vez me gane otro par de golpes más—. Paige miró a otro lado.

—No soy su mujer.

—¿Entonces por qué me pegó?

—Lo... lo fui. Tenemos un hijo, por el que no ve, por el que no se preocupa. Aparece cada cien años en mi vida sólo para arruinarla, así como hoy. No soy su mujer.

—Ya—. Dijo Esteban. No sabía si sentirse aliviado. No tenía derecho a sentirse aliviado porque ella no fuera la mujer de ese malnacido.

—Gracias por... intentar ayudarme.

EstebanWhere stories live. Discover now