—¿Han entrado a la vivienda? —preguntó reincorporándose y poniéndose de pie con molestia—. ¿Cómo se atreven?

Carla retrocedió un paso. Entendió a las mujeres antiguas en cierto modo al saber cuánto miedo podrían haberles ocasionado miles de hombres amenazadores y enfurecidos.

—Tenemos todo el derecho, con tal de mantener la seguridad de nuestro mundo, que por cierto, está mejor sin ustedes.

—No voy a negar eso, pero no tienen por qué lastimar a las personas que me acogieron. Lo preguntaré una vez más. ¿En dónde la tienen?

Carla se cruzó de brazos.

—Si tanto quieres saber. —Tras una señal que le hizo al dron, DELy, este desplegó una pantalla y el joven pudo ver a Teresa en el suelo de una habitación extraña, de costado, jadeando y con la angustia grabada en su rostro, cerrando los ojos con fuerza.

Sufría, y el horror de saberla así se apoderó de él. Su respiración flanqueó.

—Déjenla, ¡déjenla! —terminó exigiendo al final, fulminó a Carla con su intensa mirada de celeste gris—. Déjala en paz, a ella y a su mamá, háganme lo que quieran pero a ellas déjenlas.

La mujer frunció más el ceño. No podía estar de verdad preocupado por eso.

—Prepárate entonces para recibir esa inyección —murmuró con despecho—, o usa tu propia arma y ahórrame la pérdida de tiempo en tener que ensuciarme las manos contigo.

Dio media vuelta y salió.

Adrián retrocedió y cayó sentado en la cama, apretó su abdomen cerrando los ojos, tenía hambre, obviamente ni siquiera consideraban que también comía, para ellas solo era basura, era peor que una cucaracha. O se moría por la inyección, o por hambre. Si tenía que escoger, sin duda prefería la inyección... o en su defecto, el arma, que ya tenía una bala con su nombre desde hacía milenios.


Teresa hacía lo posible por mantenerse cuerda, por no caer en el precipicio de la locura a causa del incesante sonido de sus órganos internos. Frente a su vista había un plato con alguna papilla proteínica que había surgido del suelo, que comió a medias. No había podido dormir, y se mantenía tarareando una melodía para que el resonar de su voz en su cabeza despejara levemente los otros ruidos, sobre todo los de la digestión. Una de las tantas canciones que había escuchado salir del disco de Adrián.

El sonido del exterior golpeó sus oídos y reaccionó.

—¿Qué demonios has hecho con él? —cuestionó Carla con enfado.

Teresa no captaba todavía nada, su cerebro estaba hecho un lío tratando de asimilar el cambio del extremo silencio a todos los que el exterior le ofrecía.

—¡Te dije que qué le has hecho! ¡¿Por qué lo único que hace es preguntar por ti?! ¡¿Dime, acaso te has apareado con él como para que esté enganchado de esa forma?! ¡Qué sucia!

La pelinegra parpadeó confundida, logrando ser consciente recién de lo que escuchaba.

—¿En dónde lo tienen? —preguntó con débil voz.

—En ningún lado que te importe. Morirá.

La angustia devoró a la chica.

—No, ¡no! ¡No le hagan nada! ¡Desquítense conmigo!

Carla retrocedió un paso, asqueada porque ambos decían las mismas estupideces. De la tonta pelinegra lo esperaba, pero de él no, si los hombres no amaban, engañaban, abandonaban, eran unos desalmados. ¡No entendía qué pasaba!

Adán: el último hombreWhere stories live. Discover now