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Ana volvió a tomar la mano de William para bajar del auto estacionado frente a la entrada de la casa de su hermano. Estaba de un humor particular, se sentía emocionada y ansiosa al mismo tiempo aunque apenada porque la cita hubiese llegado a su fin.

Se había decantado por no hacer el ridículo y todo había funcionado de maravilla, aunque todavía pendía sobre su cabeza el trabajo que le había asignado su madre.

—Gracias por la cena, ha sido maravillosa —dijo con una sonrisa tímida mientras caminaban uno al lado del otro.

—Lo ha sido, sin dudas —contestó él, deteniéndose junto a los escalones que conducían a la puerta de la casa. Ana se giró para despedirse y se encontró con esos ojos maravillosos que brillaban y resaltaban en la oscuridad de la noche—. Espero que podamos repetirla.

Los latidos de su corazón se dispararon y todos sus sentidos se pusieron alertas por la cercanía del Primer Ministro.

—Me gustaría, sí —susurró.

—Bien —musitó él.

Estaban muy cerca el uno del otro. La mayor distancia que existía entre ellos era la altura de William, unos diez o quince centímetros por encima de su cabeza, incluso con sus zapatos de tacón alto.

Ana se preguntó qué decir a continuación, pero no llegó a adivinarlo porque las ideas se le borraron y la garganta se le cerró cuando lo vio inclinarse hacia ella.

Cielo. Santo.

¿Iba a besarla?

Todavía mirándola a los ojos, él siguió descendiendo y muy pronto sus labios le rozaron la piel de la mejilla a escasos milímetros de la comisura de su boca.

Fue un contacto cálido pero fugaz, antes de que ella pudiera decidir qué sentía al respecto, él ya estaba alejándose.

—Creo que es tiempo de que me marche, parece que te están esperando —compuso con una tenue sonrisa y atisbó hacia la ventana donde, a pesar de que las luces estaban apagadas dentro de la casa, podían verse dos cabezas pequeñas asomándose. Una rubia y la otra castaña que se escondieron en cuanto ella miró hacia el lugar señalado—. Buenas noches, Anabelle.

—Bue... buenas noches —balbuceó bajo su atenta mirada y se giró recuperando el control de sus piernas para subir los tres escalones y abrir la puerta.

No miró atrás, no podía hacerlo y enfrentarse de nuevo a su escrutinio.

Así que entró y se apoyó en la puerta cuando esta se cerró. Soltó un suspiro para expulsar todos los sentimientos extraños que tenía guardados en el pecho.

—Es una pena —dijo una voz, sobresaltándola—. Que sea tan guapo y que no sepa besar.

Dio un respingo y se llevó una mano al pecho.

—¿Qué rayos están haciendo aquí ustedes dos? —siseó paseando su mirada de Geraldine a Charlotte, sus dos sobrinas.

Char, la menor de las dos, soltó una risita y se abrazó a sus piernas.

—Te estábamos esperando, tía. Dina dijo que habías salido con tu novio.

—William no es mi novio, Charlie.

—¿Y entonces qué es? —Inquirió Geraldine, desafiante, con expresión altiva.

—Es... un hombre con el que salí a cenar.

—Tuviste una cita —le apuntó la rubia—. Eso es lo que hacen los novios antes de casarse y tener hijos. Tienen citas.

Charlie levantó la cabeza y la miró con sus grandes ojos marrones.

Amor diplomáticoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora