28.2 Rata de biblioteca.

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—Roxana. —Alcé la vista hacia el Duende—. Hoy tendrás que quedarte hasta cerrar.

La boca se me desencajó.

—¿Qué? —exclamé lo suficientemente alto para que notase mi descontento y lo suficientemente bajo para que la chica con cara de rata que me miraba haciéndome sentir un contenedor de basura, no me saltase a la yugular. Hablar bajo no era lo mío—. Habíamos quedado en que esta tarde podría salir unos minutos antes, no que podía quedarme hasta la noche.

En la cara del Duende se formó una sonrisa malévola.

—Lo sé, querida. Pero me ha surgido un imprevisto. —Se detuvo a saludar a la mujer que siempre que venía me hacía estornudar por su fuerte olor a colonia. Varios minutos después, prosiguió con su escusa—. Lo siento, Roxana. Me es imposible cerrar a mí, así que si quieres seguir trabajando aquí no te queda otro remedio.

¿Eso se podría considerar como explotación laboral?

Luego, se fue tan tranquilo como llegó, con la conciencia bien limpia.

Lo que me acababa de decir, sólo indicaba que me tendría que quedar allí hasta las doce de la noche y para aquella hora, el décimo séptimo cumpleaños de Devian habría sido historia.

Las dos primeras horas de mi cautiverio en la biblioteca se basaron en pensar en que podría hacer para poderme escapar aunque fuese menos de una hora, más vale algo que nada, ¿no?

Estaba comenzando a oscurecer. Los últimos rayos de luz del día se estiraban a lo largo de la estancia. Me acerqué a la ventana para contemplar otra puesta de sol más, se había vuelto una costumbre: había observado todas las puestas de sol, hiciese el tiempo que hiciese, desde hacía siete meses. Apenas había nubes en el cielo, era inusual para la época del año en la que estábamos. Lo normal sería que estuviese lloviendo a cántaros.

Regresé a mi asiento, con la alegría tirada en algún lugar del mugriento suelo de madera. Me decidí a revisar los préstamos para descubrir a los morosos de libros, es decir, aquellos que se habían creído que este lugar era una ONG que donaba libros, o algo por el estilo. Pero en lugar de eso, mis ojos examinaron minuciosamente las letras que formaban el nombre de la mujer que se había llevado el libro extraño de la gema púrpura.

M. J. Turner.

Su nombre no era que sonase muy arábigo, que digamos.

¿De qué hablaría el libro? Porque por lo que había leído tenía que ser un ensayo. O un libro de autoayuda. Pero me decantaba por la primera posibilidad. Había misterio alrededor de este asunto y sobre la mujer supuestamente árabe. ¿Era un libro de alquimia? ¿Estaban intentando crear la piedra filosofal? ¿Era eso? Lo más probable, no.

—¿Qué haces? —preguntó una voz delante del mostrador.

Por primera vez en mi vida, vi a Beau sin delantal de camarero ni un lápiz detrás de la oreja para apuntar los pedidos. Increíble.

—¡Vaya, vaya! —La chica con cara de rata me estaba asesinando con la mirada—. ¿Cómo tú por aquí? —inquirí, bajando el nivel de voz.

—No estará el Duende por aquí, ¿no? —preguntó examinando todos los rincones de la sala.

Algo agrio recorrió mi garganta al recordar a aquel personaje que me estaba amargando la existencia.

—Le ha surgido un imprevisto —respondí vacuamente.

Entonces, Beau estalló en una sinfonía de carcajadas.

—¿Qué es tan gracioso?

—Roxy, ese imprevisto es el partido más importante del equipo del que es hincha. Si sales a fuera, seguro que de un momento a otro aparece un enano con dos pelos en el cuero cabelludo, ataviado con un guante gigante, una camiseta, una bufanda de su equipo y una bolsa gigante de tacos para comer durante el partido. —Rebuscó en su bolsillo hasta sacar unos tickets—. Estas son las entradas para el estadio. Me lleva todos los años desde que soy así —dijo poniendo la mano a la altura de su cadera—. Siento ser yo quien te tenga que decir esto pero te ha engaño y has caído como una boba.

Ángeles de hieloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora